¿Qué creyente sinceramente preocupado por la misión evangelizadora no se ha hecho múltiples veces esta pregunta: cómo puedo suscitar la curiosidad al que no cree? Y hablo de «suscitar la curiosidad», lo que supone algo tan básico como difícil: que se escuche nuestro mensaje. O ni siquiera eso; bastaría con que alguien se detuviera de su ajetreo cotidiano y nos dedicara unos segundos.
Lo cierto es que en la actualidad, y ciñéndonos a personas de nuestro entorno cultural, es muy difícil encontrar el momento adecuado para explicar la apertura del ser humano a la trascendencia a un no creyente. Puntualizo que entiendo el término “no creyente” referido a aquellas personas que no se definen como creyentes, con independencia de lo que crean. Es decir, los no creyentes son ese porcentaje no muy elevado de las encuestas que afirma no creer en nada, en contraposición con el resto, que comprende desde los que se confiesan religiosos y actúan en consecuencia, participando comunitariamente en los lugares de culto, en comunidades, etc., hasta aquellos que afirman creer en algo, privadamente, sea en una religión que les remonta a los momentos más felices de su infancia, sea en alguna creencia más o menos exótica que han descubierto en Internet.
Así pues, en primer lugar, explicar esa apertura al no creyente implica vencer su cerrazón, su indiferencia epistemológica preventiva que se resume en algo así como “sobre eso no podemos tener certeza alguna así que hablar de ello es perder el tiempo”. Superar este obstáculo difícilmente se logrará estimulando la curiosidad, sino que habrá que esperar a que ocurra algún acontecimiento que le produzca al no creyente un cierto grado de desazón al no poder encontrar de forma inmediata un sentido que explique su circunstancia. Un accidente o una enfermedad, la muerte de alguien próximo, un gesto de generosidad inusitada por parte de alguien, etc.
Un segundo paso pasaría por intentar hacerle ver de qué forma la racionalidad no siempre puede explicar todo y que no por ello las cosas dejan de suceder, luego hay una cierta legitimidad en intentar buscar sentido más allá de la razón. Hacerle ver, en definitiva, que la razón es una herramienta fabulosa para el hombre, pero no debe ser nuestra jaula. No todo lo no explicable racionalmente es malo o absurdo. Al igual que no todo lo racional es bueno, salvo que usemos un concepto absoluto (¿divino?) de Razón, lo que no sé si es muy racional.
Dado este paso, el tercero puede suponer esperar. El vértigo que experimenta el que se suelta del arnés de la racionalidad puede hacer caer a más de uno. Hay que esperar a que fluyan las preguntas, los interrogantes: el sentido de la existencia, el fin de la vida, la muerte, el dolor, el amor, los demás,… Porque abrirse a la trascendencia supera lo meramente cognoscitivo y supone una transformación de la persona. Por eso más que explicar a un no creyente esa apertura, hay que invitarlo a buscarla, a experimentarla por sí mismo, a vivirla.