Es muy probable que la gente de cierta edad recuerde todavía la lista de los pecados capitales de alguna catequesis de su infancia. Otros recordaran la magnífica interpretación de Morgan Freeman y Brad Pitt en una película de los años 90 del siglo pasado: Seven. El título hacía referencia precisamente a los siete pecados capitales, una lista de conductas que comúnmente son consideradas como simples malos hábitos que pueden considerarse incluso banales pero que, de persistir, pueden acabar dando lugar a otras conductas graves que sí serían pecados mortales. De ahí que se les llame capitales.
Tradicionalmente, los pecados capitales son los siguientes: la soberbia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula, la envidia y la avaricia. De estos siete pecados, este último, la avaricia, es uno de los que mejor explica esta fina línea que separa el vicio banal del ilícito moral grave. Es por ello por lo que empezaremos esta serie de entradas refiriéndonos a ese pecado.
Si echamos una ojeada al diccionario, veremos que en general la avaricia aparece como el afán excesivo o desordenado por poseer riquezas. Al referirnos a esa falta, no se censura tanto la posesión de bienes como tal sino la desmesura y, por tanto, es importante determinar cuando este legítimo afán por poseer bienes y riquezas pasa a ser excesivo y pecaminoso. Una cuestión que nos lleva a otra, ya que para saber hasta qué punto es excesivo ese afán es necesario saber respecto a qué es excesivo. Por poner un ejemplo, para una persona que viva en África central, la mera posesión de dos pares de zapatos puede parecer excesivo, cosa que para muchos de los que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, tal posesión nos parecería miserablemente trágica.

Por otro lado, y ciñéndonos a nuestro entorno cultural, observamos que el hecho de ser ahorrador y tender a acumular riqueza, lejos de verse con desdén, por lo general se considera un hábito virtuoso y un indicador éxito social. Tal percepción es en cierta forma perturbadora y lleva a menudo a definir la avaricia no como el simple afán de acumular riqueza sino como una conducta extrema que se opondría a otra de análoga radicalidad: la prodigalidad, es decir, el vicio de malgastar lo que se tiene hasta la ruina absoluta. Desde esta perspectiva, se diría que prodigalidad y avaricia son dos conductas radicales y que el comportamiento correcto se situaría, entonces, en un lugar intermedio entre ambas, tal vez algo más cerca de la avaricia ya que, como hemos dicho, la posesión de bienes es vista a priori como símbolo de éxito y de realización personal.
Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo con esta visión, extremadamente complaciente con el modelo económico dominante y, por eso, no pocos prefieren huir de este binomio avaricia-prodigalidad oponiendo la avaricia no a aquel otro vicio sino a una admirable virtud: la generosidad. Tal oposición era defendida ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, que definía la avaricia como una apetencia desordenada de riquezas que era en el fondo la raíz de todos los males, pues en su afán el avaro se olvida de los demás, sobre todo de los que tienen menos cosas o menos capacidades para vivir dignamente. La avaricia es una afrenta a la caridad.
El problema de esta visión actualmente es que, de hacerla nuestra, el comportamiento virtuoso parecería no tener límites y se opondría a la visión socioeconómica hoy dominante. Si se impusiera la generosidad en lugar del afán por enriquecerse, la gente rechazaría acumular riqueza y, por esa razón, posiblemente se sentiría poco incentivada para trabajar más allá de lo necesario, una cuestión que desde nuestro modelo económico es considerada herética.
Siendo más realistas, existiría todavía una tercera visión en relación con este tema de corte más subjetivo y que consiste en entender la avaricia como aquel afán de riqueza al que dejamos que gobierne nuestra vida. La avaricia transforma la persona que pasa a vivir con el único fin de ganar dinero, tanto si es para hacer ostentación de esa riqueza, como si es para ir discretamente acumulando patrimonio para sí mismo o sus descendientes. Se trata de dos formas de amor a la riqueza que no solamente atentan contra los demás –como apuntaba ya el aquinate– sino también contra uno mismo.
Siendo sinceros, no es muy probable que estas razones convenzan al avaro. No obstante, no está de más recordarle que nada se va a poder llevar cuando su paso por este mundo llegue a la meta. Y tarde o temprano esto pasará, para satisfacción de sus ansiosos herederos, que disfrutarán a su manera con todo lo que él habrá acumulado y que de nada le va a aprovechar.
Este artículo y los siguientes de la serie sobre Los pecados capitales han sido previamente publicados en catalán en la revista Llum d’Oli, de la Agrupació Cultural de Porreres (https://agrupacioculturalporreres.cat )