13 Mallorquines y Dios

Y un decimocuarto mallorquín, Alfredo M. Barceló Morey, un economista que hace unos años se empeñó en recopilar la opinión de un conjunto de mallorquines sobre Dios, de forma muy similar a la que realizó José María Gironella en el conjunto de España a finales de los años 60 del siglo pasado, cuando publicó 100 españoles y Dios.

En lugar de cien, el libro solo ha conseguido reunir la opinión de trece, que no son pocos en los tiempos que corren en nuestra isla. Pero la calidad de los participantes suple con creces ese menor número de participantes. En el libro, pueden encontrar las respuestas de Norberto Alcover, Camilo José Cela Conde, Carlos Garrido, Román Piña y, así, hasta llegar a los trece entrevistados, entre los que tengo el placer de estar incluido. Más allá de las opiniones de cada participante, diversas todas ellas, el libro no deja de ser un retrato de la sociedad isleña actual en la que descubrimos una mayoría de personas que se mueven entre el agnosticismo más o menos indiferente y un teísmo ecléctico y difuso. El creyente católico es una minoría y en no pocos casos participa de la confusión general tan propia de nuestra era postsecular.

Si algo se puede objetar al libro es el de plantear un sesgo que, por otro lado, resulta inevitable, pese a los sinceros esfuerzos del recopilador para minimizarlo. Este sesgo se percibe de forma inmediata cuando el lector ve que entre los trece participantes no hay ninguna mujer. curiosamente, según se concreta en la introducción del libro, no ha habido suerte en este sentido a la hora de conseguir que alguna mallorquina se prestara a este juego, casi descaradamente extravagante, de hablar de Dios.

Por otra parte, los participantes cumplen un perfil muy concreto y que resulta escasamente generalizable. La inmensa mayoría son personas de una trayectoria intelectual reconocida, profesores universitarios o de enseñanza secundaria y con cincuenta años pasados; muchos ya jubilados. Pero hay que entender también que no estamos ante un trabajo de campo en el ámbito de la sociología de la religión, sino ante un intento de reunir a un grupo de personas que se encuentren dispuestas a hablar de Dios. Algo que, salvo contadas excepciones como esta página web, es cada día más insólito.

Les dejo, a modo de muestra, mi intervención y les animo, por supuesto, a hacerse con su ejemplar.

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¿Cree usted en Dios? (En caso negativo, indicar la teoría que más le seduce en cuanto al posible origen de la Creación. En caso afirmativo, indicar si cree usted simplemente en un Dios-Creador, o si cree que ese Dios es también personal, es decir, relacionado de alguna manera con el hombre y con nuestra conciencia individual.)

Sí, creo en Dios. En singular, pues solo hay un Dios, aunque existan ídolos distintos a él, entes a los que los humanos divinizamos de alguna forma y rendimos culto (idolatría), como la salud, el dinero, el prestigio y tantos otros.

Aunque sea indemostrable, la hipótesis de la existencia de Dios es, a mi juicio, la más razonable para explicar la existencia del universo, desde la complejidad biológica de una célula al inmenso y enigmático vacío del cosmos. Caben otras hipótesis, todas ellas igualmente indemostrables, pero en general menos plausibles. Análogamente, cuando observamos formas de suelas de zapatos en el barro de un camino, alguien puede sostener que se trata de formas azarosas creadas por el agua y el viento, pero la mayoría considerará poco plausible esta hipótesis y creerá que alguien ha pasado por allí, aunque lleve horas esperando y no haya visto a nadie. Incluso cuando se trate de formas desconocidas pero regulares y dispuestas de forma uniforme, difícilmente nos conformaremos con la hipótesis del azar y buscaremos que ser vivo o qué tipo de fenómeno físico ha producido aquello. El universo en cualquiera de sus escalas se halla repleto de huellas de Dios, aunque algunos sigan pensando que todo es fruto de una desordenada sucesión de casualidades.

