«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-18).
El evangelio de este Domingo XXIII sobre la corrección fraterna tiene elementos que llaman la atención más allá incluso del acto de caridad que es corregir al hermano, aunque con ello nos ganemos su eterna enemistad. El primero de ellos es el de la apelación a la comunidad. No deja de ser curiosa esa perspectiva asamblearia en la Iglesia que, obviamente, hoy no existe en absoluto. Al margen de otras consideraciones, es interesante este sistema como forma de resolución de conflictos en el seno de una comunidad local, hablando y debatiendo, sin tener que estar pendiente de una autoridad superior y ajena al grupo que decida. El problema de este tipo de mecanismos empieza desde el inicio, cuando hay que plantear a quién se convoca, es decir, quién forma parte de esa comunidad y quien no. Podemos imaginar la complicación que seria hoy en cualquier parroquia: ¿convocamos al censo de bautizados residentes? ¿O solo a los que acuden a misa? ¿Y los esporádicos? Lo que nos lleva a una pregunta más acuciante si cabe: ¿existe hoy entre la mayoría de los fieles que asisten a misa con cierta regularidad un sentido de comunidad? ¿O se trata más bien de un conjunto de personas que acuden a un mismo lugar en una misma hora y después vuelven a sus casas sin más?
Otro elemento curioso es la consecuencia de esa corrección fraterna para el irredimible que no se deja corregir: ser considerado pagano o publicano. ¿En serio? ¡Pero si Mateo era publicano! ¿Qué clase de sanción es esta? Jesús mismo era conocido por acercarse a paganos y a publicanos y, al final del evangelio, conmina a todos a evangelizar a todos los pueblos de la tierra.
Mt 18, 15 no es lo que parece, pues. No es un juicio hacia el insolidario, ni un reproche al que no se compromete o a aquel que solo busca su interés. Es una legítima forma de protección de la comunidad, una manera de alejar a aquellas personas que entorpecen su labor, pero que en ningún caso dejan de ser considerados hermanos. Se trata de una comunidad que se protege de forma clara, pero que lo hace con delicadeza, sin dejar de dar oportunidades al causante del problema, dejando claro que su exclusión, en el fondo, depende de él. Y que, en todo caso, sigue siendo digno del amor de sus semejantes.
Todo cristiano sabe que Jesús resucitó y así lo profesa cada domingo en la recitación del Credo. El día que celebramos la Pascua, esa expresión adquiere una especial notoriedad al ser el gran anuncio de la Iglesia peregrina y motivo de esperanza para todos. Pero, ¿nos paramos a menudo a pensar qué significa realmente ese acontecimiento? ¿Hasta qué punto creemos en la resurrección real de Jesucristo?
Desde sus inicios, la resurrección de Jesús ha sido puesta en tela de juicio. En la Biblia se nos cuenta como los judíos se apresuraron a difundir que se trataba de una invención de los seguidores de Jesús, los cuales habrían ocultado el cadáver de su Maestro para dar pábulo a esa creencia (Mt 28, 11-15). Esa presunta invención contrasta, sin embargo, con la generosidad de detalles en los evangelios, que hubieran sido fáciles de desmentir, como las frecuentes apariciones de Jesús, muchas de ellas extrañas, como las que se dedica a comer o aquellas en las que atraviesa las paredes como si de tratara de un fantasma.
Que los apóstoles y seguidores de Jesús contasen estas historias no era algo que pudiera esperarse de forma natural. En la cultura judía era común la creencia en la vida tras la muerte y en el ámbito helénico existían numerosas corrientes espiritualistas de corte platónico o gnóstico que creian en laexistencia de una identidad espiritual de la persona –el alma, la mente, el espíritu…– que podía pervivir cuando el cuerpo moría y que de alguna manera mantenía la esencia de aquel ser que había sido dado a luz en algún lugar del planeta. Sin embargo, estas concepciones antropológicas en boga en aquel momento rechazaban la idea de una resurrección corporal como la que plantea el evangelio. De hecho, no está de más recordar como los judíos eran los primeros que evitaban el contacto con un cadáver, que consideraban fuente de impureza.
