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Etiqueta: amor

Dios y Padre

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Todo cristiano sabe que puede llamar padre a Dios. Gracias a Jesús se produjo esa adopción divina que nos permite una familiaridad inédita en otras religiones. Lo repetimos a diario (o así debería ser en todos los creyentes) al rezar el Padrenuestro o en cualquier otra oración personal o comunitaria. Para muchos, sin embargo, se trata de una fórmula que se repite como un mantra, sin ser apenas conscientes de lo que significa.

La mayoría de las religiones, sobre todo las monoteístas, plantean normalmente un tiempo futuro al que todos están llamados a formar parte. Un lugar en el que se convive en paz y respeto, gobernados por una figura divina con claros tintes paternalistas. Y ese ideal sirve, a su vez, como criterio moral. Es decir, esa visión del paraíso nos dice cómo debemos actuar en la vida terrena. En la medida de nuestras posibilidades y limitaciones, nuestra misión para merecer acceder a ese lugar primordial es intentar construir ese mismo paraíso en nuestro mundo, con todas las dificultades que ello comporta.

Ese ideal, que un cristiano puede fácilmente identificar con el Reino de los cielos, no es esencialmente distinto en otras religiones e incluso en ideologías utópicas que persiguen una sociedad igualitaria y feliz. La diferencia estriba en que, para el creyente religioso, ese ideal se corresponde con una realidad trascendente que, en nuestro caso, llamamos cielo. Para el seguidor de una ideología, no hay una correspondencia real de ese paraíso, ni en este mundo ni en otro. Simplemente es un modelo teórico al que hay que tender y por el que vale la pena luchar.

Aunque esta es –por decirlo de alguna manera– la teoría, en la práctica muchos cristianos entienden su fe como una lucha por ese Reino ya en la tierra, lo que se consigue a base de esfuerzo y de cumplir con aquellos preceptos morales que se derivan del evangelio. Esta postura conlleva en sí misma un peligro mortal para la fe: si nuestra misión es la construcción del Reino en la tierra y tenemos en la Sagrada Escritura las instrucciones de cómo hacerlo, ¿qué necesidad hay de la Iglesia, de los sacramentos e, incluso, de Dios?

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Esta postura tan aparentemente evangélica tiene, como vemos, un fundamento anticristiano evidente. En primer lugar, porque supone la entronización del hombre, capaz de labrar su futuro prescindiendo del Creador. Y, en segundo lugar, porque olvida que el Reino al que estamos llamados no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque nuestro acceso a él dependa de lo que sí hagamos en esta vida.

Desgraciadamente, como digo, son muchos los creyentes y bautizados que viven hoy como si Dios no existiera. Que buscan una vida feliz e incluso luchan por un mundo más justo, pero sin tener a Dios en el centro de su vida. Y uno de los motivos para que esto suceda es que Dios es percibido como una figura lejana o que sienten que coarta nuestra autonomía personal. En la medida que el hombre se ha hecho mayor de edad, no necesita esa tutela divina que, en el fondo, limita su creatividad y su libertad.

Esta actitud es más incomprensible cuando se da en católicos comprometidos, es decir, en aquellos bautizados que acceden a los sacramentos, colaboran en las parroquias o son catequistas. Posiblemente, esto ocurre porque, sumidos en sus tareas, han olvidado uno de los elementos centrales de la buena nueva de Jesús: nuestra filiación divina. Una filiación que no es una mera metáfora ni algo accesorio al mensaje evangélico. No es casual que fueran estas las primeras palabras de Jesús nada más resucitar, al encontrarse con María Magdalena: «vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Difícilmente puede decirse de forma más clara.

A partir de esta declaración debemos afirmar que Dios no es solo nuestro creador, la inteligencia que todo lo conoce, el ingeniero cósmico que ha diseñado el mundo, el Absoluto e inefable. Como tampoco es solo el que da la vida y la quita, el que permite el mal, el dolor y la muerte, aunque nos da la libertad y la autonomía para ser virtuosos o para pecar. Dios puede tener todos estos oficios y atribuciones y así lo creen muchas personas, pero lo primero que debe ver el cristiano es un Padre.

