
Si algo define a la mayoría de las religiones es que, de una u otra forma, intentan ofrecer un sentido a la existencia humana. El cristianismo, obviamente, no es una excepción. Pero esa oferta de sentido no se ofrece de forma clara e inmediata. No hay un libro sagrado o una fórmula que proclame en una frase «el sentido de la vida es X». La existencia humana es algo más complejo que una lavadora, de ahí que no exista un folleto con las instrucciones de uso.
Para entender cómo se manifiesta ese sentido en el cristianismo, podemos imaginar que ocurre de forma parecida a un puzle. No hace falta pensar en uno de esos puzles complicados, de mil o dos mil piezas minúsculas y de formas rabiosamente diferentes. Es suficiente con un puzle más bien sencillo, cuyas piezas casi se van colocando solas. Sin embargo, se trata de un puzle que tiene dos particularidades.
La primera es que carecemos de una referencia. No tenemos la caja del puzle con la imagen que pretendemos conseguir y, por tanto, no tenemos una idea clara de cuál va a ser el resultado final.
La segunda particularidad es que falta una pieza. Se trata de una pieza central, que obstaculizará la posibilidad de tener una visión completa de la imagen, aunque no impedirá poder montar el resto de puzle. Por mucho que indaguemos, algo seguirá siempre oculto, en el misterio. Si la imagen final que conseguimos ver conforma el sentido de nuestro existir, no podemos olvidar que, tras la pieza que no tenemos, se encuentra lo inaccesible e inabarcable. En nuestro puzle vital es ahí donde se nota la presencia de Dios.

Al igual que las piezas del puzle, el cristianismo puede ser para muchos un conjunto de datos para ir encajando unos con otros: existe un Dios; Jesús, su hijo, resucitó en la Pascua y se encuentra presente en la Eucaristía; la Biblia contiene la revelación del plan de Dios etc. Es fácil contemplar estas verdades de fe como conceptos con cierta autonomía. Se puede creer en uno o en todos ellos, estudiarlos, aprenderlos de memoria. Pero si no los conectamos, si no vamos construyendo el puzle que todos ellos forman, nunca hallaremos realmente el sentido de nuestra fe.
Lo mismo ocurre si intentamos prescindir de algunas de estas piezas. Es verdad que, como hemos dicho, nos falta una. Pero precisamente por ello, no podemos prescindir de más. Si dejamos de lado la Eucaristía o negamos la historicidad de la resurrección o el aspecto sacrificial de la muerte de Jesús, la imagen final del puzle empieza a desdibujarse y, con ello, se difumina nuestra fe. Se vuelve vana, como dijo san Pablo a propósito de los que niegan la resurrección de Jesús (1 Co 15, 14).
Desgraciadamente, este proceso de deterioro a menudo ni siquiera se percibe. Esto es así porque una religión que no aporta sentido puede seguir funcionando por pura inercia, como terapia de autoayuda o como una asociación benéfica en la que nos sentimos cómodos. Obtenemos con ello una paz interior, un bienestar inmediato que oculta una fe moribunda. Es legítimo, e incluso humano, dudar. Sumergirse en la oscuridad del que se empeña en no ver cómo encaja aquella pieza que tiene ante sí pero que no parece significar nada. Pero es un error desechar esa pieza o renunciar a completar el rompecabezas, pues inmediatamente, el espacio que ocupa la duda es invadido por la podredumbre.
Renunciar a las piezas del puzle que no entendemos o que no nos agradan, supone renunciar al sentido que la religión nos da. Implica priorizar lo humano sobre lo divino, idolatrar nuestra superficialidad frente al misterio. Y todo ello sin darnos cuenta de que, quien renuncia al sentido, pierde lo más valioso que nos da la religión para seguir el rumbo en esta vida terrena: la esperanza.