Algo debió ocurrir, pues, para que los seguidores de Jesús hicieran correr la noticia de la resurrección de su Maestro, no solo en un sentido espiritual, sino también corporal, hasta el punto de hacerse presente y comer con ellos o dejarse tocar. Nada hubiera sido más fácil para esos seguidores que predicar la presencia del Espíritu de Dios o la fuerza de aquel Mesías que iba a regresar para liberar al pueblo oprimido. Optar por explicar la reaparición física de un ejecutado en la cruz era, sin duda, la peor idea, la forma más práctica de hacer el ridículo y de ser objeto de burla y desprecio. Si, pese a ello, lo hicieron e insistieron en ello, solo podía ser por tener un convencimiento real de lo sucedido, por tener claro que lo que ellos habían visto no era una alucinación.
No obstante, los bulos y las burlas de las autoridades del momento no han dejado de tener vigencia. Aún hoy se sigue negando esa realidad y no es difícil escuchar, incluso en algún púlpito, que la resurrección fue una experiencia religiosa de sus seguidores, una vivencia que dio lugar a un movimiento liberador, inspirado por el Espíritu Santo. Es decir, una experiencia subjetiva col·lectiva que, objetivamente, en el mundo de lo real, jamás ocurrió.
No hay forma de demostrar ese error, de la misma manera que no hay forma de acreditar fehacientemente la resurrección de Cristo –ni, dicho sea de paso, la historicidad del relato de la muerte de Sócrates o la de los devaneos de Salomón y la reina de Saba–, pero no deja de ser mucho suponer que una religión de casi dos mil años de antigüedad se deba a una alucinación colectiva de un grupo de galileos, algunos de ellos analfabetos, tras la traumática experiencia de ver como ejecutaban a su líder. Si Jesús no resucitó, ¿qué sentido tiene ser cristiano? ¿Qué aporta Cristo realmente a la humanidad? El amor, el perdón o la compasión som importantes, pero son valores que están en otras religiones. Si negamos la realidad de la resurrección de Jesús o el hecho de que este fuera realmente Dios, ser cristiano acaba siendo, como apuntó C. S. Lewis, el seguimiento y la exaltación de alguien que estaba loco de remate o algo peor.
Tras la muerte de Jesús llega el silencio del sábado. Se trata de un silencio roto que contrasta con el día de la Pascua judía, un día importante y alegre para todos aquellos que se encontraban en Jerusalén, o para casi todos. Una alegría que ahoga el dolor de María y las mujeres que acompañaron a Jesús hasta el final. Un jolgorio que contrasta con la pesada carga de vergüenza y cobardía de los seguidores de Jesús, que se refugiaron en la indiferencia de la multitud para no ser reconocidos. Es un sábado de silencio para aquellos que tuvieron puestas las esperanzas en un galileo bueno y que ahora sienten que todo ha acabado. No pudo ser.
Esa dolorosa decepción solo puede explicarse a partir de la constatación de que los seguidores de Jesús no lo veían como lo que era: el Hijo de Dios. Un hecho que es la clave para entender que no se trataba solo del ajusticiamiento de un inocente, sino de un acontecimiento cósmico que suponía la radical humanización de Dios hasta el punto de llegar a hacer aquello que en ningún caso Dios puede hacer: morir.
Pero ese acontecimiento cósmico pasó desapercibido aquella víspera de la Pascua judía de hace casi dos mil años, como pasa desapercibido hoy para tanta gente para los que este sábado no es más que un sábado más, un día festivo que aprovechamos para desconectar y olvidar. Hoy desconocemos también que ese acontecimiento cósmico sigue produciéndose, pues la muerte humana de Dios supera la dimensión temporal y no puede ser solo algo que pasó un día concreto de un año concreto. En su eternidad, las heridas de Jesús jamás cicatrizan.
Al vivir como si Dios no existiera, nos asentamos en un interminable Sábado Santo en el que el bullicio diario nos lleva a pensar que al final todo acaba en algún momento, que la vida sigue y que el mundo permanece en la misma indiferencia en la que muchos habremos vivido. Un bullicio que, en cualquier caso, no logrará ahogar del todo el vacío silencioso de nuestro interior. Salvo que seamos capaces de asomarnos a lo que ocurrió el tercer día…
En la transición entre el Jueves y el Viernes Santo, Jesús es prendido por las autoridades judías. El Evangelio de Mateo lo relata con todo detalle y finaliza esa narración con la frase que Tomas Halik calificó como la más triste del Evangelio: Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Jesús es abandonado en primer lugar por los que se decían sus amigos. En ese mismo Evangelio, Jesús clama por otro abandono, el de su Padre: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?
