Parece que nunca ha sido tan difícil como hasta ahora creer en Dios. Sin embargo, incluso algunos siglos atrás, cuando la religión todavía permeaba buena parte del tejido social, creer en Dios seguía siendo para muchos una tarea complicada. Sin ir más lejos, en pleno siglo XVII Blaise Pascal ofrecía una fórmula sencilla para la desafección hacia la religión que observaba entre sus congéneres: «Volverla [a la religión] a hacer amable, hacer que los buenos deseen que sea verdadera y mostrar después que es verdadera».

Un primer aviso a navegantes de la apologética tradicional: aquí el orden de los factores afecta al resultado. Primero hay que promover el deseo y, solo después, acudir a la razón. Desgranemos, pues, los ingredientes de la receta para adecuarla a nuestras necesidades.
En primer lugar, es preciso conjurar la idea de que Dios o la religión es algo contrario a la razón. Que Dios se sitúe más allá de la razón es indiscutible, pero de ello no se deriva que se oponga a la misma. Tampoco la racionalidad humana obliga a rechazar la religión, aunque sí exige una actitud crítica, y esa crítica se vehicula a través del debate abierto y libre, alejado del fundamentalismo y la intransigencia.

Es importante pues que la Iglesia se acostumbre a ser un actor más en el mundo para propagar su mensaje y ello hoy solo es posible si acepta las reglas del juego y pasa a ser un interlocutor con las mismas condiciones que los demás. Esto no quiere decir que deba renunciar a su carácter sacramental y a su misión de depositaria y transmisora de la Revelación, pero esa transmisión hoy no es posible si no sitúa también en la plaza pública y en condiciones de igualdad con los demás.
En estas condiciones se abre la posibilidad de que la Iglesia se perciba por las personas ajenas a ella, pero también por sus propios miembros que con frecuencia sienten con incomodidad determinadas actitudes de intransigencia, no como un adversario o un oponente, sino como una alternativa razonable. A partir de esa religión “amable” en el sentido de Pascal, el creyente puede exponer su propuesta liberadora y ofrecer un nuevo sentido a la vida del hombre.
El matiz es importante: mientras que la apologética clásica pretendía esgrimir las armas de la razón para imponer la fe, nuestra propuesta debe ser la de llegar al corazón del hombre, remover su espíritu aletargado para promover en él el deseo de que ese nuevo sentido sea real, de desear que la religión de la Iglesia sea verdadera. al hacer surgir ese deseo, se le abrirá al hombre el camino que le llevará a la fe y que no por ello dejará de ser razonable.
Pero para emprender este camino es necesario promover una disposición especial de la persona hacia una dimensión, la espiritual, que resulta desconocida por parte de la racionalidad científica e instrumental que impera actualmente. Ese intento por estimular la curiosidad por lo espiritual y despertar de nuevo el deseo de Dios no está alejado, creo yo, de lo que el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium denomina, en un fantástico neologismo, primerear, “adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”, reconociendo que de nada sirven “los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón”.

La gran ventaja de buscar el deseo de Dios es que este encuentro inicia un nuevo momento en la vida de la persona, una transformación, pero no deja de ser un inicio, pues el deseo de Dios no se agota jamás. Este carácter inagotable permite que la transformación se realice también en nosotros mismos, en los que en principio estamos llamados a primerear, pues ese alimentar el deseo de Dios debe ser el elemento central de toda actividad pastoral o catequética, mientras que los demás aspectos de la religiosidad serán siempre secundarios o accesorios.
Lo que estoy diciendo puede parecer muy obvio, pero a menudo tengo la impresión de que en algunas partes la religión se sitúa por encima de Dios mismo, que la religión como institución, la Iglesia, los sacramentos, la liturgia, la moral, etc. son fines en sí mismos, corriendo entonces el riesgo de acabar teniendo una religión que puede subsistir sin Dios, como si Dios no existiera o no fuera más que un reclamo para captar adeptos. Es por esa razón fundamental que la transformación que opera el deseo de Dios se ejecute en nuestros corazones y que Dios tenga siempre un lugar central en nuestra vida y en la vida de las comunidades creyentes.