
Sabemos, porque nos lo dicen los informes oficiales y las ONG, que hay una parte importante de la población de nuestra ciudad o pueblo que vive en la pobreza y que este grupo de personas va creciendo. Pero, a menos que tengamos la mala suerte de formar parte de ella, en nuestra vida cotidiana apenas los veremos. No deja de ser un hecho curioso que, a pesar de aumentar su número, los pobres cada vez sean menos visibles para la gente que no lo es.
Alguien dirá que esto no es nada demasiado nuevo y que, al fin y al cabo, pobres siempre ha habido y es inevitable que sea así. El talento de las personas, la suerte y otros factores determinan que surjan desigualdades sociales que cada comunidad asume a su manera, otorgando a cada grupo un rol concreto. También los pobres han tenido su papel históricamente dentro del orden social establecido y han podido ser decisivos en momentos concretos, como cuando un rey necesitaba nutrir su ejército para declarar la guerra a un vecino.
La importancia de los pobres se ha mantenido a lo largo de los siglos, también con los estados liberales y democráticos. Los nuevos barrios de las ciudades industriales del siglo XIX no eran otra cosa que granjas de mano de obra de todo tipo y lista para llenar los talleres y las fábricas. No solía haber trabajo para todos y eso era bueno para el nuevo sistema ya que, si había un excedente de personas pobres, era fácil garantizar unos salarios bajos sin necesidad de hacer grandes esfuerzos en la mejora de las condiciones laborales. Después de todo, los obreros eran un recurso barato y fácilmente reemplazable.
«Aquí no sobra nadie» bien podría haber sido el lema del nuevo orden surgido de la revolución industrial. A lo largo del siglo XX la situación cambia un poco. El sistema funciona tan bien que se produce más de lo que se puede vender y esto provoca que no sólo se necesite mano de obra a buen precio, sino también consumidores que den salida a los productos que se fabrican. La solución es fantástica: como consumidores y trabajadores son los mismos, ahora ya no conviene que estos sean demasiado pobres. No sólo no sobra nadie sino que hemos descubierto el progreso -palabra que pronto es idolatrata- y sentimos que hemos acertado el buen camino.
Pero esta situación que parece que no se ha de acabar nunca ha comenzado a cambiar en las últimas décadas. Los robots hoy ya sustituyen los trabajadores de cuello azul en las fábricas y en breve la inteligencia artificial hará lo mismo con una buena parte de los de cuello blanco. La realidad es que cada vez se necesitan menos personas para producir cosas y esto es un problema. Incluso las guerras ya no necesitan ejercitos numerosos sino pilotos de drones e ingenieros que diseñen las llamadas armas letales autónomas, que funcionan sin intervención humana directa. La situación es insólita. Hasta ahora, en nuestras sociedades, incluso en las distopías imaginadas por autores como Huxley o Orwell, todo el mundo tenía una función, por miserable que fuera. No sobraba nadie. Pero hoy las cosas no son tan claras.
Como decíamos al principio, aunque sean poco visibles, hay a nuestro alrededor un excedente de personas que malviven de forma precaria, entre la asistencia social y la economía sumergida, en habitaciones alquiladas en viviendas degradadas o, a veces, ni eso. La reversión de su exclusión es complicada ya que difícilmente sustituirán un robot ni los reclutará un ejército para ir a la guerra. Y su número no deja de crecer, tanto para las crisis económicas internas como por los que se añaden desde fuera, llegando como inmigrantes, ilegales o no.
Desgraciadamente, lo peor para ellos aún no había llegado. La aparente invisibilidad que protegía los pobres dentro de su miseria se desvanece con la Covid-19 y este colectivo pasa a ser un problema de salud pública. No es casual que la mayor incidencia de la enfermedad se encuentre en los barrios donde viven estas personas, como ocurrió también a inicios del verano con los jornaleros del campo. Desgraciadamente, no es el único colectivo que ha ganado visibilidad con la pandemia. También la ha ganado otro colectivo casi invisible hasta ahora, el de los miles de ancianos que viven solos o en residencias.
En este momento de caos sanitario, parece que el sistema nos está enviando el mensaje de que no todos cabemos, de que alguna gente sobra. Nadie lo dice claramente, pero el mensaje comienza a tomar forma. Un mensaje que ni las pesadillas de Huxley o Orwell atrevieron a plasmar. Algo de nuestra avanzada y moderna civilización no acaba de funcionar bien y es hora de que empiecen a sonar las alarmas. Porque ni con la peor de las pandemias, ninguna persona debería poder ser declarada innecesaria. Aquí no debería sobrar nadie.
(Traducción más o menos automática del artículo «Aquí no sobra ningú«, publicado en el semanario Ara Balears el 28 de noviembre de 2020)