El dolor y la angustia de Jesús no son diferentes a las de tantos miles de personas que hoy y cada día viven su particular Viernes Santo. La tortura a la que sometieron a Jesús no fue peor de la que sufren miles de prisioneros en cárceles inhumanas a lo largo del planeta.
Jesús se mantuvo firme, pero muy lejos de ser un héroe o un mártir para una causa que en aquellos momentos apenas tenía seguidores. En la cruz, apenas pudieron escucharlo sus verdugos. Jesús muere solo en la víspera de la Pascua judía que tantas veces habría celebrado con su familia o sus amigos, y su muerte no tiene sentido, como no lo tiene la muerte de ningún inocente.
Cuando hoy caigamos en la tentación de querer entender el sentido de esa muerte, no estará de más meditar las palabras de Pablo de Tarso en su Carta a los Corintios:
“Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles (…) un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina, más fuerte que las personas”.
Para encontrar a Dios y el sentido a todo esto debemos buscar desde esa locura divina y no desde la sabiduria humana. Nadie dijo que fuera fácil.
Jueves Santo. La Iglesia celebra el día del Amor Fraterno para conmemorar la institución de la Eucaristía y el inicio del Triduo Pascual. Se trata de un día importante en el que las celebraciones y los ritos se suceden al ritmo de las procesiones, sin descanso, y este es solo el principio hasta el domingo de Resurrección. Ello nos lleva dejar de lado otros aspectos del relato evangélico que nos resultan menos llamativos, menos festivos. Pero están ahí.
El Jueves Santo es el día que Jesús cenó con sus amigos. Fue una cena de despedida, cargada de simbolismo y de recuerdos, pero también de perplejidad y anonadamiento. Un grupo de seguidores que seguían sin entender a su anfitrión. Uno de ellos lo traicionaría; los demás le darán la espalda. Jesús se va a quedar solo.
El Jueves Santo es la noche de Jesús. Es su soledad. En ningún momento el Dios encarnado ha sentido la pesada carga de su humanidad como en esa noche. El Cristo debe enfrentarse al dolor y a la muerte solo, como un hombre cualquiera. Como nos acabará ocurriendo a todos. La vida se vive en compañía solo hasta el penúltimo minuto. La muerte llega siempre en la soledad absoluta.
Jesús acepta la voluntad del Padre, sí, pero debe enfrentarse a la amarga indiferencia de sus seguidores. Su mayor tristeza no es dejar a sus amigos, sino darse cuenta de que estos no entienden el sentido de su sacrificio. Así ocurrió aquel Jueves Santo y vuelve a ocurrir en tantos lugares en el que Jesús se encuentra solo ante la miseria y el dolor de tantos otros crucificados, mientras las procesiones y las celebraciones siguen su camino, sin descanso.
El mes de septiembre celebramos el mes de la Biblia al coincidir con la memoria de san Jerónimo, que celebramos el último día del mes. Sin embargo, tristemente son pocos los creyentes católicos que toman conciencia real de la importancia de la Biblia en la vida cotidiana de su fe. Posiblemente porque se trata de un libro o, mejor dicho, un conjunto de libros, largo, complejo y difícil de comprender para el creyente común, aunque sea una persona cultivada. Ello motiva, la mayoría de las veces, que acabe dejándose de lado, en una estantería, y como mucho su lectura se ciña a aquella parte que sin duda es el núcleo fundamental de nuestra fe: los evangelios y, en menor medida, el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Las referencias a la biblia hebrea que se suceden en el Nuevo Testamento se explican a través de notas a pie de página, con lo que las páginas del Antiguo Testamento quedan muchas veces sin abrir, salvo aquellas más comunes y conocidas, como las historias del Génesis, del Éxodo o los Salmos. Lo cierto es, sin embargo, que son numerosas las razones que nos llevan a pensar que, por mucho que nos parezca más accesible la Buena Nueva de Jesús que leer al profeta Jeremías, difícilmente resulta plenamente comprensible aquella si no se tiene en cuenta el relato de la antigua Alianza.
