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Mes: agosto 2018

La esclavitud de la inmediatez

Es asombroso contemplar como la avalancha de información apenas ya nos abruma. Nos hemos acostumbrado a ese ritmo vertiginoso que nos compele a decidir con excesiva precipitación. La inmediatez de la información requiere inmediatez en la opinión, sea en Twitter o en una reunión ejecutiva. Pero ¿no es esta una nueva y sutil forma de (auto)censurar(nos)?fair-540127_1280

Casi no hay tiempo para hablar pero lo poco que decimos se traslada a la velocidad de la luz y dejamos de controlar unas palabras que pasan a ser nuestras acusadoras. No hay tiempo para la reflexión. Nuestras decisiones adolecen de una miserable inanición. ¿Qué podemos esperar de ellas cuando precisamente ya no hay tiempo para esperar más?

Sin darnos cuenta hemos sido hechos esclavos de una urgencia imaginaria. Vivimos aterrorizados por el «ya pasó» que nos deja fuera de un juego que apenas se ha iniciado y termina ya. Cuanto más nos asusta el futuro, más parece que consumimos el presente de forma compulsiva. Todo fluye y es por ello que cada vez nos cuesta más mantener la mirada con un interlocutor y esperar un gesto de afecto o de aceptación. No somos capaces ya de entender que comunicar no es dialogar. Opinamos ante el mundo sin buscar un interlocutor, cayendo en un mero exhibicionismo narcisista de la palabra. Y al final queda el vacío. La palabra se desvanece sin la necesaria memoria del que la debería escuchar y con ello se derrumba nuestra cordura.

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El misterio y la duda

El materialismo que de alguna manera se ha ido imponiendo en nuestra sociedad rechaza todo asomo de misterio. Todo conocimiento, tarde o temprano, debe ser asequible a las personas. No hay nada trascendente que quede fuera de esa pretensión. De sostener su existencia,  tal afirmación sería fruto de una creencia absurda, una superstición sin sentido alguno. Lo que no podemos explicar hoy, dirá el materialista, se explicará más adelante.

Aunque, muy posiblemente, esta postura no es compartida por la mayoría de personas, sí que goza de cierta influencia y predicación en muchos ámbitos intelectuales y académicos. Es fácil, por otro lado, oponer esta postura «científica» a la religiosa [entrecomillo el termino «científica» pues la afirmación de que todo se reduce a materia (o a energía) y es posible su conocimiento a través de pruebas empíricas, es algo que carece de base científica (es meta-científico o, si quieren, meta-físico)], algo bastante más común pese a que no pocos científicos se confiesan creyentes.

Sin embargo, ese rechazo al misterio y su correlativa admiración por la seguridad y la certeza del conocimiento, guarda un curioso parecido con los fundamentalismos religiosos. El cientificismo radical no es tan diferente en la afirmación de sus postulados como lo es el creacionista cristiano que defiende la literalidad del Génesis, rechazando el darwinismo en cualquiera de sus variedades.

En ambos casos, el rechazo a zonas de inseguridad, de incerteza, provocan una automutilación que limita el propio conocimiento y reduce su capacidad crítica. Dejar de preguntarse si la existencia tiene algún sentido, como hace el materialista, o condenar teorías que acreditan su coherencia y razonabilidad más allá de escritos milenarios sin pretensión científica alguna, como ocurre con los fundamentalistas, empobrecen sus propuestas y ralentizan los avances.

Al contrario de lo que a muchos les puede parecer, la duda no debilita, sino que ayuda a los seres humanos a madurar en sus creencias. Pero no solo en estas. También resulta fundamental para llegar a conocer el sentido del conocimiento que alcanzamos y los valores que deben imperar en su uso.

 

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Acedia

Juan Casiano fue un monje asceta nacido en la actual Rumanía a mediados del siglo IV y que dedicó buena parte de su vida a la ordenación de la vida monástica. Una de sus grandes preocupaciones era la de mantener la integridad espiritual de los monjes, que se encontraba en constante peligro ante las tentaciones de la carne. Dicha integridad podía ser puesta en peligro por múltiples vicios, siendo la acedia uno de los más comunes y que, por ello, mayor riesgo suponía.

