Cuantas veces no habremos leído este famoso dicho de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pisotee la gente» (Mt 5, 13). Una vez más, el Hijo de Dios plantea una exigencia radical con una imagen imposible: ¿sal que se pone sosa? No existe tal cosa, pues sería sal corrompida, una sal que –al menos desde un punto de vista químico– ya no sería sal. Pero la imagen es poderosísima: ¿hasta quée punto debe haberse corrompido la sal para que deje de salar, para que sea sosa, insulsa? Resulta sorprendente, sin embargo, lo poco que nos cuesta a muchos identificarnos con esa sal inútil desde nuestra apatía, nuestra cómoda realidad con la que nos alejamos de la misión que Jesús nos ha encomendado.
En el Apocalipsis encontramos otra imagen muy dura en la carta que dirige el Señor a la Iglesia de Laodicea: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16). ¿Acaso hay algo más reconfortante que la tibieza, la moderación que nos aleja del frío y del exceso de calor? ¿Cuántos creyentes, empezando por mi, no vivimos desde hace mucho tiempo en esa tibiez melosa que repugna a Dios? No es de extrañar que nuestra actitud llame la atención del papa Francisco, quien nos compele a clamar a Dios a diario, «pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial» (Evangelii Gaudium 264).
Es importante, no obstante, tener muy presente que, si somos la sal de la tierra, nuestra misión no es conservar nuestras propiedades químicas, sino sazonar. La Iglesia no es una mina de sal preservada de la luz y de la presencia humana en una profunda gruta. La Iglesia es sal dispuesta a salar, a salir del salero e impregnar la tierra. Como apunta con gran acierto Klaus Berger, la sal no existe para sí misma, no es un alimento ni tiene utilidad alguna si no es en relación a algo. La sal está para servir. Somos sal de la tierra porque estamos llamados a sazonar el mundo, a impregnarlo con nuestra fe y darle el sentido pleno que el Creador nos propone.
El testimonio de la sal nunca puede ser excesivo, pues solo se consigue estropear la comida con el amargor del fanatismo y la intolerancia. Pero debe ser suficiente para no dejar indiferente al comensal. La sal es la minoría que despierta los sabores ocultos de la mayoría. La que estimula la imaginación y el deseo toda vez que acentúa la permanencia de las sensaciones en el cuerpo. Por eso la sal se disuelve en la tierra que alimenta, dejando de ser ella misma, transformándose en una comunidad creyente que da testimonio constante de la presencia del Hijo de Dios vivo. Aunque sea siempre un rebaño pequeño: «En esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva. ¡No nos dejemos robar la comunidad!» (Evangelii Gaudium 92).