
El mes de septiembre celebramos el mes de la Biblia al coincidir con la memoria de san Jerónimo, que celebramos el último día del mes. Sin embargo, tristemente son pocos los creyentes católicos que toman conciencia real de la importancia de la Biblia en la vida cotidiana de su fe. Posiblemente porque se trata de un libro o, mejor dicho, un conjunto de libros, largo, complejo y difícil de comprender para el creyente común, aunque sea una persona cultivada. Ello motiva, la mayoría de las veces, que acabe dejándose de lado, en una estantería, y como mucho su lectura se ciña a aquella parte que sin duda es el núcleo fundamental de nuestra fe: los evangelios y, en menor medida, el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Las referencias a la biblia hebrea que se suceden en el Nuevo Testamento se explican a través de notas a pie de página, con lo que las páginas del Antiguo Testamento quedan muchas veces sin abrir, salvo aquellas más comunes y conocidas, como las historias del Génesis, del Éxodo o los Salmos. Lo cierto es, sin embargo, que son numerosas las razones que nos llevan a pensar que, por mucho que nos parezca más accesible la Buena Nueva de Jesús que leer al profeta Jeremías, difícilmente resulta plenamente comprensible aquella si no se tiene en cuenta el relato de la antigua Alianza.

Una razón fundamental de la necesidad de conocer y leer la Biblia en su conjunto es porque nos ayuda a entender la génesis del propio cristianismo. Sin el conocimiento del relato veterotestamentario por parte de los contemporáneos de Jesús, la historia del nazareno posiblemente no habría ido mucho más allá de una vida trágica más, en un ambiente tensión y pobreza en la Palestina ocupada por los romanos, pero que al poco tiempo habría caído en el olvido. Solo desde la perspectiva judía, de las promesas y las expectativas del Antiguo Testamento, pudo verse en la vida de aquel judío corriente una vida singular y un sentido radical e insólito respecto a la tradición del judaísmo. Por el contrario, ese mismo relato, visto por un griego pagano, no hubiera ni siquiera llamado la atención o habría sido objeto de burla, como le ocurrió a Pablo de Tarso en el Areópago de Atenas (Hch 17, 22-34).
Pero el conocimiento del Antiguo Testamento no sirve solo para contextualizar el evangelio y las primeras comunidades creyentes, sino que nos ayuda también a entender quién era y cómo pensaba Jesús. Sin ese bagaje que era el conocimiento de la historia de la salvación que se había ido transmitiendo a lo largo de generaciones, y sin esa experiencia de siglos del pueblo judío, Jesús difícilmente habría sido quien fue. La novedad del evangelio se enraíza en el Antiguo Testamento de forma irreversible. Negar esto en cierta forma es negar la humanidad de Jesús y caer de bruces en la herejía del docetismo, que afirmaba la divinidad del Mesías negando su naturaleza humana, que veía como una ilusión, como si de un fantasma o un espectro se tratara. Naturalmente el Hijo de Dios podría no haber sido judío, o ni siquiera humano. Pero el punto central de nuestra fe es precisamente esa humanidad de la segunda persona trinitaria, y no un humano cualquiera —no existen humanos cualesquiera, existen Antonio, María, hijos de, nacidos en, etc.—, sino un judío de Galilea.

A todo esto añadiría algo más. Siempre se ha dicho que lo que nos revela el Nuevo Testamento se encuentra ya en el Antiguo de forma latente. De alguna forma, leer a Isaías o los Salmos seria como observar la semilla que va germinando para dar lugar al árbol que será el mensaje de Jesús. Aunque para los judíos esa semilla no fue suficiente para tener una idea de cómo sería ese árbol cuando desplegara sus ramas y permitiera cobijar a todos bajo su sombra, lo cierto es que en ella ya estaba ese árbol en un sentido potencial, no actual —dicho sea en el sentido aristotélico del acto y la potencia que la mayoría recordaremos de nuestras clases de filosofía del instituto—, y es en este sentido que podemos afirmar que el Verbo se encuentra ya en cierta manera en el Antiguo Testamento.
Esa imagen es tremendamente ilustrativa pero no es la única, pues de ceñirnos solo a ella parecería que esa primera parte de la Biblia, por fundamental y fundante que sea, forma parte de un pasado superado, como el árbol ha superado el estadio de semilla al que en ningún caso volverá. Y es obvio: si quiero estudiar el árbol, miraré el árbol; solo aquellos botánicos más sesudos profundizarán hasta el punto de diseccionar las semillas. Sin embargo, al hablar d ela Biblia esa visión no es completa, pues de ser así el Antiguo Testamento perdería una vitalidad que realmente no puede perder en la medida que es también Palabra de Dios y esta —no lo olvidemos en ningún momento— se define ella misma como viva y eficaz (Hb 4, 12). Tan es así que no solo el Antiguo Testamento sirve al Nuevo en cuanto que lo explica y contextualiza, sino que hasta cierto punto ayuda a su actualización y a su revitalización.
Pese a ser cronológicamente anterior, hallamos en el Antiguo Testamento libros que son de una modernidad que casi podríamos calificar de milagrosa. El libro de Job o el Eclesiastés pueden resultar al creyente de hoy más cercanos a su forma de pensar que la Primera Carta a los Corintios o que los Hechos de los Apóstoles. Lo cual no quiere decir que su lectura sea fácil ni que vayan a superar en las listas de éxitos ciertos manuales de coaching y de autoayuda. Pero sí que pueden permitir al lector creyente buscar nuevos caminos en la experiencia personal de la fe en un mundo secularizado y en el que la sensación de que Dios ha dejado de escucharnos parece cada vez más común. Naturalmente, ningún libro del Antiguo Testamento altera la centralidad del Evangelio en la fe cristiana, pero estoy seguro que sí permite reorientar esa fe en un momento en que la nave de la Iglesia padece la embestida de un temporal que no lleva trazas de cesar a corto plazo. Aunque nos parezca lejana, la historia del errante y a menudo castigado pueblo de Israel no es tan distinta a la nuestra.