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Acercarse a la Biblia

opened book in selective focus photography
Photo by Luis Quintero on Pexels.com

La Biblia es el libro más difundido y traducido del mundo, aunque no es propiamente un libro sino un conjunto de ellos, escritos a lo largo de media docena de siglos. Posiblemente también sea uno de los libros más leídos, aunque esa lectura es desigual y, frente a otras confesiones, los católicos tienen fama (bastante fundada) de leerla poco. En la actualidad, la Biblia sigue sin leerse demasiado en países como España pues, aunque es verdad que la Iglesia Católica fomenta su lectura encarecidamente, cosa que no hacía siglos atrás, hoy el número de católicos dispuestos a leerla ha decaído tanto que el efecto de esa promoción apenas se nota.

Pese a todo, la Biblia sigue siendo un libro conocido y discutido, sobre todo en algunos pasajes concretos especialmente famosos (la creación del mundo, la salida de Egipto o todo lo referente a Jesús y su vida). Estos relatos no solo han sido objeto de representaciones artísticas e incluso de películas o espectáculos musicales, sino que a menudo son tema de debate en relación con su veracidad histórica o las diferentes interpretaciones tradicionales que se han sostenido y en la medida que, de una manera u otra, han moldeado el pensamiento occidental. Aun así, a menudo se tiene un conocimiento vago e inexacto de estos relatos, aunque de ese conocimiento nímio saquen sus interpretaciones y sus conclusiones, lógicamente erróneas y absurdas en muchos sentidos.

El caso de los relatos de la creación que encontramos en los tres primeros capítulos del Génesis es paradigmático de lo que estoy explicando. Aunque durante siglos haya sido tomado al pie de la letra, hoy prácticamente nadie sostiene la literalidad de estos relatos en el sentido de explicar el origen del universo o de la vida en nuestro planeta. Sin embargo, no pocos denostan estos relatos tildándolos de textos justificadores del patriarcado y del machismo, por ejemplo, o como una legitimación del expolio masivo de los recursos naturales. Como veremos, nada más lejos de la realidad.

Si preguntásemos a nuestros vecinos o a la gente que vemos por la calle, muchos de ellos, sobre todo si tienen más de cuarenta años, afirmarán conocer el relato de cómo Dios hizo el mundo en seis días y cómo creó a Adán y Eva. muy pocos sabrán, en cambio, que estos acontecimientos realmente pertenecen a dos relatos bíblicos diferentes, pues en el libro del Génesis no hay un solo relato de la creación, sino dos. Y los dos primeros humanos que conocemos como Adán y Eva solo aparecen en el segundo.

El capítulo primero del Génesis relata la creación del universo –los famosos seis días, al que se añade el de descanso– y en esa narración la historia del ser humano tiene un papel destacado pero con cierta accesoriedad. Es decir, el ser humano es creado casi en el último momento, a imagen y semejanza de Dios, para que mande sobre la creación. El humano es pues un elemento creado, pero extraño en el conjunto de la creación, a la que domina por su semejanza con la divinidad. En el segundo relato, en cambio, describe la creación del mundo y de la humanidad de forma muy distinta y dando una mayor preeminencia a los seres humanos. Nos relata el capítulo 2 del Génesis:

Cuando Yahvé Dios hizo la tierra y el cielo, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo. Entonces Yahvé Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.

Gn 2, 4b-7

Como vemos, en un mundo prácticamente sin vida, Dios crea al ser humano con la tierra existente. Una vez creado, Dios planta un jardín en Edén con toda clase de criaturas y en el que sitúa al hombre. Aquí no se indica nada de que el ser humano sea semejante a Dios ni se habla de una relación de dominación hacia lo creado. Pese a todo, hay un elemento importante y es que, en la creación de los animales, Dios cede el poder de darles nombre a aquel, con lo que de alguna manera lo hace partícipe de esa creación. Con ello el ser humano pasa a ser un colaborador de Dios en la creación del mundo, lo que entre otras cosas deja entrever que esa creación bíblica no es estática sino dinámica, inacabada y en evolución, algo que curiosamente resulta perfectamente compatible con las hipótesis evolucionistas que la ciencia actual sostiene como las más plausibles. Pero estas disquisiciones podría ser objeto de otra entrada.

