La canonización hoy de Mn. Óscar Romero, coincidente además con la víspera de la festividad de santa Teresa de Ávila, no deja de ser una manifestación más de las contradicciones que operan en la vertiente más humana de la Iglesia. A poco que echemos una ojeada a los esbozos biográficos del nuevo santo y a las circunstancias de su martirio, nos daremos cuenta como su eliminación supuso un impacto terrible en el Pueblo de Dios, tanto por la crueldad de su ejecución, durante el ofertorio de la misa, como por el silencio cómplice de una parte significativa de la jerarquía de su entorno eclesial.
Paradójicamente, la postura de censura inmisericorde hacia la figura de Romero por parte de un sector de la Iglesia, obtuvo la asistencia –cabe suponer que involuntaria– de los partidos y movimientos marxistas, que ensalzaron al arzobispo como héroe del antiimperialismo y la lucha de clases. Romero acabó póstumamente situándose así en las filas de los creyentes con Kalashnikov, cuando en vida había sido un vehemente predicador al advertir de los peligros de los cantos de sirena marxistas.
En todo caso, y transcurridas más de tres décadas, la Iglesia parece rectificar esa postura ambigua y canoniza al arzobispo mártir junto con Pablo VI, otra figura discutida, aunque por razones muy distintas. La ambigüedad y el recelo del papa que cerró el Concilio, nos recuerda el vértigo que suele vivir la Iglesia en épocas de reforma y cambio. Pero también es expresión de la riqueza y pluralidad de la Iglesia. Al fin y al cabo, si Pablo VI cierra el Concilio, son muchos los que creen que fue san Juan Pablo II, cuya fiesta celebramos el día 22 de este mes, quien echó la llave al mar. Aun así, ningún papa posiblemente ha gozado de tanto fervor y admiración por parte del pueblo fiel, desde hace muchos siglos, como el prelado polaco. Otra paradoja.
Son muchas las contradicciones en la Iglesia de Cristo que, una vez más, demuestran su lado más humano. Lo que como mínimo es inevitable, aunque a menudo nos resulte sorprendente. Al fin y al cabo, lo divino –desde una postura creyente– es relativamente fácil de asumir. Por eso, al intentar profundizar en nuestra fe cristiana, en el fondo lo que más nos cuesta entender es que, a pesar de todo, Jesús, el Hijo de Dios, fuera un hombre. Curiosamente –permítanme el inciso final–, un hombre con cuya biografía guarda un asombroso parecido la del santo Óscar Romero.