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Pero creer en Dios es algo más que sostener la razonabilidad de una hipótesis, como la de la existencia de universos paralelos o la suposición de que vivimos en una simulación al estilo de la trilogía cinematográfica The Matrix (1999-2003). Creer en un sentido religioso implica una creencia que transforma la vida del creyente, que lo convierte. Es por ello por lo que la fe no es tanto un proceso intelectual como una vivencia personal, una experiencia, a menudo originada de forma puntual por un acontecimiento crítico, que provoca esa conversión que, más adelante, da lugar a la creencia en un plano más intelectual. Diría que, por lo general, uno no se da cuenta de la existencia de Dios y se vuelve religioso, sino que al ser objeto de una experiencia espiritual llega a la conclusión de que lo que experimenta supone que debe existir Dios.

En este sentido, creer en Dios es en cierta forma equivalente a experimentar a Dios. Ello supone que Dios se nos presenta como un alguien, no como un algo. Dios es Otro, diferente de nosotros y de los demás, pero con quien interactuamos. Esa experiencia conforma la religiosidad humana. La mera creencia en un Dios creador o en el gran arquitecto del universo es una hipótesis atractiva intelectualmente, pero es espiritualmente vacía, no es una fe ni supone una experiencia religiosa en el sujeto.

Evidentemente, esto tiene importantes consecuencias. La primera de ellas es que, si experimentamos de alguna forma esa otredad de Dios, ello quiere decir que sigue presente y, de alguna manera, interviene en la historia humana. Dios nunca se ha desentendido de nosotros, sino que ha creado en el ser humano una cierta ansiedad de trascendencia, una agitación interior que solo logra apaciguarse precisamente ante la presencia divina en determinados momentos y espacios, que son los que definen aquello que denominamos sagrado. La segunda consecuencia es que esa búsqueda y ese retorno a Dios, que se produce en mayor o menor medida en esta vida terrena y que culminará tras superar la barrera de la muerte, ofrece un nuevo sentido a la vida humana. Vivimos para algo, para un fin superior a nosotros, para participar de la inmensidad de nuestro creador.

¿Cree usted que hay algo en nosotros que sobrevive a la muerte corporal? (Alma inmortal, premio y castigo, eternidad.)

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Que la muerte no es el final de nuestra existencia es algo hasta cierto punto lógico si asumimos la existencia de Dios como he defendido en la cuestión anterior. Dios no ha creado al ser humano como un entretenimiento, sino que ha pretendido una criatura a su imagen, en el sentido de crear un interlocutor, alguien en quien poder proyectar su amor y sentirse correspondido. En la medida que creamos esto, en que rechacemos la idea de que somos un juego de mesa divino para solaz de la corte celestial, es obvio que la muerte no puede tener la última palabra pues ello sumiría al ser humano en el sinsentido, en un devenir absurdo que resulta incompatible con la idea de un dios que ama a sus criaturas.

Creo, por tanto, que existe una eternidad en la que nos encontramos con Dios, si bien no puede descartarse que ese encuentro se vea frustrado por el rechazo del ser humano, asumiendo así una eternidad de espaldas al creador y a la plenitud de la existencia. El infierno sería, por tanto, una eternidad de desgarradora e insoportable insatisfacción. En este sentido, el juicio no sería tanto un proceso al estilo de los juicios humanos, sino más bien la confirmación de que podrán hallar a Dios aquellos que han creído en Él o, al menos, no lo han rechazado, no tanto en un sentido formal o intelectual, sino en el sentido de que han obrado pertinazmente en contra de su voluntad (Jn 3, 17-21).

¿Cree usted que Cristo era Dios? ¿En cualquier caso cómo sitúa el papel de Jesús de Nazareth en la historia del pensamiento y del hombre?