Eve Tempts Adam by Wilhelm

Volviendo a la creación del hombre, observemos que este surge de la acción de Dios sobre la tierra (en hebreo adamah), de la que es creado el hombre (Adán). Adán, en hebreo, significa hombre o humano, en un sentido genérico, opuesto a lo no humano, no a la hembra. Hombre y mujer en el sentido sexual tienen en hebreo otros nombres (ish e ishá). El castellano no diferencia casi entre el concepto referido al ser humano respecto del espécimen masculino. Tenemos la distinción entre hombre y varón, pero es este último un término cada vez menos usual y por eso en las Biblias no suele traducirse ese matiz de forma clara como ocurre con otros idiomas, como el griego -que diferencia entre anthropos y aner– o en latín –homo y vir-.

Esto es importante para entender la continuación del relato y tener claro que la creación de Adan se refiere a la especie humana en general, sin que en ese momento exista una distinción sexual. Esa diferenciación vendrá después:

Se dijo luego Yahvé Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». Y Yahvé Dios modeló del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Le quitó una de las costillas y rellenó el vacío con carne. De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada».

Gn 2, 18-23

Dios crea el ser humano como un ser vivo destacado del resto, pero se da cuenta de que se siente solo. No es suficiente para aplacar esa soledad la convivencia con otros seres diferentes, sino que necesita la complementariedad de otro semejante. El humano de la Biblia no es un ser solitario, sino alguien que es propio de él relacionarse con otros, comunicar, hacer uso de un lenguaje y, en definitiva, crear cultura, un aspecto que claramente nos diferencia de otros seres vivos. El humano es un ser relacional y, por ello mismo, diverso. La diferenciación entre varón y hembra cumple esta directriz, pues ambos se complementan y permiten una plenitud recíproca.

Es importante observar que en todo este relato no hay el menor atisbo de dominación o preeminencia de uno sobre otro. Cierto que Adán aparece ahora sexuado como varón y que Eva surge de una costilla de aquel. También podría haber imaginado el narrador hebreo una especie de división parecida a la mitosis celular y que a Adán le diera un tembleque incontrolado hasta dividirse en dos seres distintos, pero posiblemente hace dos milenios la imaginación no daba para algo tan cinematográfico y propio de nuestro tiempo.

El orden natural de la creación parte de esa armonía querida por Dios. La mujer y el hombre se complementan encontrando así su plenitud existencial. No se trata de una necesidda biológica: el ser humano podía sobrevivir en su forma originaria, pero se sentía solo, su humanidad no era plena. Solo somos humanos en la medida que reconocemos a (y nos reconocemos en) otra personas.

Pero la realidad no es esta. Los humanos desde hace siglos nos relacionamos, pero en esa relación hay también dominación, opresión y violencia. la Biblia no desconoce esa realidad y la explica a partir del relato del primer acto de desobediencia que se da al comer el fruto del árbol prohibido. Con la desobediencia del ser humano, el orden primigenio se quiebra y Dios expulsa a sus criaturas del paraíso tras sentenciar lo que sigue:

A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará». Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás».

Gn 3, 16-19

Con ese pecado, se instaura un nuevo orden, pues la potencialidad del mal no va a desaparecer del horizonte humano. El hombre dominará a la mujer y este, a su vez, será un miserable dominado por otros hombres y por la propia creación. La dominación entre sexos o la alienación y la opresión de la humanidad no es el orden natural de la creación, como muchos piensan que la Biblia sostiene, sino el efecto de la mala elección humana en el ejercicio de su libertad.

En ningún caso estamos ante un tratado de historia. Se trata de un relato mítico en el que se condensa una profunda lección de antropologia. De todas formas, mi pretensión aquí se limita a poner un ejemplo de cómo la Biblia a menudo no dice aquello que muchos piensan, como que nos muestra un Dios masculino institucionalizando un patriarcado, aunque indudablemente esta interpretación haya existido y haya sido dominante durante siglos. Por tanto, si tuviera que sacar una conclusión de todo ello, esta no puede ser otra que invitarles a ir a la fuente principal, al texto bíblico, sin temores ni prejuicios, como si fuera la primera vez que lo leen. Con calma y tomando notas en una libreta, buscando algún buen comentario o un diccionario bíblico. Y exploren el texto, conscientes de que nadan en aguas en las que no van a hacer pie.

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Los pecados capitales (1): la avaricia

Es muy probable que la gente de cierta edad recuerde todavía la lista de los pecados capitales de alguna catequesis de su infancia. Otros recordaran la magnífica interpretación de Morgan Freeman y Brad Pitt en una película de los años 90 del siglo pasado: Seven. El título hacía referencia precisamente a los siete pecados capitales, una lista de conductas que comúnmente son consideradas como simples malos hábitos que pueden considerarse incluso banales pero que, de persistir, pueden acabar dando lugar a otras conductas graves que sí serían pecados mortales. De ahí que se les llame capitales.

