Posiblemente, nunca había sido tan difícil creer en Dios como ahora. La mayor parte de las personas viven como si Dios no existiera y entre ellas podemos incluir a muchos de los que se definen como creyentes.
Las razones de esta actitud tienen mucho que ver con la forma que tenemos de entender a Dios y como, a partir de esta comprensión siempre imperfecta, intentamos dar respuesta a las preguntas que llevamos siglos planteando: ¿Qué espera Dios de nosotros? ¿Por qué nunca parece estar cuando se le necesita? ¿Por qué permite el mal? Y como suele pasar, cuando pensamos sobre Dios, inevitablemente acabamos preguntándonos también qué es el ser humano y el sentido de su existencia, si es realmente libre o si vive condicionado por la biología o por una instintiva tendencia al egoísmo y al mal.
Tomarse a Dios en serio, el libro que presento hoy a los lectores de mi blog es una invitación a atreverse a buscar sus propias respuestas y a entender que, pese a las ausencias y a los silencios de Dios, es un error eliminarlo de nuestra ecuación vital. Mi tesis es que si creemos que es plausible que exista un Dios creador y que nuestra existencia tiene algún sentido que Él conoce, no deja de ser una necedad por nuestra parte no tomárnoslo en serio.
Espero que lo disfruten
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«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-18).
El evangelio de este Domingo XXIII sobre la corrección fraterna tiene elementos que llaman la atención más allá incluso del acto de caridad que es corregir al hermano, aunque con ello nos ganemos su eterna enemistad. El primero de ellos es el de la apelación a la comunidad. No deja de ser curiosa esa perspectiva asamblearia en la Iglesia que, obviamente, hoy no existe en absoluto. Al margen de otras consideraciones, es interesante este sistema como forma de resolución de conflictos en el seno de una comunidad local, hablando y debatiendo, sin tener que estar pendiente de una autoridad superior y ajena al grupo que decida. El problema de este tipo de mecanismos empieza desde el inicio, cuando hay que plantear a quién se convoca, es decir, quién forma parte de esa comunidad y quien no. Podemos imaginar la complicación que seria hoy en cualquier parroquia: ¿convocamos al censo de bautizados residentes? ¿O solo a los que acuden a misa? ¿Y los esporádicos? Lo que nos lleva a una pregunta más acuciante si cabe: ¿existe hoy entre la mayoría de los fieles que asisten a misa con cierta regularidad un sentido de comunidad? ¿O se trata más bien de un conjunto de personas que acuden a un mismo lugar en una misma hora y después vuelven a sus casas sin más?
Otro elemento curioso es la consecuencia de esa corrección fraterna para el irredimible que no se deja corregir: ser considerado pagano o publicano. ¿En serio? ¡Pero si Mateo era publicano! ¿Qué clase de sanción es esta? Jesús mismo era conocido por acercarse a paganos y a publicanos y, al final del evangelio, conmina a todos a evangelizar a todos los pueblos de la tierra.
Mt 18, 15 no es lo que parece, pues. No es un juicio hacia el insolidario, ni un reproche al que no se compromete o a aquel que solo busca su interés. Es una legítima forma de protección de la comunidad, una manera de alejar a aquellas personas que entorpecen su labor, pero que en ningún caso dejan de ser considerados hermanos. Se trata de una comunidad que se protege de forma clara, pero que lo hace con delicadeza, sin dejar de dar oportunidades al causante del problema, dejando claro que su exclusión, en el fondo, depende de él. Y que, en todo caso, sigue siendo digno del amor de sus semejantes.
Mi segunda recomendación de lectura para este verano tiene un toque especial, diría incluso que nostálgico, porque me hace viajar a aquellos veranos de mi adolescencia en los que disfrutaba leyendo best-sellers de un género que se puso de moda en los 70 y 80, una suerte de novela histórica e investigación periodística cuyos exponentes más conocidos posiblemente fueron el tandem formado por Dominique Lapierre y Larry Collins.
Gracias a ellos y a su «Oh, Jerusalén», aprendí la historia de la creación del estado de Israel, algo que he podido recordar leyendo este magnífico libro de Jaime Vázquez Allegue, un ensayo literario -como lo califica el autor- en el que se nos narra esa misma historia como transfondo, mientras se expone con maestría el hallazgo de los Manuscritos del Mar Muerto.
