La publicación de los Papeles de Panamá ha causado un importante revuelo en medio mundo. Básicamente, a la mitad del mundo que, al no verse obligada a pasar hambre, debe pagar impuestos para sufragar toda clase de estructuras burocrático-estatales. A la otra mitad, que no sabe si hoy podrá llegar a la cena con un poco de comida, todo esto le importa un bledo.
Pero a la primera mitad, en la que posiblemente se encuentre el lector de esta página (y en la que está el autor que esto escribe), este revuelo posiblemente le cause cierta satisfacción. Al fin y al cabo, toda esta historia tiene algo de Robin Hood, de un héroe -aquí en forma de hacker- que roba a los ricos y malvados en favor de los más pobres. Es verdad, dirán ustedes, que aquí solo se ha sustraído información y no dinero, pero no es menos cierto que tras la información, es posible que algún Estado se despierte e investigue, con lo que puede darse que alguno de los astutos y evasores ricos cuyo nombre sale en los papeles, acabe pagando fuertes sumas a la Hacienda Pública. Por tanto, aunque de forma remota, indirecta, algo de dinero se nos devolverá a todos.
Sin embargo, esta euforia algo canallesca de clase media no debe llevarnos a pensar que con ello la justicia triunfa de forma inevitable. Es verdad que alguna cosa cambia. La fragilidad de la informática asegura que determinadas opacidades pueden no serlo tanto, y que hay una elevada exposición al riesgo en muchas de estas operaciones cuando son llevadas a cabo por ciudadanos de países medianamente serios y con autoridades fiscales razonablemente eficaces.
No obstante, cuando para que se haga justicia debe ser necesaria la intervención de un Robin Hood, aunque sea titulado en informática, no nos encontramos solo ante un rico déspota, ni con un conjunto de ricos que evaden impuestos, sino que nos hallamos ante un sistema corrupto que tolera estos comportamientos. De no ser así, Robin Hood es innecesario.
Y esa tolerancia hacia estos comportamientos ilegales llega a ser incluso abiertamente justificada. Estos días, no es nada difícil escuchar analistas en los medios de comunicación que argumentan a favor de la existencia de estas «vías de escape fiscal» por la elevada carga tributaria de la mayoría de países occidentales. Llegan incluso a advertir de su eventual eliminación y los peligros que entraña: si no dejamos evadir impuestos a los ricos, se llevaran directamente su dinero a otra parte y dejarán de invertir en nuestro país.
Desconozco hasta que punto es real esta amenaza, aunque debo confesar que el argumento, que a veces he escuchado, de que subir los impuestos a los ricos les desincentiva para seguir siendo ricos, me ha parecido siempre algo arriesgado. Pero asumiendo que sea así, no estaría de más que los gobiernos europeos al menos tuvieran el detalle de reconocer que aquí los ricos no pagan impuestos. Nos gustará más o menos que nos lo digan, pero la evidencia es clara. Reconózcanlo de una vez: los impuestos, como las colas en los cines, no son para los ricos.
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