Nuestro monje entendía la acedia como un estado de tristeza honda que sumía al monje en una asfixiante amargura que lo llevaba a alejarse del bien espiritual al que estaba llamado. Se trataba pues de un vicio con tintes de enfermedad, por lo que su afección ponía en duda la responsabilidad moral del afectado y su carácter pecaminoso. Tomás de Aquino, sin embargo, tenía pocas dudas acerca de la naturaleza de la acedia como pecado y la emparejaba ni más ni menos que con la envidia. Afirmaba el dominico que si la envidia es una oposición interior de alguien frente al gozo de los demás con sus bienes, la acedia es la oposición interior al gozo de los bienes divinos que se ponen a nuestra disposición. Por tato, la gravedad de la acedia no es el eventual perjuicio que se produce a terceros, que es en principio mínimo, ni el que se produce uno a sí mismo, sino el hecho en sí de desaprovechar o rechazar un bien espiritual que proviene de Dios.

En el ámbito religioso, o al menos en el específicamente católico, la acedia sigue siendo considerada como una actitud de relajación de la ascesis o de descuido de la oración debida a la pereza y al desabrimiento. Fuera de este ámbito, la acedia se entiende como sinónimo de pereza y de amargura o tristeza, tal y como se recoge en el actual Diccionario de la Real Academia Española, dejando atrás el origen pecaminoso o culposo del término, que va más allá del monasticismo, pues en su etimología, acedia deriva del griego akêdía, que significa negligencia.

No tengo demasiadas dudas de que sería relativamente fácil encontrar ejemplos de esa pereza negligente y triste en nuestra sociedad. Se me ocurre en el ámbito político, en el que un elevado porcentaje de la población parece haber renunciado a ejercer sus potestades que como ciudadano le viene dadas. Pero también en el ámbito familiar, donde tantos padres fuerzan extrañas delegaciones en maestros y otras personas para evitar su obligación de educar con firmeza y prudencia a sus hijos. Una negligencia vergonzante que al final acaba minando el ánimo y convirtiéndose en agria tristeza.

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Religiosidad «low cost»

Desconozco si han tenido la ocasión de ver, estos días, el cartel anunciador de las fiestas de Sa Ràpita, en Campos. Como en muchos otros lugares costeros y con tradición marinera, es tradicional celebrar la festividad de Nuestra Señora del Carmen y así se anuncia en el cartel que puede verse, entre otros lugares, en las redes sociales. Sin embargo, salvo por el nombre, difícilmente identificarán ustedes el sentido religioso de la fiesta. img-20180705-wa00022141600621La imagen de la Virgen o de alguno de sus atributos iconográficos, como el escapulario, no aparecen en ninguna parte del cartel, que es coronado por la figura de un pescado de apariencia cadavérica. Pero lo más sorprendente es la indicación de los días en los que transcurre la fiesta, que van desde el día 8 al 15 de julio ¡cuándo la festividad de la Virgen es el 16!

Se me ocurren otros casos parecidos a este y que son sintomáticos de una tendencia curiosa. Como es sabido, durante los primeros siglos de la historia del cristianismo se produjo una cristianización de las fiestas paganas. La Navidad es, sin duda, un magnífico ejemplo de cómo los cristianos ubicaron, sin ningún fundamento histórico ni evangélico, el nacimiento de Jesús coincidiendo con la festividad romana del nacimiento del sol, el natalis invicti Solis, el 25 de diciembre. En cambio, en la actualidad se está produciendo el fenómeno inverso, que es la descristianización de las fiestas, en las que ya es posible ver belenes sin el niño Jesús o, como ocurre en el caso al que nos referíamos al principio, fiestas de la Virgen del Carmen sin Virgen del Carmen.

Esta descristianización no deja de ser sorprendente en una sociedad que durante siglos se ha estructurado a partir de la religión cristiana, pero es una realidad irrebatible, si bien con algunos matices. No hace tanto, era creencia común en muchos círculos pensar que la religión era un atavismo del pasado que no tenía cabida en una sociedad moderna, por lo que se acabaría extinguiendo como ocurrió con la viruela. Pero no ha sido así.

Si nos vamos a las pruebas demoscópicas, podremos fácilmente comprobar como el número de personas que se confiesan ateas suele oscilar en torno al diez o quince por ciento de la población, porcentaje que viene a coincidir con el de los católicos practicantes. Es verdad que se identifican como católicos unos dos tercios de los encuestados, pero lo cierto es que la gran mayoría se definen como católicos con el mismo entusiasmo con que se definirían como buenos vecinos, sin que en su vida real se encuentre un rastro claro de este calificativo. Los católicos practicantes, que no son fáciles de definir pero que podemos intuir que son los que acuden a misa todos o la mayoría de domingos, no van más allá del 15%.