Tradicionalmente, los pecados capitales son los siguientes: la soberbia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula, la envidia y la avaricia. De estos siete pecados, este último, la avaricia, es uno de los que mejor explica esta fina línea que separa el vicio banal del ilícito moral grave. Es por ello por lo que empezaremos esta serie de entradas refiriéndonos a ese pecado.

Si echamos una ojeada al diccionario, veremos que en general la avaricia aparece como el afán excesivo o desordenado por poseer riquezas. Al referirnos a esa falta, no se censura tanto la posesión de bienes como tal sino la desmesura y, por tanto, es importante determinar cuando este legítimo afán por poseer bienes y riquezas pasa a ser excesivo y pecaminoso. Una cuestión que nos lleva a otra, ya que para saber hasta qué punto es excesivo ese afán es necesario saber respecto a qué es excesivo. Por poner un ejemplo, para una persona que viva en África central, la mera posesión de dos pares de zapatos puede parecer excesivo, cosa que para muchos de los que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, tal posesión nos parecería miserablemente trágica.

Por otro lado, y ciñéndonos a nuestro entorno cultural, observamos que el hecho de ser ahorrador y tender a acumular riqueza, lejos de verse con desdén, por lo general se considera un hábito virtuoso y un indicador éxito social. Tal percepción es en cierta forma perturbadora y lleva a menudo a definir la avaricia no como el simple afán de acumular riqueza sino como una conducta extrema que se opondría a otra de análoga radicalidad: la prodigalidad, es decir, el vicio de malgastar lo que se tiene hasta la ruina absoluta. Desde esta perspectiva, se diría que prodigalidad y avaricia son dos conductas radicales y que el comportamiento correcto se situaría, entonces, en un lugar intermedio entre ambas, tal vez algo más cerca de la avaricia ya que, como hemos dicho, la posesión de bienes es vista a priori como símbolo de éxito y de realización personal.

Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo con esta visión, extremadamente complaciente con el modelo económico dominante y, por eso, no pocos prefieren huir de este binomio avaricia-prodigalidad oponiendo la avaricia no a aquel otro vicio sino a una admirable virtud: la generosidad. Tal oposición era defendida ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, que definía la avaricia como una apetencia desordenada de riquezas que era en el fondo la raíz de todos los males, pues en su afán el avaro se olvida de los demás, sobre todo de los que tienen menos cosas o menos capacidades para vivir dignamente. La avaricia es una afrenta a la caridad.

El problema de esta visión actualmente es que, de hacerla nuestra, el comportamiento virtuoso parecería no tener límites y se opondría a la visión socioeconómica hoy dominante. Si se impusiera la generosidad en lugar del afán por enriquecerse, la gente rechazaría acumular riqueza y, por esa razón, posiblemente se sentiría poco incentivada para trabajar más allá de lo necesario, una cuestión que desde nuestro modelo económico es considerada herética.

Siendo más realistas, existiría todavía una tercera visión en relación con este tema de corte más subjetivo y que consiste en entender la avaricia como aquel afán de riqueza al que dejamos que gobierne nuestra vida. La avaricia transforma la persona que pasa a vivir con el único fin de ganar dinero, tanto si es para hacer ostentación de esa riqueza, como si es para ir discretamente acumulando patrimonio para sí mismo o sus descendientes. Se trata de dos formas de amor a la riqueza que no solamente atentan contra los demás –como apuntaba ya el aquinate– sino también contra uno mismo.

Siendo sinceros, no es muy probable que estas razones convenzan al avaro. No obstante, no está de más recordarle que nada se va a poder llevar cuando su paso por este mundo llegue a la meta. Y tarde o temprano esto pasará, para satisfacción de sus ansiosos herederos, que disfrutarán a su manera con todo lo que él habrá acumulado y que de nada le va a aprovechar.

Este artículo y los siguientes de la serie sobre Los pecados capitales han sido previamente publicados en catalán en la revista Llum d’Oli, de la Agrupació Cultural de Porreres (https://agrupacioculturalporreres.cat )

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Resucitado

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Todo cristiano sabe que Jesús resucitó y así lo profesa cada domingo en la recitación del Credo. El día que celebramos la Pascua, esa expresión adquiere una especial notoriedad al ser el gran anuncio de la Iglesia peregrina y motivo de esperanza para todos. Pero, ¿nos paramos a menudo a pensar qué significa realmente ese acontecimiento? ¿Hasta qué punto creemos en la resurrección real de Jesucristo?