Como tantas otras, la divinidad de Cristo es una verdad de fe y que es difícil explicar o justificar racionalmente. Por otro lado, son pocas las personas que dudan de su historicidad, habida cuenta de los diferentes testimonios escritos, tanto cristianos como paganos. Lo cierto es, sin embargo, que Jesús de Nazaret fue en vida un personaje marginal que logró aglutinar un grupo de seguidores en la zona de Galilea pero que fue perdiendo empuje a medida que la gente dejó de ver en él al líder político anticolonial que pensaban que era. Al final, se arriesgó a predicar en Jerusalén criticando las autoridades religiosas del Templo y acabó ajusticiado como un vil criminal.

Sin embargo, fue en ese momento en el que comenzó todo. La noticia de su resurrección impulsó de nuevo a sus seguidores a relanzar su mensaje y a profundizar en sus palabras y sus acciones. Jesús estaba vivo y seguía con ellos en espíritu construyendo un Reino que nada tenía que ver con las estructuras de poder humanas. A partir de ahí, se inició un proceso de racionalización de lo que había ocurrido, un intento de explicar qué estaba ocurriendo con los cada vez más numerosos seguidores de Cristo y un esfuerzo por transmitir la experiencia de un grupo de hebreos a judíos mucho más helenizados y próximos culturalmente a los griegos y a otros paganos, cuyos referentes culturales eran muy diferentes de los de los seguidores del nazareno. Con el tiempo apareció la idea de la divinidad de Jesús y sus relaciones con el Dios hebreo, con el Padre. Y aparecieron diversas formas de entender esa naturaleza humana y divina de Cristo, muchas de ellas declaradas heréticas con el tiempo. La pregunta que subyace a todo ello, sin embargo, no es otra que pensar si es concebible que de la vida y muerte de un fracasado líder judío puede surgir una religión como el cristianismo, que llevó a miles de personas a sentirse fascinadas por la figura de Cristo hasta el punto de ser perseguidos y ajusticiados por no renunciar a esa nueva fe. Al igual que ocurrió en los primeros siglos del cristianismo, según como intentemos contestar a esta pregunta llegaremos fácilmente a dar por supuesto que Jesús no era un simple ser humano más.

¿Cree usted que el Concilio Vaticano II fue eficaz? En cualquier caso, ¿considera necesario algún tipo de renovación similar en la Iglesia Católica? 

Cuando en 1517 Lutero clavó sus famosas tesis en el portal de la Iglesia de Wittemberg posiblemente era factible pensar que existía una posibilidad de enderezar la situación en la Iglesia católica, pero al final triunfó la intransigencia por ambas partes y cuando llegó el Concilio de Trento, tarde, a partir de 1545, solo pudo certificar una ruptura más que consolidada.

Cuando en 1962 se inicia el Concilio Vaticano II la pretensión era llevar a cabo una actualización (aggiornamento) del papel de la Iglesia en un mundo agitado por las guerras mundiales, la amenaza nuclear y la industrialización y el consumismo. Es fácil criticar el concilio pensando que también se llegó tarde, pues su conclusión coincidió con una deserción en masa de millones de católicos hasta llegar al paisaje actual de iglesias semivacías. Muchas veces se oye aquello de que el Concilio pretendió abrir las puertas de la Iglesia para que entrara más gente y solo logró que la que había saliera de ella. Creo que esta apreciación es injusta, pues la actual secularización se había ya iniciado mucho antes y era difícil que un concilio la pudiera detener. Francamente, dudo mucho que la situación actual de la Iglesia fuera muy diferente si el Concilio no se hubiera celebrado. Creo que, con el tiempo, su importancia irá relativizándose.

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Todo ello no quiere decir que no considere importante que la Iglesia cambie y se adapte a los nuevos tiempos, evidentemente sin renunciar a lo que es nuclear de la fe cristiana ni a la idea de comunidad que peregrina unida. Otra cosa muy distinta es que los mecanismos tradicionales para ello, como los concilios o los sínodos, sirvan a ese fin. La realidad es que la Iglesia católica sigue instaurada en una estructura monárquica en la que un soberano y sus cortesanos son los que detentan un poder al que no están dispuestos a renunciar. Que la jerarquía eclesial se reúna consigo misma para decidir qué hacer no parece la forma más razonable de ejecutar grandes cambios, sobre todo cuando existe la sospecha de que es esa misma jerarquía la que obstaculiza la mayoría de los intentos de renovación.