El libro, editado por Arzalia, con más de 500 páginas, se lee como una novela de suspense, en un alarde de erudición y buena narrativa. El autor, Jaime Vázquez, es periodista y de los buenos (algo que se nota, y mucho), pero también es un reputado biblista, doctorado con una tesis sobre uno de estos manuscritos y, por tanto, autoridad en la materia, además de ser ampliamente conocido en nuestro país por ser el director de la revista Reseña Bíblica, publicación periódica de la Asociación Bíblica Española (ABE) editada por la Editorial Verbo Divino. Todo ello garantiza unas cuantas horas de buena lectura con un rigor historiográfico importante: aquí no encontraran ninguna cobertura conspiranoica a lo Dan Brown ni códigos bíblicos secretos para desvelar nada.
Como he dicho, la trama del libro es doble, pues narra la coincidencia temporal del descubrimiento fortuito de los primeros manuscritos, por parte de unos beduinos, y la agitada formación del Estado de Israel, con toda la tensión que conllevó en la región y que perdura aún hoy. Dos historias que inicialmente surgen desconectadas, pero que con el tiempo se cruzan y aquello que inicialmente fue un accidente que empezaba a tener una cierta trascendencia en el ámbito académico, acaba convirtiéndose en un asunto político de primer orden. Un libro que se lee con placer y que nos invita a profundizar en el que posiblemente sea el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX y que nos seguirá desvelando alguna sorpresa también a lo largo del siglo XXI.
La Biblia es el libro más difundido y traducido del mundo, aunque no es propiamente un libro sino un conjunto de ellos, escritos a lo largo de media docena de siglos. Posiblemente también sea uno de los libros más leídos, aunque esa lectura es desigual y, frente a otras confesiones, los católicos tienen fama (bastante fundada) de leerla poco. En la actualidad, la Biblia sigue sin leerse demasiado en países como España pues, aunque es verdad que la Iglesia Católica fomenta su lectura encarecidamente, cosa que no hacía siglos atrás, hoy el número de católicos dispuestos a leerla ha decaído tanto que el efecto de esa promoción apenas se nota.
Pese a todo, la Biblia sigue siendo un libro conocido y discutido, sobre todo en algunos pasajes concretos especialmente famosos (la creación del mundo, la salida de Egipto o todo lo referente a Jesús y su vida). Estos relatos no solo han sido objeto de representaciones artísticas e incluso de películas o espectáculos musicales, sino que a menudo son tema de debate en relación con su veracidad histórica o las diferentes interpretaciones tradicionales que se han sostenido y en la medida que, de una manera u otra, han moldeado el pensamiento occidental. Aun así, a menudo se tiene un conocimiento vago e inexacto de estos relatos, aunque de ese conocimiento nímio saquen sus interpretaciones y sus conclusiones, lógicamente erróneas y absurdas en muchos sentidos.
El caso de los relatos de la creación que encontramos en los tres primeros capítulos del Génesis es paradigmático de lo que estoy explicando. Aunque durante siglos haya sido tomado al pie de la letra, hoy prácticamente nadie sostiene la literalidad de estos relatos en el sentido de explicar el origen del universo o de la vida en nuestro planeta. Sin embargo, no pocos denostan estos relatos tildándolos de textos justificadores del patriarcado y del machismo, por ejemplo, o como una legitimación del expolio masivo de los recursos naturales. Como veremos, nada más lejos de la realidad.
Si preguntásemos a nuestros vecinos o a la gente que vemos por la calle, muchos de ellos, sobre todo si tienen más de cuarenta años, afirmarán conocer el relato de cómo Dios hizo el mundo en seis días y cómo creó a Adán y Eva. muy pocos sabrán, en cambio, que estos acontecimientos realmente pertenecen a dos relatos bíblicos diferentes, pues en el libro del Génesis no hay un solo relato de la creación, sino dos. Y los dos primeros humanos que conocemos como Adán y Eva solo aparecen en el segundo.
