Mientras en nuestro suelo patrio estamos sumidos en la resaca postelectoral y la desafección general por la eliminación de «la roja» de la Eurocopa, ha pasado desapercibido el enfrentamiento de las autoridades polacas con la Comisión Europea a raíz de la regulación polaca sobre el aborto. Sin entrar en el análisis del caso concreto, lo cierto es que la cuestión del aborto es un tema complejo y que suscita polémicas diversas, a la vez que no pocas veces surgen equívocos y usos perversos del lenguaje. Es por ello importante aclarar los términos y, aclarados estos, ver cuál es la posición que, en mi caso como católico, sostiene la Iglesia.
Inicialmente suele aparecer como debate jurídico acerca de si debe despenalizarse o regularse tal práctica. En las últimas décadas son muchos los países de nuestro entorno que admiten, en mayor o menor grado, una despenalización del aborto, si bien el enfoque jurídico pivota entre aquellos que priman la protección del concebido no nacido o nasciturus de aquellos que priman el derecho de la mujer a decidir sobre su función reproductora. La diferencia es importante, aunque los efectos de la regulación puedan ser semejantes en su permisividad, pues en el primer caso se admite el valor del nasciturus, mientras que en el segundo se niega o relativiza, creando un supuesto conflicto entre este y el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo.
El debate de fondo está, en primer lugar, en si el nasciturus merece o no la protección del ordenamiento jurídico y en qué grado. Para ello es determinante la naturaleza de ese concebido no nacido. Es decir, se trata de averiguar si el concebido no nacido es un ser vivo diferente de la madre y si, de ser así, cabe considerar que se trata de un ser humano (y gozar así dela protección jurídica propia de cualquier ser humano) o se trata de otra cosa, un ser que puede tener un valor intrínseco pero que puede ser transaccionable o se le pueden oponer otros valores y derechos.

Naturalmente, determinar cuándo un ser vivo es una persona o es otra clase de ser es algo que escapa del mundo del Derecho y es necesario buscar el auxilio de otras disciplinas. Sin embargo, esta búsqueda no es sencilla. La biología, lejos de ofrecer una respuesta clara, no se pone de acuerdo a la hora de conocer cuándo se crea una nueva persona. Indudablemente el momento inicial cabe situarlo en la concepción, donde la unión de los gametos produce una célula que, al menos genéticamente, es ya diferente de los progenitores. Pero no solo es distinta, sino que en su código genético lleva ya buena parte de lo que será ese futuro hijo o hija: si será rubio, alto o si tendrá propensión a la diabetes.
Pese a ello, lo cierto es que no todos los óvulos fecundados llegan, de forma natural, a buen puerto. Por esta razón, no son pocos los que entienden que esa unidad genética distinta necesita algo más para poder considerarse un ser humano, algo que permita entender que tiene visos de viabilidad, y por ello entienden que no puede hablarse de ser humano hasta un estadio más avanzado en el desarrollo del embrión, como cuando se advierten ciertas funciones cerebrales, se responde a determinados estímulos, etc.
Frente a esta indeterminación o falta de consenso científico, aparecen las posturas que se basan en criterios morales, religiosos o ideológicos. Y una voz importante para mucha gente es la de la Iglesia. Y la Iglesia sostiene que la protección del concebido no nacido debe realizarse desde el momento inicial de la concepción al entender que en ese momento ya existe un ser con una identidad genética propia diferente de los progenitores. Se trata de una postura coherente y razonable por diversos motivos:
En primer lugar, se trata de una postura prudente y que guarda coherencia con la concepción antropológica del hombre que sostiene al Iglesia. La realidad es que, incluso científicamente, se acredita que desde la concepción existe un ser distinto de la madre que lo cobija y en la medida que se trate de un humano, no hay que descartar ahí no solo un proceso biológico sino una intervención divina, pues solo hay humanidad donde hay una unidad de alma y cuerpo, y esa alma es creación directa de Dios. Es justo reconocer que tampoco aquí tenemos una evidencia clara de que esa primera célula haya sido dotada de un alma por el Creador. Sin embargo, tampoco se puede descartar y sería enormemente imprudente aprovecharnos de esa ignorancia y jugar con aquello en lo que Dios ha podido intervenir. Se trata de un argumento prudencial y de sentido común, algo que algunos olvidan cuando conviene. Ningún médico trasplantaría un corazón a un paciente sin asegurarse que el donante está efectivamente muerto. Sin embargo, otros no dudan en provocar abortos aun reconociendo no tener claro de si están acabando o no con la vida de una persona inocente.
En segundo lugar, esa postura prudente es coherente con la supremacía que la Iglesia reconoce a la vida y a la dignidad humana, supremacía que como sabemos deriva de ser imagen de Dios. Si la vida y la dignidad del hombre son un valor superior, en mayor medida se justifica esa prudencia a la hora de tratar con ellos. Pero más allá de la prudencia, este tratamiento permite ser coherentes en otros contextos en los que la vida y la dignidad de algunas personas se ve amenazada seriamente. Sin ir más lejos, hay personas que, debido a enfermedades, procesos degenerativos severos, accidentes graves, etc., carecen de autonomía, de la capacidad de razonar e incluso de conciencia, no responden a impulsos sensoriales … y, sin embargo, no por ello dejan de ser personas, unidades de alma y cuerpo creadas y amadas por Dios.
Esta postura de la Iglesia le lleva, consecuentemente, a rechazar la práctica del aborto en todos los sentidos, es decir, no solo frente a posibles conflictos con el derecho de las mujeres a decidir (nunca la prevalencia de ese derecho justificará matar a alguien), sino frente a regulaciones que permiten el aborto en determinadas circunstancias (concepción fruto de una violación, malformaciones del feto, etc.).
En puridad, el único conflicto que podría plantearse y que podría justificar una decisión de provocar un aborto, sería si el valor supremo de la vida del feto se enfrenta al valor equivalente de la vida de la madre, es decir, en aquellos excepcionales casos en qué, por lo que sea, el médico debe optar por salvar la vida del feto o la de la madre, pero no la de los dos por el elevado riesgo de que ambos perezcan. También aquí lo razonable es que la toma de la decisión, en la medida de lo posible, sea de la madre, que indudablemente puede optar por un acto de suma generosidad y sacrificar su vida para salvar a la de su hijo. Sin embargo, no creo que haya nadie en su sano juicio que pueda exigir tal actitud heroica a alguien, ni nadie tan retorcido que critique la decisión que la madre tome en tan dramática circunstancia.