¿A qué atribuye usted que la Iglesia española se vea perseguida periódicamente por una parte del pueblo español?

Aunque han existido persecuciones por causas diversas en momentos diferentes, actualmente no percibo que exista algún tipo de persecución hacia los creyentes más allá de algunas polémicas mediáticas de grupos muy concretos o ciertos miembros de la jerarquía. No creo equivocarme si digo que más del 80% de las personas de nuestro país viven como si la Iglesia no existiera, por mucho que les pese a algunos, que preferirían algún tipo de confrontación, aunque solo sirviera para hacer ver que están ahí.

¿En qué sentido cree usted que la ciencia, la técnica y la intercomunicación de los pueblos, influirán sobre lo que pueda restar del sentimiento religioso?

En un sentido estricto, no creo que vayan a tener una gran influencia. Vivimos en un mundo tecnificado y global en el que la religiosidad (término más adecuado y omnicomprensivo, a mi juicio, que el de sentimiento religioso) se ha mantenido en general, pese a la crisis de ciertas religiones institucionales y a la secularización general. Este proceso de secularización, que ha cambiado la forma como entendemos el mundo y las personas, tiene mucho que ver con el racionalismo y el conocimiento científico, pero los efectos que debía producir sobre la religiosidad ya se han producido.

Muy diferente es la aparición de una curiosa veneración por el conocimiento científico, que alimentaria la esperanza de que la humanidad puede lograr una salvación propia a partir de sus propios esfuerzos, llegando en algunos casos a pensar que la ciencia puede lograr la inmortalidad del ser humano, bien por su capacidad para mantener la vida de forma indefinida, bien por ser capaz de transferir la conciencia humana en algún tipo de soporte físico diferente al cuerpo humano. Son los defensores del transhumanismo o de los seres humanos mejorados con elementos electrónicos. Naturalmente, y sin perjuicio de la base científica que puede fundamentar tales posturas, en su conjunto no dejan de ser idolatrías que elevan a la ciencia y a la razón humana a la categoría de dioses.

En lo que se refiere a la influencia que puede tener la facilidad con la que contactamos con culturas distintas, sin duda ello aporta cambios en la religiosidad de un grupo al admitir posibles variantes o nuevos ritos y creencias exóticos que pueden gozar de mayor predicación en un momento dado. El eclecticismo actual que hallamos en no pocas personas que adaptan a una base más o menos cristiana creencias propias de otros cultos, como la admisión de la metempsicosis, o determinados ritos y prácticas ascéticas o de meditación, son un claro ejemplo de ello. Sin embargo, esta situación no es tan diferente de la convergencia de cultos y creencias que existían en el Imperio Romano en el siglo I de nuestra era. Que prácticas religiosas ajenas influyan en las grandes religiones del mundo es, hasta cierto punto, normal e incluso enriquecedor. Diferente es cuando la debilidad intrínseca de una religión se ve incapaz de detener un exceso de estas nuevas prácticas que pueden llevar a su propia destrucción. Algunas personas piensan que este es un peligro grave y real para el catolicismo hoy. Personalmente, no creo que los grandes peligros para el cristianismo europeo vengan por ahí.

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¿Ha experimentado usted alguna vivencia (enfermedad física, trauma psíquico, sensación de peligro, rapto o iluminación, conocimiento de culturas exóticas, etcétera) que haya influido en su actual vivencia religiosa?