Cualquiera de nosotros ha podido tener un progenitor que haya sido un maestro exigente con sus alumnos, un juez estricto o un hábil artesano. Pero para nosotros, la imagen de nuestra madre o de nuestro padre es muy diferente de como la habrán visto los alumnos, litigadores o clientes que hayan acudido a ellos. Por esa misma razón, los cristianos vemos a Dios de forma muy distinta a aquellos que solo ven un creador, una energía cósmica o un soberano inmortal ante el que rendir cuentas. Para nosotros es, ante todo, Padre. De ahí que, incluso cuando es exigente porque hemos pecado, notemos su amor. Cuando padecemos o sufrimos por el dolor de alguien querido, no lo percibimos como un juez incorruptible, sino como alguien que nos acompaña. En los momentos de oscuridad y desesperanza, sabemos que Él sigue ahí, esperando como aquel padre misericordioso a su hijo pródigo (Lc 15, 20).

Cabe preguntarse, pues, por qué tantos cristianos viven sin caer en la cuenta de la fortuna que supone ser hijos de Dios. De ser amados por quien todo lo puede y tiene, además, la capacidad de amarnos infinitamente. Llamar Padre a Dios es mucho más que atribuirle una cualidad o un título. Pero llamarnos a nosotros hijos suyos es algo que, además, define nuestro ser y la razón de nuestro existir. Porque si no somos capaces de sentirlo como Padre, jamás alcanzaremos a sentir su amor, de la misma forma que seremos incapaces de amar como Él espera que lo hagamos, como hijos suyos.

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El espejo y la cruz

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Conforme marca la tradición, tras el Carnaval sigue el tiempo de Cuaresma, en el que los cristianos nos preparamos espiritualmente para la festividad de la Pascua. Se trata de una sucesión engañosa pues realmente es la Cuaresma la que provoca el Carnaval, unos días en los que tradicionalmente se daba rienda suelta, entre otros, a los apetitos carnales, antes de entrar en un periodo de penitencia y rigor moral.  

Hace ya mucho tiempo que la secularización y el abandono generalizado de la fe cristiana provocó, en la inmensa mayoría de personas, el olvido de estas prácticas penitenciales, quedando en el recuerdo, casi como una curiosidad, la prescripción de no comer carne los viernes, o la de realizar algún ejercicio ascético del estilo de abandonar el tabaco o dejar de ver debates televisivos.  

Curiosamente, sin embargo, los rigores ascéticos de antaño se han vuelto a imponer con fines menos espirituales y hoy es legión la gente que abandona hábitos que considera nocivos y se somete a rigurosos ayunos y otros castigos corporales. La diferencia se encuentra, básicamente, en el objetivo pretendido, pues la preparación no es ya para la fiesta de la Pascua sino, en no pocas ocasiones, para la llegada del verano.  

Para empezar, el ayuno que se practica hoy resulta, sin ningún lugar a dudas, mucho más duro que el fijado por la Iglesia, que se limita a dos días al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, añadiendo la prohibición del consumo de carne durante los viernes de la Cuaresma. Una ridiculez incluso para el vegetariano poco practicante.  

Por otro lado, no podemos olvidar que el asceta moderno no solo se priva de estos alimentos, sino que con frecuencia los sustituye con comidas de gusto discutible, brebajes compuestos de vegetales de maridaje estrafalario y sesiones de castigo corporal en gimnasios o en los espacios públicos de las ciudades.  

Pero la diferencia entre estas prácticas no es solo de rigor. Si el ayuno del creyente busca la salud del alma, no puede decirse lo mismo del ayuno de muchos de nuestros congéneres, que desconocen la existencia de aquella y se centran en la salud corporal. Es evidente que, en muchos casos, tales hábitos conducen a una superficialidad alarmante y a una frustración evidente, pues no se conoce aún práctica ascética que lleve, no ya a la inmortalidad del cuerpo, sino a evitar el deterioro físico de la carne, la enfermedad o la fatiga propia del paso del tiempo.  