El capítulo primero del Génesis relata la creación del universo –los famosos seis días, al que se añade el de descanso– y en esa narración la historia del ser humano tiene un papel destacado pero con cierta accesoriedad. Es decir, el ser humano es creado casi en el último momento, a imagen y semejanza de Dios, para que mande sobre la creación. El humano es pues un elemento creado, pero extraño en el conjunto de la creación, a la que domina por su semejanza con la divinidad. En el segundo relato, en cambio, describe la creación del mundo y de la humanidad de forma muy distinta y dando una mayor preeminencia a los seres humanos. Nos relata el capítulo 2 del Génesis:
Cuando Yahvé Dios hizo la tierra y el cielo, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo. Entonces Yahvé Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.
Gn 2, 4b-7
Como vemos, en un mundo prácticamente sin vida, Dios crea al ser humano con la tierra existente. Una vez creado, Dios planta un jardín en Edén con toda clase de criaturas y en el que sitúa al hombre. Aquí no se indica nada de que el ser humano sea semejante a Dios ni se habla de una relación de dominación hacia lo creado. Pese a todo, hay un elemento importante y es que, en la creación de los animales, Dios cede el poder de darles nombre a aquel, con lo que de alguna manera lo hace partícipe de esa creación. Con ello el ser humano pasa a ser un colaborador de Dios en la creación del mundo, lo que entre otras cosas deja entrever que esa creación bíblica no es estática sino dinámica, inacabada y en evolución, algo que curiosamente resulta perfectamente compatible con las hipótesis evolucionistas que la ciencia actual sostiene como las más plausibles. Pero estas disquisiciones podría ser objeto de otra entrada.
Volviendo a la creación del hombre, observemos que este surge de la acción de Dios sobre la tierra (en hebreo adamah), de la que es creado el hombre (Adán). Adán, en hebreo, significa hombre o humano, en un sentido genérico, opuesto a lo no humano, no a la hembra. Hombre y mujer en el sentido sexual tienen en hebreo otros nombres (ish e ishá). El castellano no diferencia casi entre el concepto referido al ser humano respecto del espécimen masculino. Tenemos la distinción entre hombre y varón, pero es este último un término cada vez menos usual y por eso en las Biblias no suele traducirse ese matiz de forma clara como ocurre con otros idiomas, como el griego -que diferencia entre anthropos y aner– o en latín –homo y vir-.
Esto es importante para entender la continuación del relato y tener claro que la creación de Adan se refiere a la especie humana en general, sin que en ese momento exista una distinción sexual. Esa diferenciación vendrá después:
Se dijo luego Yahvé Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». Y Yahvé Dios modeló del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Le quitó una de las costillas y rellenó el vacío con carne. De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada».
Gn 2, 18-23
Dios crea el ser humano como un ser vivo destacado del resto, pero se da cuenta de que se siente solo. No es suficiente para aplacar esa soledad la convivencia con otros seres diferentes, sino que necesita la complementariedad de otro semejante. El humano de la Biblia no es un ser solitario, sino alguien que es propio de él relacionarse con otros, comunicar, hacer uso de un lenguaje y, en definitiva, crear cultura, un aspecto que claramente nos diferencia de otros seres vivos. El humano es un ser relacional y, por ello mismo, diverso. La diferenciación entre varón y hembra cumple esta directriz, pues ambos se complementan y permiten una plenitud recíproca.
Es importante observar que en todo este relato no hay el menor atisbo de dominación o preeminencia de uno sobre otro. Cierto que Adán aparece ahora sexuado como varón y que Eva surge de una costilla de aquel. También podría haber imaginado el narrador hebreo una especie de división parecida a la mitosis celular y que a Adán le diera un tembleque incontrolado hasta dividirse en dos seres distintos, pero posiblemente hace dos milenios la imaginación no daba para algo tan cinematográfico y propio de nuestro tiempo.
El orden natural de la creación parte de esa armonía querida por Dios. La mujer y el hombre se complementan encontrando así su plenitud existencial. No se trata de una necesidda biológica: el ser humano podía sobrevivir en su forma originaria, pero se sentía solo, su humanidad no era plena. Solo somos humanos en la medida que reconocemos a (y nos reconocemos en) otra personas.