Esa descristianización es, por tanto, tan real como lo es la presencia de una religiosidad low cost en al menos la mitad de la población. Un importante conjunto de personas que sigue creyendo en alguna divinidad y, muy posiblemente, todos los que hayan tenido algo parecido a una educación religiosa católica, identificaran esa divinidad con el recuerdo del dios cristiano que permanece en ellos: un dios bueno, cercano, paternal y amoroso, aunque también vigilante y omnisciente.

Desde el punto de vista católico, incluso podría decirse que las cosas no están tan mal. Más de una vez puede oírse a cristianos, incluso desde los púlpitos, que Dios no persigue tanto una fe inquebrantable como que las personas sean solidarias y pacíficas, atentas con los más débiles y adversas a la violencia de cualquier tipo. Y hay en ello buena parte de verdad, pero solo parte, pues con ello se corre el riesgo de convertir el cristianismo en un código moral centrado en la conducta de cada individuo, perdiendo con ello una importante perspectiva perspectiva social. Y no olvidemos que una sociedad puede ser injusta, aunque esté formada por hombres buenos.

Curiosamente, sin embargo, son muchos los sectores de la Iglesia que parecen sentirse cómodos en esa religiosidad low cost, creyendo que con ello se produce una adaptación a las circunstancias históricas y sociales del momento. Es verdad que en la jerarquía eclesial suele haber un discurso reivindicativo importante, con denuncias hacia determinadas estructuras escandalosamente injustas, pero su complicidad con el sistema anula todo el sentido profético del mensaje. En esa jerarquía hay una opción clara a favor de una presencia pública de la Iglesia que, manteniendo algunas importantes estructuras sociales, le permiten sostener un cierto espejismo de lo que fue la antaño nación cristiana: la asignatura de religión, las escuelas católicas, asilos, etc. Pero, más allá del espejismo, nada de todo esto evita la huida de los creyentes. Cada vez hay menos bodas católicas y menos bautizos, las primeras comuniones suelen ser una mera fiesta y la religión sigue siendo una asignatura «maria».

Lo que sí demuestra esa religiosidad low cost es que la gente no huye de la fe en una divinidad o en una realidad trascendente. De lo que huye es de la Iglesia. A la mayoría de personas, la Iglesia y sus funcionarios, el clero en general, no les aporta nada. Salvo el Santo Padre y algunas personas muy concretas, como el Padre Ángel, por poner un ejemplo, raras veces ni obispos ni presbíteros son considerados un referente moral ni en la diócesis ni en el barrio o en el pueblo en que ejercen.

Los augures de la Modernidad se equivocaron al profetizar la desaparición de la religiosidad en la sociedad, pero esta puede seguir sobreviviendo sin la Iglesia. Los que somos creyentes, sabemos que la Iglesia no es una institución solamente humana y, por ello mismo, su futuro no depende de la acción del hombre. Pero el coste no puede ser rebajar la fe a una religiosidad low cost sacrificando con ello su sentido profético, esencial en el mensaje del Evangelio.

Y donde se equivoca la Iglesia jerárquica es precisamente en focalizar la apertura por la puerta de unos sacramentos que se banalizan, o por engrosar estadísticas escolares. Esa apertura debe empezar fuera de los templos y los palacios episcopales, en la calle, en los hospitales y en los asilos. Pero también en los centros de trabajo, en los bancos del parque o en los juzgados. En medio de la gente, donde la vida bulle con todo el dolor y la autenticidad. Intentando que las personas miren de echar el freno de lo mundano y se detengan para darse cuenta de que sigue habiendo esperanza.

Pero para ello hace falta algo muy importante por parte de la jerarquía eclesial: empezar a liberalizar la pastoral, salir fuera de sus despachos y dar margen a los laicos, a las mujeres. Deben abandonar el temor a perder una zona de confort en la que hace mucho tiempo que viven de prestado, porque la actual situación pronto devendrá insostenible. Bien mirado, tal vez no sea tan mal traída a colación la imagen del pez en aparente descomposición del cartel de Sa Ràpita, cuando precisamente el dibujo del pez fue uno de los primeros símbolos del cristianismo primitivo.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 7/8/2018

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