Sería injusto, sin embargo, pensar que todos los practicantes de estos rigores salutíferos no persiguen otra cosa que mejorar su aspecto físico. También se dan prácticas que buscan mejorar el autocontrol y el equilibrio mental, aunque entre estos no siempre hay una coincidencia de fines.  

Algunos siguen priorizando lo corporal e intentan que su mente se ponga al servicio de tal fin. Este es el caso de los que se preparan mentalmente para la realización de alguna proeza física extrema o para torcer la voluntad que se quiebra ante un mal hábito alimenticio o alguna adicción.  

Otros, en cambio, sí buscan la salud y el equilibrio mental de forma preferente, intentando dominar el cuerpo para que esté al servicio de ese fin y que, por tanto, sus contingencias y sus necesidades no perturben el equilibrio logrado. 

Si me permiten la metáfora, para los del primer grupo, la mente es el software que rige la persona (en su sentido puramente físico y material) y que debe adaptarse a sus necesidades. Para los del segundo grupo, en cambio, la persona tiene sobre todo una dimensión mental (algunos se atreverán a decir espiritual) que conforma su identidad, si bien necesita un soporte físico, un hardware, para poder desarrollarse. 

Para los primeros, lo que denominamos mente o conciencia es pura química, una estrategia biológica para que nuestro cuerpo se mantenga sano en un entorno natural en que el sobreviven los más fuertes o los que mejor se adaptan. En cambio, para el segundo grupo, la mente es algo distinto del cuerpo, aunque dependa de él para existir.  

El creyente incauto puede reconocer aquí una realidad familiar, el alma, pero debe tener en cuenta que tal trascendencia no necesariamente tendrá un carácter sobrenatural. En la medida en que la conciencia, nuestra identidad más personal, no es sino información contenida y procesada en nuestro cerebro, deberíamos poder ser capaces de copiarla, por ejemplo, cuando nuestro cuerpo se encuentra ya en un proceso de deterioro físico importante, e instalarla en una máquina que pudiera funcionar igual –o mejor– que el cerebro humano. Tal posibilidad puede parecer el delirio de un zumbado, pero quien la sostiene es, entre otros, Raymond Kurzweil, un reputado experto en inteligencia artificial y director de ingeniería de Google.  

Parecería, pues, que en la falsa religión posmoderna del transhumanismo vuelve a recuperarse algo tan propio de muchas religiones como es el ascetismo, en este caso con el fin de fomentar el cuidado de la mente, conciencia o como lo queramos denominar.   

No obstante, el paralelismo que puede hacerse de estas prácticas pseudoreligiosas con el viejo cristianismo pone de manifiesto una diferencia de calado. En el hombre moderno, tanto si se persigue la mejora física como la mental, el sentido final de todo ello es siempre uno mismo. Cuando el devoto seguidor de este nuevo humanismo se desloma en el gimnasio, o ejercita su equilibrio mental con el sonido de campanas tibetanas y arroyos imaginarios, no busca otra cosa que su interés, su bienestar.  

El cristiano, por el contrario, liga el ayuno –mucho más modesto– o la abstinencia con la limosna y la oración. Tiene claro que, si deja de comer carne los viernes, no es para venerar una vaca, sino porque con ello quiere contribuir a que su vecino más pobre pueda comerse algún día un bistec.  

Es muy posible que no todos los cristianos obren así, pero este es el fundamento de su práctica. La diferencia entre el hombre moderno y el creyente es que este último, cuando mira la pared, no busca un espejo, sino un crucifijo. Y en la cruz ve reflejada su familia, sus vecinos o sus compañeros. Y si ayuna, no piensa que con ello vivirá más años, sino que cree que ello puede contribuir a que su entorno viva mejor. Es importante remarcar, además, esta idea de proximidad, de ayudar al cercano a sabiendas que no va arreglar con ello todos los problemas del mundo, pero sí los del que está a su lado. Porque sabe que el exceso de idealismo puede llegar a ser tan vacío como el del narcisista que no se aparta del espejo. 

 

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 30 de marzo de 2019

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