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Mes: febrero 2021

¿Y si los humanos fuéramos el problema?

Las personas, a diferencia de los lobos o las serpientes, tenemos conciencia de ser lo que somos, lo que nos aporta la capacidad de reflexionar sobre nosotros y la realidad que nos rodea a la vez que nos permite tomar decisiones prácticas a partir de lo que sabemos. Esto nos hace sentir especiales, pero no necesariamente distintos de las otras especies, y es por ello que, desde hace milenios, mucha gente se ve como una parte más de la naturaleza.

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Pero esta visión no es universal. Las principales religiones monoteístas, como la cristiana, incluyen un relato sobre la creación del mundo en el que atribuyen a las personas un estatus superior al resto de seres vivos, pero no un poder absoluto. El papa Francisco lo deja claro en la encíclica Laudato si: Dios hace de la humanidad la administradora de su creación y eso implica tener que responder de su gestión.
Esta visión vicaria se rompe a partir de la Edad Moderna, cuando el ser humano comienza a entender la naturaleza prescindiendo de Dios. Al ver que es posible desplazar la divinidad para explicar el mundo, el individuo toma posesión del título de señor de lo creado y se atribuye el derecho a disponer de la naturaleza, explotarla y transformarla a voluntad, dejando de ser un simple administrador que tendrá que rendir cuentas con el dueño.
En un segundo paso, el individuo moderno echa a Dios de otros ámbitos de conocimiento, como el moral. Con esta jugada, la acción humana deja de tener otros límites que no sean los que las personas se imponen. A pesar de las buenas intenciones, esto acaba teniendo efectos inesperados y la humanidad pasa a ser el principal motivo de degradación ambiental, dispone de armas y tecnología que pueden extinguir la vida del planeta y logra la capacidad de transformar a su albedrío la naturaleza a través de la manipulación genética y la bioingeniería.
Pese a éxitos innegables, no es de extrañar que, ante estos peligros, hoy haya personas que defiendan la derrota -algunos hablan incluso de la extinción- de la humanidad a favor de la naturaleza. Pienso que no hay que ir tan lejos. En realidad, el problema no somos los humanos como especie, sino la acción de atribuirnos el título de señores del mundo. Es fácil aquí hacer memoria del relato bíblico de la desobediencia de Adán y Eva comiendo del árbol del bien y del mal que les permitiría, según la serpiente, ser como los dioses y dominar la creación.
Estos últimos siglos, la serpiente de la codicia ha seguido nutriendo la aspiración humana de ser los señores del universo. Pero hoy, más que la codicia, lo peor parece ser la ceguera que impide a la humanidad ver que todo esto se le está yendo de las manos. La mentalidad moderna nos hace despreciar los viejos relatos de la creación y así nos permite rehuir, como Adán y Eva, la pregunta que se nos dirige: «Porque lo has hecho?». Como en el Génesis, el silencio evidencia la culpabilidad. Al fin y al cabo, en el siglo XXI no somos tan diferentes de los habitantes del Edén y, como ellos, parece que hemos olvidado nuestro papel de administradores a favor de alguien con quien, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas .

(Traducción más o menos automática del artículo “I si els humans fóssim el problema ?«, publicado en el semanario Ara Balears el 23 de enero de 2021)

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La banalización de lo religioso

Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.

La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.

Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.

Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.

El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.

Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.

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Radicales

A la gente educada y respetable no le gusta que la califiquen de radical. Aunque este atributo no se puede considerar un insulto, está mejor visto ser moderado y situarse en el siempre saludable y conciliador término medio. Esta defensa del centro en una controversia a menudo obtiene un valor añadido de equilibrio y cordura que no siempre se justifica. Buscar el equilibrio entre el frío y el calor puede resultar tan sensato como es de idiotas defender la equidistancia entre el bien y el mal o entre ponerse dos zapatos o no llevar ninguno.

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Un efecto perverso de esta actitud miope es que a menudo se confunde el radical con el exaltado. Este último es el que provoca reacciones a los demás que los hacen actuar de forma irracional, con sentimientos de odio, indignación o compasión ante asuntos ajenos a sus intereses más inmediatos. Podemos comprobar el buen trabajo de los exaltados observando la conducta de muchos de nuestros conocidos cuando de forma repentina empiezan a pegar gritos ante el aparato de televisión. El exaltado genera con habilidad lo que los periódicos llaman crispación y que no es sino un subproducto más de la demagogia que usan muchas fuerzas políticas y grupos de opinión.
El radical, en cambio, es un ser marginal que se sitúa de forma consciente en un extremo, alejándose del término medio y ofreciendo una visión crítica de la realidad. El radical sencillamente cuestiona que lo que considera importante, como la verdad, la justicia o la belleza, deba someterse a una regla geométrica. No se opone a lo que la gente piensa, sino a lo que la gente da por bueno por haber ya sido pensado. El radical no busca imponer y por eso no siempre es coherente en todo lo que dice ni busca evitar contradicciones. Donde el demagogo persigue la adhesión, el radical se limita a predicar la conversión.
Como se puede intuir, la radicalidad por excelencia se da al ámbito político, pero también hay radicales en la religión o en el arte. Por otra parte, la radicalidad no se manifiesta sólo en una visión crítica de la realidad. Los desafíos radicales pueden adoptar otras formas. En el actual contexto de crispación y rabia contenida en tantos lugares, la capacidad de sentarse y hablar con personas que piensan de forma diferente puede ser también una forma de radicalidad.
El ámbito de la religión nos aporta ejemplos de radicalidad extrema, pero la visión secularizada de Occidente sólo da visibilidad a los que se fundamentan en el fanatismo y la violencia. En el caso del cristianismo, su aportación más radical no tiene que ver con la intolerancia sino con su mandato de perdonar a los demás y aprender a convivir con los que consideramos enemigos. Perdonar no supone olvidar ni cambiar la historia, pero si ensalzar la memoria de las injusticias vividas y permitir la derrota de la soberbia de los vencedores. Nada de esto parece sencillo, y más en un país que se resiste a cauterizar las viejas heridas de la guerra civil o del conflicto vasco. Por eso hay que reivindicar la figura de los radicales, porque son necesarios, aunque nunca dejarán de ser marginales.

(Traducción más o menos automática del artículo «Radicals«, publicado en el semanario Ara Balears el 26 de diciembre de 2020)

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