Hace años se popularizó la llamada física del caos, ejemplarizada en el «efecto mariposa». El lector recordará la pedagógica historieta en la que se explicaba como el leve aleteo de una mariposa en Singapur podía provocar una corriente de aire que acabaría derivando, semanas más tarde y con el juego de muchas más circunstancias, en una fuerte tormenta en Nueva York.
Meteorología al margen, lo cierto es que no solo en la naturaleza sino también en nuestras sociedades, hechos insignificantes pueden acabar desembocando en acontecimientos de mucha mayor trascendencia. En estos meses se ha recordado hasta la saciedad como un atentado chapucero en Sarajevo hace 100 años dio comienzo a la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias son causa principal no solo de la Segunda sino también de la Europa que conocemos hoy y de la primacía de Estados Unidos. Unos disparos que bien hubieran no podido dar en el blanco.
Cualquiera de nosotros, sin necesidad de disparar a nadie, podemos provocar acontecimientos cuyas consecuencias no podemos imaginar. Puede parecer excepcional y exagerado, y ciertamente lo es en el sentido de que no todas las mariposas generan tormentas. Pero también es cierto que ocurren tormentas y, con mariposa o no, de alguna manera empiezan a gestarse. Lo que estamos haciendo en este momento, o lo que haremos dentro de dos horas, puede no tener ninguna importancia, pero no hay forma de asegurarnos de ello.
Ser conscientes de ésto es realmente importante para un creyente por dos motivos:
a) Porque en nuestra conducta pecadora muchas veces tendemos a minimizar las consecuencias de nuestros actos como forma de relativizar su gravedad y descargarnos de responsabilidad.
Naturalmente, ello no debe llevarnos a pensar que cualquier pequeña falta puede acabar revistiendo una especial gravedad. No se trata de eso pues las consecuencias imprevisibles de nuestro acto no pueden sernos moralmente reprochadas. Si un ciudadano se rompe la crisma al pisar una piel de plátano en la calle, algo de responsabilidad puede haber en quien la lanza, pero no hasta el punto de ser responsable directo de todos los daños. Ni que decir tiene que el pobre agricultor que cultivó el fruto, aun siendo un elemento necesario en el suceso, carece de responsabilidad alguna.
No se trata tanto de responsabilidad por el hecho, como de ser conscientes de que nuestra mala conducta, aparentemente inofensiva, sumada a otras más de otras personas incrementa el riesgo de tormenta, de dolor y de mal en el mundo. Por tanto, lo que nuestra mariposa teológica nos dice es que hay pecados graves y leves, mortales y veniales, pero en ningún caso hay pecados inocuos.
b) Pero nuestra mariposa teológica es también importante a la hora de contemplar nuestras buenas obras, los dones que se nos han dado y que estamos obligados a administrar en la construcción del Reino de Dios. Es muy fácil y habitual en creyentes «militantes» caer en el desánimo al no ver los frutos de su obra. Pensemos en la mariposa y su capacidad de sorprendernos con un chubasco.
Desgraciadamente, más frecuente es que muchos creyentes se mantengan pasivos al entender que esta construcción no va con ellos, que su «misión» tiene que ver con su propia salvación, dejando el resto de ovejas a su suerte. Total, ¿de qué va a servir?
Por supuesto se trata de un comportamiento no por habitual excusable. Si el pecado puede crecer y multiplicarse por los azarosos vericuetos que depara el futuro, cuanto más no va poder nacer y expandirse el amor, la acción a favor del prójimo. Pues aunque la suma de actos no sea suficiente para garantizar el sustento material a todos, sus efectos espirituales pueden seguir multiplicándose exponencialmente.
No hay excusa, pues, para la pasividad. Si el aleteo de una mariposa provoca una intensa lluvia en Manhattan, ¿cuántos terremotos en los corazones de mucha gente no va a poder provocar un solo y sencillo acto de caridad?