Una razón fundamental de la necesidad de conocer y leer la Biblia en su conjunto es porque nos ayuda a entender la génesis del propio cristianismo. Sin el conocimiento del relato veterotestamentario por parte de los contemporáneos de Jesús, la historia del nazareno posiblemente no habría ido mucho más allá de una vida trágica más, en un ambiente tensión y pobreza en la Palestina ocupada por los romanos, pero que al poco tiempo habría caído en el olvido. Solo desde la perspectiva judía, de las promesas y las expectativas del Antiguo Testamento, pudo verse en la vida de aquel judío corriente una vida singular y un sentido radical e insólito respecto a la tradición del judaísmo. Por el contrario, ese mismo relato, visto por un griego pagano, no hubiera ni siquiera llamado la atención o habría sido objeto de burla, como le ocurrió a Pablo de Tarso en el Areópago de Atenas (Hch 17, 22-34).
Pero el conocimiento del Antiguo Testamento no sirve solo para contextualizar el evangelio y las primeras comunidades creyentes, sino que nos ayuda también a entender quién era y cómo pensaba Jesús. Sin ese bagaje que era el conocimiento de la historia de la salvación que se había ido transmitiendo a lo largo de generaciones, y sin esa experiencia de siglos del pueblo judío, Jesús difícilmente habría sido quien fue. La novedad del evangelio se enraíza en el Antiguo Testamento de forma irreversible. Negar esto en cierta forma es negar la humanidad de Jesús y caer de bruces en la herejía del docetismo, que afirmaba la divinidad del Mesías negando su naturaleza humana, que veía como una ilusión, como si de un fantasma o un espectro se tratara. Naturalmente el Hijo de Dios podría no haber sido judío, o ni siquiera humano. Pero el punto central de nuestra fe es precisamente esa humanidad de la segunda persona trinitaria, y no un humano cualquiera —no existen humanos cualesquiera, existen Antonio, María, hijos de, nacidos en, etc.—, sino un judío de Galilea.
A todo esto añadiría algo más. Siempre se ha dicho que lo que nos revela el Nuevo Testamento se encuentra ya en el Antiguo de forma latente. De alguna forma, leer a Isaías o los Salmos seria como observar la semilla que va germinando para dar lugar al árbol que será el mensaje de Jesús. Aunque para los judíos esa semilla no fue suficiente para tener una idea de cómo sería ese árbol cuando desplegara sus ramas y permitiera cobijar a todos bajo su sombra, lo cierto es que en ella ya estaba ese árbol en un sentido potencial, no actual —dicho sea en el sentido aristotélico del acto y la potencia que la mayoría recordaremos de nuestras clases de filosofía del instituto—, y es en este sentido que podemos afirmar que el Verbo se encuentra ya en cierta manera en el Antiguo Testamento.
Esa imagen es tremendamente ilustrativa pero no es la única, pues de ceñirnos solo a ella parecería que esa primera parte de la Biblia, por fundamental y fundante que sea, forma parte de un pasado superado, como el árbol ha superado el estadio de semilla al que en ningún caso volverá. Y es obvio: si quiero estudiar el árbol, miraré el árbol; solo aquellos botánicos más sesudos profundizarán hasta el punto de diseccionar las semillas. Sin embargo, al hablar d ela Biblia esa visión no es completa, pues de ser así el Antiguo Testamento perdería una vitalidad que realmente no puede perder en la medida que es también Palabra de Dios y esta —no lo olvidemos en ningún momento— se define ella misma como viva y eficaz (Hb 4, 12). Tan es así que no solo el Antiguo Testamento sirve al Nuevo en cuanto que lo explica y contextualiza, sino que hasta cierto punto ayuda a su actualización y a su revitalización.
Pese a ser cronológicamente anterior, hallamos en el Antiguo Testamento libros que son de una modernidad que casi podríamos calificar de milagrosa. El libro de Job o el Eclesiastés pueden resultar al creyente de hoy más cercanos a su forma de pensar que la Primera Carta a los Corintios o que los Hechos de los Apóstoles. Lo cual no quiere decir que su lectura sea fácil ni que vayan a superar en las listas de éxitos ciertos manuales de coaching y de autoayuda. Pero sí que pueden permitir al lector creyente buscar nuevos caminos en la experiencia personal de la fe en un mundo secularizado y en el que la sensación de que Dios ha dejado de escucharnos parece cada vez más común. Naturalmente, ningún libro del Antiguo Testamento altera la centralidad del Evangelio en la fe cristiana, pero estoy seguro que sí permite reorientar esa fe en un momento en que la nave de la Iglesia padece la embestida de un temporal que no lleva trazas de cesar a corto plazo. Aunque nos parezca lejana, la historia del errante y a menudo castigado pueblo de Israel no es tan distinta a la nuestra.