Demonios

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Pocos fenómenos han sido tan exitosos en los últimos siglos como el llamado desencantamiento del mundo, para utilizar la feliz expresión de Max Weber. Otra forma de denominarlo podría ser el de desdivinización de la naturaleza. En definitiva, de lo que se trata es de que las personas dejan de pensar que la realidad que les rodea está plagada de espíritus o de poderes sobrenaturales, pasando a sostener una postura racional. ¿Qué quiere decir esto? Pues que se ve la naturaleza como algo material, regido por las leyes de la lógica y de la física, lo que supone poder entender racionalmente aquello que sucede e incluso hacer predicciones sobre lo que puede suceder. Así, una tormenta ya no es vista como un fenómeno causado por el malhumor de un dios despechado, sino que es observada como fenómeno atmosférico del que podemos conocer sus causas y su posible evolución, y cuyos datos observables pueden servirnos en un futuro para saber con antelación cuándo se repetirá un fenómeno parecido.

El desencantamiento del mundo ha supuesto importantes consecuencias que no podemos dejar de apuntar. La primera de ellas es que Dios –o lo sobrenatural– ya no es un elemento necesario para entender buena parte de lo que ocurre en nuestro entorno. Dios sale del ámbito de la ciencia y se queda en el pasillo de lo metacientífico. Ello no quiere decir que el científico deba ser forzosamente ateo, pero sí que debe ser atea la ciencia.

Curiosamente, los católicos solemos tener bastante bien asumido esto, pues la Iglesia defiende desde hace tiempo la autonomía de la creación. Esto es, reconocemos a Dios como creador del universo, pero en el sentido de ser su causa primera. Si damos por buena la hipótesis del Big bang, formulada por el astrónomo y sacerdote católico G. Lemaître, Dios sería el que pulsa el botón de encendido. A partir de ahí, el universo empieza a andar solito, sometido a sus propias reglas. Esta autonomía de lo creado no deja de ser el refrendo teológico del desencantamiento del mundo, hoy solo rechazado por fundamentalistas religiosos y por científicos ateos que siguen emperrados en demostrar, a partir de sus ecuaciones matemáticas, que Dios no existe.

Sin embargo, otra consecuencia del desencantamiento del mundo es el olvido de Dios. No es algo tan general ni se ha producido de una forma tan inmediata, pero lo cierto es que, si en un primer momento, Dios fue echado de los laboratorios y las aulas y relegado a quedar en el pasillo, hoy muchos ya ni se acuerdan de que sigue ahí. Sencillamente, se han olvidado de él.

Este olvido es más que evidente. Las cifras de práctica religiosa entre nuestros conciudadanos son casi testimoniales y si alguien hace el ejercicio de ir un domingo a misa y calcula mentalmente la media de edad de los feligreses, pronto se dará cuenta de que el futuro de las parroquias sigue el mismo derrotero del de los videoclubs o los laboratorios de revelado de película fotográfica.

Sin embargo, en nuestro mundo desencantado en el que hemos olvidado a Dios, aparece un personaje que ha resistido ejemplarmente todo intento de defenestración: el demonio. Naturalmente, su presencia no tiene siempre un cariz religioso. Si indagáramos un poco, posiblemente nos encontraríamos con que la mayoría de personas no cree en su existencia. Incluso entre personas religiosas, su existencia es puesta en duda y no pocos católicos, por ejemplo, niegan que exista tal ser, al igual que niegan la existencia del infierno. Lo cual no quiere decir que no exista, claro. Como sostenía el poeta francés Charles Baudelaire, la gran estrategia del demonio consiste precisamente en persuadirnos de que no existe.

Creamos en él o no, lo seguro es que el demonio se halla presente en nuestra sociedad en mayor medida que Dios. Aun así, que nadie se asuste. Esto no convierte nuestras ciudades en un reino satánico, pero sí que parece dejar cierta huella en nuestro comportamiento y dice algo, no sé si mucho, de una comunidad de personas que asume cierta simpatía por el príncipe de la mentira mientras que Dios sigue abandonado en algún rincón que apenas recordamos.

Podría aducir numerosos ejemplos para corroborar lo que digo. Desde luego, en Mallorca sobran manifestaciones de todo tipo en el que el demonio es el auténtico protagonista. Para empezar, es la mascota del principal equipo deportivo de la isla, lo que no impidió ser recibidos por el papa Francisco en la conmemoración de su centenario. Pero dentro de poco, al iniciar el nuevo año, miles de personas acudirán en masa a las fiestas en conmemoración, en teoría, de san Antonio Abad. Una conmemoración aparente, pues será el diablo y sus danzas y ritos pirotécnicos el que asuma todo protagonismo. La demoníaca algarabía tiene incluso su punto de ternura al comprobar como centenares de chavales se disfrazan de diablillos, con sus cuernos y su capa roja, incluso en los colegios católicos, cuyo afán pastoral es cada vez más patético.

Pero no solo en los momentos festivos se percibe esa fascinación por lo maléfico. En el imaginario actual, demonios, vampiros y otros seres de esta misma ralea ya no son los malos de la película, sino que con frecuencia son las víctimas de la intolerancia y la incomprensión de los “normales”. Manda narices. Pero es que hay que reconocer que el aumento de la simpatía por los que son maléficos por esencia parece correlativa a nuestro gusto por la brutalidad más abyecta.weapon-424772_640

Reconozcamos que vivimos inmersos en un mundo en el que el mal y la violencia ya no solo se han banalizado, como apuntaba Hannah Arendt, sino que los hemos situado en una especie de realidad aumentada que nos sirve de estímulo constante y peligrosamente adictivo. Que nos atraiga lo prohibido no es nada nuevo, como no lo es la admiración por el criminal diligente, por quien persigue el crimen perfecto que burla a policías y jueces. Pero hoy da la impresión que la astucia del ladrón, que deja su guante a modo de desafío al inspector que lleva años tras él, ha dado paso a la violencia desmedida, al sexo duro y sin pasión, a la imagen que impacta, que permite visualizar el dolor ajeno, pero con la frialdad del forense que inicia su enésima autopsia. Cualquier espectáculo o serie televisiva que resulte una exaltación de la violencia o la estupidez humana tiene el éxito garantizado. ¿Tiene algún sentido tanta violencia? ¿Qué nos ocurre?

Es verdad que uno puede pensar que se trata de modas, de algo pasajero. O que forma parte de la condición humana, que en el fondo sentimos esta extraña fascinación por lo morboso y violento, pero que no debe preocuparnos. En un mundo desencantado como el nuestro, seguro que más de un lector sonreirá pensando en el título de este artículo. La verdad es que no tengo ninguna prueba que me permita demostrar algún origen sobrenatural en esa simiente de violencia que parece invadir todos los espacios. Pero debo confesar que tampoco tengo motivo alguno para descartar que Baudelaire tuviera razón.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 10 de noviembre de 2018

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