Saltar al contenido

Mes: noviembre 2019

Dios y Padre

sky sunset person silhouette
Photo by Pixabay on Pexels.com

Todo cristiano sabe que puede llamar padre a Dios. Gracias a Jesús se produjo esa adopción divina que nos permite una familiaridad inédita en otras religiones. Lo repetimos a diario (o así debería ser en todos los creyentes) al rezar el Padrenuestro o en cualquier otra oración personal o comunitaria. Para muchos, sin embargo, se trata de una fórmula que se repite como un mantra, sin ser apenas conscientes de lo que significa.

La mayoría de las religiones, sobre todo las monoteístas, plantean normalmente un tiempo futuro al que todos están llamados a formar parte. Un lugar en el que se convive en paz y respeto, gobernados por una figura divina con claros tintes paternalistas. Y ese ideal sirve, a su vez, como criterio moral. Es decir, esa visión del paraíso nos dice cómo debemos actuar en la vida terrena. En la medida de nuestras posibilidades y limitaciones, nuestra misión para merecer acceder a ese lugar primordial es intentar construir ese mismo paraíso en nuestro mundo, con todas las dificultades que ello comporta.

Ese ideal, que un cristiano puede fácilmente identificar con el Reino de los cielos, no es esencialmente distinto en otras religiones e incluso en ideologías utópicas que persiguen una sociedad igualitaria y feliz. La diferencia estriba en que, para el creyente religioso, ese ideal se corresponde con una realidad trascendente que, en nuestro caso, llamamos cielo. Para el seguidor de una ideología, no hay una correspondencia real de ese paraíso, ni en este mundo ni en otro. Simplemente es un modelo teórico al que hay que tender y por el que vale la pena luchar.

Aunque esta es –por decirlo de alguna manera– la teoría, en la práctica muchos cristianos entienden su fe como una lucha por ese Reino ya en la tierra, lo que se consigue a base de esfuerzo y de cumplir con aquellos preceptos morales que se derivan del evangelio. Esta postura conlleva en sí misma un peligro mortal para la fe: si nuestra misión es la construcción del Reino en la tierra y tenemos en la Sagrada Escritura las instrucciones de cómo hacerlo, ¿qué necesidad hay de la Iglesia, de los sacramentos e, incluso, de Dios?

man holding book
Photo by Rene Asmussen on Pexels.com

Esta postura tan aparentemente evangélica tiene, como vemos, un fundamento anticristiano evidente. En primer lugar, porque supone la entronización del hombre, capaz de labrar su futuro prescindiendo del Creador. Y, en segundo lugar, porque olvida que el Reino al que estamos llamados no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque nuestro acceso a él dependa de lo que sí hagamos en esta vida.

Desgraciadamente, como digo, son muchos los creyentes y bautizados que viven hoy como si Dios no existiera. Que buscan una vida feliz e incluso luchan por un mundo más justo, pero sin tener a Dios en el centro de su vida. Y uno de los motivos para que esto suceda es que Dios es percibido como una figura lejana o que sienten que coarta nuestra autonomía personal. En la medida que el hombre se ha hecho mayor de edad, no necesita esa tutela divina que, en el fondo, limita su creatividad y su libertad.

Esta actitud es más incomprensible cuando se da en católicos comprometidos, es decir, en aquellos bautizados que acceden a los sacramentos, colaboran en las parroquias o son catequistas. Posiblemente, esto ocurre porque, sumidos en sus tareas, han olvidado uno de los elementos centrales de la buena nueva de Jesús: nuestra filiación divina. Una filiación que no es una mera metáfora ni algo accesorio al mensaje evangélico. No es casual que fueran estas las primeras palabras de Jesús nada más resucitar, al encontrarse con María Magdalena: «vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Difícilmente puede decirse de forma más clara.

A partir de esta declaración debemos afirmar que Dios no es solo nuestro creador, la inteligencia que todo lo conoce, el ingeniero cósmico que ha diseñado el mundo, el Absoluto e inefable. Como tampoco es solo el que da la vida y la quita, el que permite el mal, el dolor y la muerte, aunque nos da la libertad y la autonomía para ser virtuosos o para pecar. Dios puede tener todos estos oficios y atribuciones y así lo creen muchas personas, pero lo primero que debe ver el cristiano es un Padre.

Cualquiera de nosotros ha podido tener un progenitor que haya sido un maestro exigente con sus alumnos, un juez estricto o un hábil artesano. Pero para nosotros, la imagen de nuestra madre o de nuestro padre es muy diferente de como la habrán visto los alumnos, litigadores o clientes que hayan acudido a ellos. Por esa misma razón, los cristianos vemos a Dios de forma muy distinta a aquellos que solo ven un creador, una energía cósmica o un soberano inmortal ante el que rendir cuentas. Para nosotros es, ante todo, Padre. De ahí que, incluso cuando es exigente porque hemos pecado, notemos su amor. Cuando padecemos o sufrimos por el dolor de alguien querido, no lo percibimos como un juez incorruptible, sino como alguien que nos acompaña. En los momentos de oscuridad y desesperanza, sabemos que Él sigue ahí, esperando como aquel padre misericordioso a su hijo pródigo (Lc 15, 20).