Pero la realidad no es esta. Los humanos desde hace siglos nos relacionamos, pero en esa relación hay también dominación, opresión y violencia. la Biblia no desconoce esa realidad y la explica a partir del relato del primer acto de desobediencia que se da al comer el fruto del árbol prohibido. Con la desobediencia del ser humano, el orden primigenio se quiebra y Dios expulsa a sus criaturas del paraíso tras sentenciar lo que sigue:
A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará». Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás».
Con ese pecado, se instaura un nuevo orden, pues la potencialidad del mal no va a desaparecer del horizonte humano. El hombre dominará a la mujer y este, a su vez, será un miserable dominado por otros hombres y por la propia creación. La dominación entre sexos o la alienación y la opresión de la humanidad no es el orden natural de la creación, como muchos piensan que la Biblia sostiene, sino el efecto de la mala elección humana en el ejercicio de su libertad.
En ningún caso estamos ante un tratado de historia. Se trata de un relato mítico en el que se condensa una profunda lección de antropologia. De todas formas, mi pretensión aquí se limita a poner un ejemplo de cómo la Biblia a menudo no dice aquello que muchos piensan, como que nos muestra un Dios masculino institucionalizando un patriarcado, aunque indudablemente esta interpretación haya existido y haya sido dominante durante siglos. Por tanto, si tuviera que sacar una conclusión de todo ello, esta no puede ser otra que invitarles a ir a la fuente principal, al texto bíblico, sin temores ni prejuicios, como si fuera la primera vez que lo leen. Con calma y tomando notas en una libreta, buscando algún buen comentario o un diccionario bíblico. Y exploren el texto, conscientes de que nadan en aguas en las que no van a hacer pie.
Todo cristiano sabe que Jesús resucitó y así lo profesa cada domingo en la recitación del Credo. El día que celebramos la Pascua, esa expresión adquiere una especial notoriedad al ser el gran anuncio de la Iglesia peregrina y motivo de esperanza para todos. Pero, ¿nos paramos a menudo a pensar qué significa realmente ese acontecimiento? ¿Hasta qué punto creemos en la resurrección real de Jesucristo?
Desde sus inicios, la resurrección de Jesús ha sido puesta en tela de juicio. En la Biblia se nos cuenta como los judíos se apresuraron a difundir que se trataba de una invención de los seguidores de Jesús, los cuales habrían ocultado el cadáver de su Maestro para dar pábulo a esa creencia (Mt 28, 11-15). Esa presunta invención contrasta, sin embargo, con la generosidad de detalles en los evangelios, que hubieran sido fáciles de desmentir, como las frecuentes apariciones de Jesús, muchas de ellas extrañas, como las que se dedica a comer o aquellas en las que atraviesa las paredes como si de tratara de un fantasma.
Que los apóstoles y seguidores de Jesús contasen estas historias no era algo que pudiera esperarse de forma natural. En la cultura judía era común la creencia en la vida tras la muerte y en el ámbito helénico existían numerosas corrientes espiritualistas de corte platónico o gnóstico que creian en laexistencia de una identidad espiritual de la persona –el alma, la mente, el espíritu…– que podía pervivir cuando el cuerpo moría y que de alguna manera mantenía la esencia de aquel ser que había sido dado a luz en algún lugar del planeta. Sin embargo, estas concepciones antropológicas en boga en aquel momento rechazaban la idea de una resurrección corporal como la que plantea el evangelio. De hecho, no está de más recordar como los judíos eran los primeros que evitaban el contacto con un cadáver, que consideraban fuente de impureza.
Algo debió ocurrir, pues, para que los seguidores de Jesús hicieran correr la noticia de la resurrección de su Maestro, no solo en un sentido espiritual, sino también corporal, hasta el punto de hacerse presente y comer con ellos o dejarse tocar. Nada hubiera sido más fácil para esos seguidores que predicar la presencia del Espíritu de Dios o la fuerza de aquel Mesías que iba a regresar para liberar al pueblo oprimido. Optar por explicar la reaparición física de un ejecutado en la cruz era, sin duda, la peor idea, la forma más práctica de hacer el ridículo y de ser objeto de burla y desprecio. Si, pese a ello, lo hicieron e insistieron en ello, solo podía ser por tener un convencimiento real de lo sucedido, por tener claro que lo que ellos habían visto no era una alucinación.