No. Sin duda puede haber momentos concretos en mi vida que han influido en mi vivencia religiosa, pero ninguno puede ser calificado de traumático o extraordinario. Diferente es, entiendo yo, experimentar una mayor intensidad de la experiencia religiosa en momentos cruciales, sin que estos se vivan de forma traumática. Pienso, por ejemplo, en el día de la muerte de mi padre y en algunos momentos en los que me resultaba más perceptible la cercanía de Dios. Aunque fuera un momento fuerte no deja de ser, en cierta forma, una experiencia religiosa desde lo cotidiano.

Considerando que estamos en una sociedad totalmente secularizada ¿cuáles cree que son las principales aportaciones de las raíces cristianas a la legislación o jurisprudencia vigente?

Siempre se ha dicho que Occidente se sustenta fundamentalmente a partir de tres pilares: la filosofía grecolatina, el derecho romano y la Biblia. El cristianismo es una religión que surge en Asia pero que tiene un especial desarrollo en Europa, sin duda porque el Imperio Romano favorece su expansión y consolidación, siendo fácil diferenciar aspectos particulares del cristianismo occidental del de las iglesias orientales. Es inevitable que una parte importante de estos aspectos que han acabado definiendo el catolicismo y las iglesias surgidas de la reforma protestante presenten también rasgos e influencias propios de la filosofía grecolatina y del derecho romano, además de otros aspectos de origen judío. Ejemplos de ello son el platonismo de san Agustín, la configuración del sacramento del matrimonio, la constitución de las primeras comunidades cristianas, eminentemente urbanas y que tomaban como modelo los collegia romanos, o la propia organización interna de la Iglesia con sus obispos, presbíteros y diáconos. Pero a medida que esa nueva Iglesia iba consolidándose en el Imperio y a lo largo de la Antigüedad Tardía, acabaría influyendo también en los ordenamientos jurídicos y en el orden social en innombrables aspectos y situaciones, hasta el punto de que hoy es difícil encontrar una institución jurídica que no guarde alguna conexión con las raíces cristianas.

En cualquier caso, si hubiera que destacar una aportación especialmente relevante del cristianismo en el ámbito del Derecho yo apuntaría al concepto de persona y de dignidad humana y, relacionados con ella, a los derechos humanos universales. Esta aportación es importante e innovadora en la medida que reconoce un valor absoluto a la persona, que no puede ser objeto de instrumentalización o transacción. No se permite dominar a otra persona o esclavizarla, ni siquiera con el consentimiento de esta. Esto último va ligado a al hecho de que la persona se conciba como la unidad de cuerpo y alma —o, si lo prefieren, cuerpo y mente— sin que uno predomine sobre el otro. Con ello, la doctrina cristiana rechaza el dualismo de raíces platónicas que defiende que la humanidad del individuo se halla en su conciencia, en su voluntad, y que su cuerpo no es más que un envoltorio necesario para moverse e interactuar en un entorno físico. Esa visión dual, que la Iglesia rechaza, se encuentra hoy muy presente en las normas que permiten o legalizan determinadas decisiones en las que la voluntad prevalece sobre el cuerpo como son el suicidio asistido, la eutanasia o la denominada ideología de género, en la que se hace prevalecer con todos los efectos jurídicos el género de la persona (entendido como aquello que su mente o su voluntad siente que es) por encima del sexo físico con el que ha nacido esa persona.

Por otra parte, el cristianismo deja patente que esta visión de la persona y su dignidad no proviene de una decisión humana actual, histórica ni de un suceso primordial hipotético, sino que es así porque así lo ha querido Dios y lo ha expresado en la creación. El ser humano no se ha dado a sí mismo la dignidad, sino que es consustancial a su existencia. Esta visión fundamentó en su momento la idea de que existe un derecho natural que surge de esa voluntad divina y al que las leyes humanas deben sujetarse. Aunque hoy cueste a muchos admitir ese origen, a partir de esta idea de fundamentaron los derechos humanos universales que hoy conocemos, así como la persecución y condena de los crímenes de lesa humanidad, aunque los que los cometieran fueran autoridades y funcionarios cumpliendo las leyes de su país, como ocurrió en los conocidos juicios de Nuremberg.

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