Desde sus inicios, la resurrección de Jesús ha sido puesta en tela de juicio. En la Biblia se nos cuenta como los judíos se apresuraron a difundir que se trataba de una invención de los seguidores de Jesús, los cuales habrían ocultado el cadáver de su Maestro para dar pábulo a esa creencia (Mt 28, 11-15). Esa presunta invención contrasta, sin embargo, con la generosidad de detalles en los evangelios, que hubieran sido fáciles de desmentir, como las frecuentes apariciones de Jesús, muchas de ellas extrañas, como las que se dedica a comer o aquellas en las que atraviesa las paredes como si de tratara de un fantasma.

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Que los apóstoles y seguidores de Jesús contasen estas historias no era algo que pudiera esperarse de forma natural. En la cultura judía era común la creencia en la vida tras la muerte y en el ámbito helénico existían numerosas corrientes espiritualistas de corte platónico o gnóstico que creian en laexistencia de una identidad espiritual de la persona –el alma, la mente, el espíritu…– que podía pervivir cuando el cuerpo moría y que de alguna manera mantenía la esencia de aquel ser que había sido dado a luz en algún lugar del planeta. Sin embargo, estas concepciones antropológicas en boga en aquel momento rechazaban la idea de una resurrección corporal como la que plantea el evangelio. De hecho, no está de más recordar como los judíos eran los primeros que evitaban el contacto con un cadáver, que consideraban fuente de impureza.

Algo debió ocurrir, pues, para que los seguidores de Jesús hicieran correr la noticia de la resurrección de su Maestro, no solo en un sentido espiritual, sino también corporal, hasta el punto de hacerse presente y comer con ellos o dejarse tocar. Nada hubiera sido más fácil para esos seguidores que predicar la presencia del Espíritu de Dios o la fuerza de aquel Mesías que iba a regresar para liberar al pueblo oprimido. Optar por explicar la reaparición física de un ejecutado en la cruz era, sin duda, la peor idea, la forma más práctica de hacer el ridículo y de ser objeto de burla y desprecio. Si, pese a ello, lo hicieron e insistieron en ello, solo podía ser por tener un convencimiento real de lo sucedido, por tener claro que lo que ellos habían visto no era una alucinación.

No obstante, los bulos y las burlas de las autoridades del momento no han dejado de tener vigencia. Aún hoy se sigue negando esa realidad y no es difícil escuchar, incluso en algún púlpito, que la resurrección fue una experiencia religiosa de sus seguidores, una vivencia que dio lugar a un movimiento liberador, inspirado por el Espíritu Santo. Es decir, una experiencia subjetiva col·lectiva que, objetivamente, en el mundo de lo real, jamás ocurrió.

No hay forma de demostrar ese error, de la misma manera que no hay forma de acreditar fehacientemente la resurrección de Cristo –ni, dicho sea de paso, la historicidad del relato de la muerte de Sócrates o la de los devaneos de Salomón y la reina de Saba–, pero no deja de ser mucho suponer que una religión de casi dos mil años de antigüedad se deba a una alucinación colectiva de un grupo de galileos, algunos de ellos analfabetos, tras la traumática experiencia de ver como ejecutaban a su líder. Si Jesús no resucitó, ¿qué sentido tiene ser cristiano? ¿Qué aporta Cristo realmente a la humanidad? El amor, el perdón o la compasión som importantes, pero son valores que están en otras religiones. Si negamos la realidad de la resurrección de Jesús o el hecho de que este fuera realmente Dios, ser cristiano acaba siendo, como apuntó C. S. Lewis, el seguimiento y la exaltación de alguien que estaba loco de remate o algo peor.

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Sábado Santo

Tras la muerte de Jesús llega el silencio del sábado. Se trata de un silencio roto que contrasta con el día de la Pascua judía, un día importante y alegre para todos aquellos que se encontraban en Jerusalén, o para casi todos. Una alegría que ahoga el dolor de María y las mujeres que acompañaron a Jesús hasta el final. Un jolgorio que contrasta con la pesada carga de vergüenza y cobardía de los seguidores de Jesús, que se refugiaron en la indiferencia de la multitud para no ser reconocidos. Es un sábado de silencio para aquellos que tuvieron puestas las esperanzas en un galileo bueno y que ahora sienten que todo ha acabado. No pudo ser.

