Como ocurre en la entrada de un buffet libre un domingo a mediodía, en cada proceso electoral vemos como los partidos tradicionales y los nuevos se baten a empujones para ver quién entra primero y consigue una mejor posición que los demás. Lejos de desvanecerse, como algunos habían soñado, los partidos emergentes van arrinconando a los decrépitos partidos de toda la vida, que sin embargo se resisten a morir del todo. Según el país que se trate, los partidos más radicales se sitúan a derecha o a izquierda y su volatilidad es elevada, para consuelo de sus rivales. Mayor pánico, aunque inconfesado, provocan los partidos moderados, cuyos líderes aparecen siempre impolutos y con un aspecto sano, como si acabaran de rodar el anuncio de un champú anticaspa. Pero ¿a qué viene esta debacle general?
No son pocos los análisis que se han venido realizando para explicar este fenómeno, centrado sobre todo en la aparición de lo que se ha venido a llamar “populismo”. Sin embargo, llama ya la atención el uso de este término, que normalmente se caracteriza por un elevado nivel de desideologización y que hoy, paradójicamente, se atribuye a las fuerzas políticas más ideologizadas. Lo cierto es, en todo caso, que su éxito es indiscutible en muchos lugares y entre importantes capas sociales, y una de las principales causas del éxito es precisamente esta carga ideológica que conlleva.
Para entender lo que está pasando, no podemos dejar de lado el proceso de desideologización que se ha producido en las tres últimas décadas. Recordarán los lectores menos jóvenes como la caída del bloque soviético a inicios de los años 90 del siglo pasado supuso un importante cambio de paradigma. En 1992 un autor hasta entonces bastante desconocido, Francis Fukuyama, declaró el fin de la historia y el oasis de paz neoliberal se extendió en la gran mayoría de pueblos y ciudades: la economía empezó a crecer a la par que nacían milagros tecnológicos como los teléfonos móviles o Internet. El capitalismo había triunfado y se constituyó como dogma de fe. La lucha de clases se declaró enfermedad extinguida, curiosamente gracias a un tratamiento de homeopatía política a base de capitalismo y más capitalismo. El afán consumista no dejaba tiempo para seguir con las viejas etiquetas de derechas o de izquierdas. En el mundo de los partidos políticos todos se volvieron de centro, es decir, desideologizados. Y claro, se olvidaron de la gente.
La facilidad con que todo parecía funcionar era tentadora. El paradigma neoliberal permitía gobernar con una hoja de cálculo en la que uno se limitaba a ajustar valores para mantener un equilibrio mínimo. Es verdad que los partidos podían diferir a la hora de decidir qué valores se alteraban: subir tributos, endeudarse, aumentar el gasto de inversión pública, etc. Pero determinadas celdas de la hoja de cálculo estaban protegidas, garantizando así la estabilidad del sistema. Todo fue sobre ruedas hasta 2008, cuando esa misma hoja de cálculo que era adorada por la gran mayoría, de repente fue vista como un artefacto diabólico: exigía unos ajustes insólitos y unos sacrificios que superaban con creces lo que la gente estaba dispuesta a asumir. Y fue entonces cuando el sueño neoliberal de los locos años 90 acabó.
Aun así, durante años, la élite política y económica se llegó a convencer de que las ideologías eran cosa del pasado y que las personas por fin entendían, o al menos asumían, que la sociedad moderna se regía por un determinado orden y unas leyes que, de seguirse, garantizaban un futuro feliz. Pero no es así. Las personas pueden entender más o menos las leyes económicas, pero aun así se dejan llevar por estímulos muy diferentes, por impresiones, por sentimientos derivados de algún suceso concreto, por imágenes que surgen de la propia sociedad. Es decir, actúan a menudo con el corazón y no en función de la razón.
Solo así se explica por qué tantos millones de catalanes están dispuestos a apostar por la independencia de Cataluña en un referéndum tan irrealizable como de consecuencias nefastas para ellos. O por qué en Baleares el anterior gobierno del PP fracasó al minimizar la importancia de las movilizaciones de miles de padres que se oponían a que sus hijos aprendieran inglés si era en detrimento del catalán. En ambos casos, y son solo dos ejemplos aislados, la razón apuntaba indefectiblemente a una única conclusión: la gente no puede aceptar algo que es evidente que le perjudica en sus intereses más directos. Pero, de hecho, vemos que sí lo hace.
De la misma forma, fue un gran error pensar que la gente asumiría recortes y escaseces a partir de la conclusión de una hoja de cálculo. Seguramente fueron inevitables, pero alguien debió prever la contra-reacción ante la falta de aceptación general. Pero no se hizo y, por ello, las nuevas dosis de ideología que aportan los partidos más extremistas han sido recibidas con entusiasmo. La gente se aferra a los nuevos dogmas con inusitada fe (los políticos son ladrones, los extranjeros abusan del sistema, los turistas agobian etc.) mientras la élite contempla la escena con los pelos de punta y sin entender qué ocurre.
Desgraciadamente, la regeneración por la que claman los partidos tradicionales no parece ir más allá de un cambio de líderes y, en muchos casos, el mensaje sigue anclado en los datos y en las cifras, sin ser capaces de enviar un mensaje político con contenido, con ideas más allá de una simple conclusión numérica. Así no van a ningún lado y su deterioro continuará imparable, mientras sus apoyos caerán irremediablemente. Ya lo apuntaba John Henry Newman allá por 1841: “muchos hombres viven y mueren por un dogma, pero nadie es el mártir de una conclusión”.
Artículo publicado en el diario El Mundo/El Dia de Baleares el 20 de julio de 2017