La fe y las tradiciones

Estamos a punto de iniciar la Semana Santa. Tiempo de vacaciones escolares y de viajes para muchos. También tiempo de volver la mirada hacia la religión, hacia la Iglesia. Veo incluso en las redes sociales que algunos comercios anuncian la venta de palmas para asistir a la procesión del domingo de Ramos. Siendo ingenuamente optimistas (igual esta es la única forma realista de ser optimista), podemos ver en ello una intención evangelizadora: el Espíritu obra en nosotros de forma sorprendente. Pero el eslogan de la tienda me resulta chocante: “Es importante conservar nuestras tradiciones”.

Desde luego mi sorpresa no es por la originalidad de la frase. Más de un conocido mío suele proferir esta expresión o alguna parecida cuando me lo encuentro en un oficio religioso en la Semana Santa o en la Vigilia de Navidad, tal vez para dejarme claro que no ha sido objeto de una conversión repentina. Con ello me confirma que, hasta la misa solemne del día del patrón del pueblo, difícilmente volverá por allí, exceptuando algún que otro funeral. No. Mi sorpresa es porque alguien ve como una tradición algo que para mí es extraordinariamente nuevo y vivo.

Para que no se me malinterprete, no me siento ofendido por tales manifestaciones. Desde luego me parece temerario sostener que las tradiciones son, por sí mismas, algo digno de conservar, pero allá cada uno con su conciencia. No solo no me ofende, sino que entiendo perfectamente que la visión mundana del no creyente no puede coincidir con la creyente. La Iglesia misma tiene este carácter sacramental, en el sentido de que donde yo veo al Pueblo de Dios con Cristo en su cabeza, el no creyente verá, a lo sumo, una asociación de personas que se reúnen en un edificio, tan grande como incómodo, para escuchar a un señor que lee un libro.

Lo que me produce cierta extrañeza es que esta visión que podríamos llamar cultural, que defiende la importancia de las tradiciones, la sostienen también personas creyentes, incluso numerosos ministros en sus homilías. Conozco padres que llevan a sus hijos a catequesis porque creen importante que aprendan las tradiciones propias de su pueblo, de su cultura. Francamente, me parece un idea encomiable y lo celebro. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la fe, con mi fe?

No es mi intención criticar estas tradiciones ni a la gente que quiere preservarlas. Ni muchos menos quiero criticar a aquellos creyentes que de alguna forma fundamentan su fe en estos ritos culturales de origen religioso, que posiblemente les remontan a su infancia o a la memoria de sus padres o abuelos. Pero sí debo confesar que no es así como yo vivo mi fe. Será por ello, y posiblemente también por mi carácter arisco y poco sociable, que no me atraen las concentraciones multitudinarias ni los templos abarrotados, como tampoco nada me dicen las representaciones más o menos teatrales de la Pasión del Señor o las inacabables y barrocas procesiones.

Una fe culturizada, basada en las tradiciones y en los libros de historia, es para mí una fe mortecina, fría, cansada. Una fe multitudinaria, solemne y enfervorecida, reconozco que me satura. Tal vez porque la percibo humana, demasiado humana, sin que deje apenas espacio a Dios. De ahí el riesgo de una fe languidecida, que se acaba mirando a sí misma, recreándose en el absurdo.

Es por ello que, sin menospreciar esas tradiciones que parecen entusiasmar a tantas personas, prefiero un rincón olvidado; ese altar, adornado para acoger al Cordero en esa Santa Hora, que parece ignorar el bullicio exterior que se produce en su nombre. O también el rincón cotidiano, doméstico, donde intento que quepa Dios sin estrecheces humanas. Tal vez porque, en lugar de buscar grandes signos y seguridades, anhelo intuir la fragancia del perfume de nardo que arroja María a los pies de su Maestro. Y quedarme allí, cuando todos se han marchado, en silencio.

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