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Esa dolorosa decepción solo puede explicarse a partir de la constatación de que los seguidores de Jesús no lo veían como lo que era: el Hijo de Dios. Un hecho que es la clave para entender que no se trataba solo del ajusticiamiento de un inocente, sino de un acontecimiento cósmico que suponía la radical humanización de Dios hasta el punto de llegar a hacer aquello que en ningún caso Dios puede hacer: morir.

Pero ese acontecimiento cósmico pasó desapercibido aquella víspera de la Pascua judía de hace casi dos mil años, como pasa desapercibido hoy para tanta gente para los que este sábado no es más que un sábado más, un día festivo que aprovechamos para desconectar y olvidar. Hoy desconocemos también que ese acontecimiento cósmico sigue produciéndose, pues la muerte humana de Dios supera la dimensión temporal y no puede ser solo algo que pasó un día concreto de un año concreto. En su eternidad, las heridas de Jesús jamás cicatrizan.

Al vivir como si Dios no existiera, nos asentamos en un interminable Sábado Santo en el que el bullicio diario nos lleva a pensar que al final todo acaba en algún momento, que la vida sigue y que el mundo permanece en la misma indiferencia en la que muchos habremos vivido. Un bullicio que, en cualquier caso, no logrará ahogar del todo el vacío silencioso de nuestro interior. Salvo que seamos capaces de asomarnos a lo que ocurrió el tercer día…

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Viernes Santo

En la transición entre el Jueves y el Viernes Santo, Jesús es prendido por las autoridades judías. El Evangelio de Mateo lo relata con todo detalle y finaliza esa narración con la frase que Tomas Halik calificó como la más triste del Evangelio: Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.

Jesús es abandonado en primer lugar por los que se decían sus amigos. En ese mismo Evangelio, Jesús clama por otro abandono, el de su Padre: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?

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El dolor y la angustia de Jesús no son diferentes a las de tantos miles de personas que hoy y cada día viven su particular Viernes Santo. La tortura a la que sometieron a Jesús no fue peor de la que sufren miles de prisioneros en cárceles inhumanas a lo largo del planeta.

Jesús se mantuvo firme, pero muy lejos de ser un héroe o un mártir para una causa que en aquellos momentos apenas tenía seguidores. En la cruz, apenas pudieron escucharlo sus verdugos. Jesús muere solo en la víspera de la Pascua judía que tantas veces habría celebrado con su familia o sus amigos, y su muerte no tiene sentido, como no lo tiene la muerte de ningún inocente.

Cuando hoy caigamos en la tentación de querer entender el sentido de esa muerte, no estará de más meditar las palabras de Pablo de Tarso en su Carta a los Corintios:

Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles (…) un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina, más fuerte que las personas”.

Para encontrar a Dios y el sentido a todo esto debemos buscar desde esa locura divina y no desde la sabiduria humana. Nadie dijo que fuera fácil.

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Jueves Santo

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Jueves Santo. La Iglesia celebra el día del Amor Fraterno para conmemorar la institución de la Eucaristía y el inicio del Triduo Pascual. Se trata de un día importante en el que las celebraciones y los ritos se suceden al ritmo de las procesiones, sin descanso, y este es solo el principio hasta el domingo de Resurrección. Ello nos lleva dejar de lado otros aspectos del relato evangélico que nos resultan menos llamativos, menos festivos. Pero están ahí.

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El Jueves Santo es el día que Jesús cenó con sus amigos. Fue una cena de despedida, cargada de simbolismo y de recuerdos, pero también de perplejidad y anonadamiento. Un grupo de seguidores que seguían sin entender a su anfitrión. Uno de ellos lo traicionaría; los demás le darán la espalda. Jesús se va a quedar solo.

El Jueves Santo es la noche de Jesús. Es su soledad. En ningún momento el Dios encarnado ha sentido la pesada carga de su humanidad como en esa noche. El Cristo debe enfrentarse al dolor y a la muerte solo, como un hombre cualquiera. Como nos acabará ocurriendo a todos. La vida se vive en compañía solo hasta el penúltimo minuto. La muerte llega siempre en la soledad absoluta.

Jesús acepta la voluntad del Padre, sí, pero debe enfrentarse a la amarga indiferencia de sus seguidores. Su mayor tristeza no es dejar a sus amigos, sino darse cuenta de que estos no entienden el sentido de su sacrificio. Así ocurrió aquel Jueves Santo y vuelve a ocurrir en tantos lugares en el que Jesús se encuentra solo ante la miseria y el dolor de tantos otros crucificados, mientras las procesiones y las celebraciones siguen su camino, sin descanso.

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