Cabe preguntarse, pues, por qué tantos cristianos viven sin caer en la cuenta de la fortuna que supone ser hijos de Dios. De ser amados por quien todo lo puede y tiene, además, la capacidad de amarnos infinitamente. Llamar Padre a Dios es mucho más que atribuirle una cualidad o un título. Pero llamarnos a nosotros hijos suyos es algo que, además, define nuestro ser y la razón de nuestro existir. Porque si no somos capaces de sentirlo como Padre, jamás alcanzaremos a sentir su amor, de la misma forma que seremos incapaces de amar como Él espera que lo hagamos, como hijos suyos.

Comentarios cerrados

Como piezas de un puzle

jigsaw puzzle
Photo by Magda Ehlers on Pexels.com

Si algo define a la mayoría de las religiones es que, de una u otra forma, intentan ofrecer un sentido a la existencia humana. El cristianismo, obviamente, no es una excepción. Pero esa oferta de sentido no se ofrece de forma clara e inmediata. No hay un libro sagrado o una fórmula que proclame en una frase «el sentido de la vida es X». La existencia humana es algo más complejo que una lavadora, de ahí que no exista un folleto con las instrucciones de uso.

Para entender cómo se manifiesta ese sentido en el cristianismo, podemos imaginar que ocurre de forma parecida a un puzle. No hace falta pensar en uno de esos puzles complicados, de mil o dos mil piezas minúsculas y de formas rabiosamente diferentes. Es suficiente con un puzle más bien sencillo, cuyas piezas casi se van colocando solas. Sin embargo, se trata de un puzle que tiene dos particularidades.

La primera es que carecemos de una referencia. No tenemos la caja del puzle con la imagen que pretendemos conseguir y, por tanto, no tenemos una idea clara de cuál va a ser el resultado final.

La segunda particularidad es que falta una pieza. Se trata de una pieza central, que obstaculizará la posibilidad de tener una visión completa de la imagen, aunque no impedirá poder montar el resto de puzle. Por mucho que indaguemos, algo seguirá siempre oculto, en el misterio. Si la imagen final que conseguimos ver conforma el sentido de nuestro existir, no podemos olvidar que, tras la pieza que no tenemos, se encuentra lo inaccesible e inabarcable. En nuestro puzle vital es ahí donde se nota la presencia de Dios.

person holding opened book
Photo by Eduardo Braga on Pexels.com

Al igual que las piezas del puzle, el cristianismo puede ser para muchos un conjunto de datos para ir encajando unos con otros: existe un Dios; Jesús, su hijo, resucitó en la Pascua y se encuentra presente en la Eucaristía; la Biblia contiene la revelación del plan de Dios etc. Es fácil contemplar estas verdades de fe como conceptos con cierta autonomía. Se puede creer en uno o en todos ellos, estudiarlos, aprenderlos de memoria. Pero si no los conectamos, si no vamos construyendo el puzle que todos ellos forman, nunca hallaremos realmente el sentido de nuestra fe.

Lo mismo ocurre si intentamos prescindir de algunas de estas piezas. Es verdad que, como hemos dicho, nos falta una. Pero precisamente por ello, no podemos prescindir de más. Si dejamos de lado la Eucaristía o negamos la historicidad de la resurrección o el aspecto sacrificial de la muerte de Jesús, la imagen final del puzle empieza a desdibujarse y, con ello, se difumina nuestra fe. Se vuelve vana, como dijo san Pablo a propósito de los que niegan la resurrección de Jesús (1 Co 15, 14).

Desgraciadamente, este proceso de deterioro a menudo ni siquiera se percibe. Esto es así porque una religión que no aporta sentido puede seguir funcionando por pura inercia, como terapia de autoayuda o como una asociación benéfica en la que nos sentimos cómodos. Obtenemos con ello una paz interior, un bienestar inmediato que oculta una fe moribunda. Es legítimo, e incluso humano, dudar. Sumergirse en la oscuridad del que se empeña en no ver cómo encaja aquella pieza que tiene ante sí pero que no parece significar nada. Pero es un error desechar esa pieza o renunciar a completar el rompecabezas, pues inmediatamente, el espacio que ocupa la duda es invadido por la podredumbre.

Renunciar a las piezas del puzle que no entendemos o que no nos agradan, supone renunciar al sentido que la religión nos da. Implica priorizar lo humano sobre lo divino, idolatrar nuestra superficialidad frente al misterio. Y todo ello sin darnos cuenta de que, quien renuncia al sentido, pierde lo más valioso que nos da la religión para seguir el rumbo en esta vida terrena: la esperanza.

Comentarios cerrados