No obstante, los bulos y las burlas de las autoridades del momento no han dejado de tener vigencia. Aún hoy se sigue negando esa realidad y no es difícil escuchar, incluso en algún púlpito, que la resurrección fue una experiencia religiosa de sus seguidores, una vivencia que dio lugar a un movimiento liberador, inspirado por el Espíritu Santo. Es decir, una experiencia subjetiva col·lectiva que, objetivamente, en el mundo de lo real, jamás ocurrió.
No hay forma de demostrar ese error, de la misma manera que no hay forma de acreditar fehacientemente la resurrección de Cristo –ni, dicho sea de paso, la historicidad del relato de la muerte de Sócrates o la de los devaneos de Salomón y la reina de Saba–, pero no deja de ser mucho suponer que una religión de casi dos mil años de antigüedad se deba a una alucinación colectiva de un grupo de galileos, algunos de ellos analfabetos, tras la traumática experiencia de ver como ejecutaban a su líder. Si Jesús no resucitó, ¿qué sentido tiene ser cristiano? ¿Qué aporta Cristo realmente a la humanidad? El amor, el perdón o la compasión som importantes, pero son valores que están en otras religiones. Si negamos la realidad de la resurrección de Jesús o el hecho de que este fuera realmente Dios, ser cristiano acaba siendo, como apuntó C. S. Lewis, el seguimiento y la exaltación de alguien que estaba loco de remate o algo peor.
El mes de septiembre celebramos el mes de la Biblia al coincidir con la memoria de san Jerónimo, que celebramos el último día del mes. Sin embargo, tristemente son pocos los creyentes católicos que toman conciencia real de la importancia de la Biblia en la vida cotidiana de su fe. Posiblemente porque se trata de un libro o, mejor dicho, un conjunto de libros, largo, complejo y difícil de comprender para el creyente común, aunque sea una persona cultivada. Ello motiva, la mayoría de las veces, que acabe dejándose de lado, en una estantería, y como mucho su lectura se ciña a aquella parte que sin duda es el núcleo fundamental de nuestra fe: los evangelios y, en menor medida, el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Las referencias a la biblia hebrea que se suceden en el Nuevo Testamento se explican a través de notas a pie de página, con lo que las páginas del Antiguo Testamento quedan muchas veces sin abrir, salvo aquellas más comunes y conocidas, como las historias del Génesis, del Éxodo o los Salmos. Lo cierto es, sin embargo, que son numerosas las razones que nos llevan a pensar que, por mucho que nos parezca más accesible la Buena Nueva de Jesús que leer al profeta Jeremías, difícilmente resulta plenamente comprensible aquella si no se tiene en cuenta el relato de la antigua Alianza.
Una razón fundamental de la necesidad de conocer y leer la Biblia en su conjunto es porque nos ayuda a entender la génesis del propio cristianismo. Sin el conocimiento del relato veterotestamentario por parte de los contemporáneos de Jesús, la historia del nazareno posiblemente no habría ido mucho más allá de una vida trágica más, en un ambiente tensión y pobreza en la Palestina ocupada por los romanos, pero que al poco tiempo habría caído en el olvido. Solo desde la perspectiva judía, de las promesas y las expectativas del Antiguo Testamento, pudo verse en la vida de aquel judío corriente una vida singular y un sentido radical e insólito respecto a la tradición del judaísmo. Por el contrario, ese mismo relato, visto por un griego pagano, no hubiera ni siquiera llamado la atención o habría sido objeto de burla, como le ocurrió a Pablo de Tarso en el Areópago de Atenas (Hch 17, 22-34).
Pero el conocimiento del Antiguo Testamento no sirve solo para contextualizar el evangelio y las primeras comunidades creyentes, sino que nos ayuda también a entender quién era y cómo pensaba Jesús. Sin ese bagaje que era el conocimiento de la historia de la salvación que se había ido transmitiendo a lo largo de generaciones, y sin esa experiencia de siglos del pueblo judío, Jesús difícilmente habría sido quien fue. La novedad del evangelio se enraíza en el Antiguo Testamento de forma irreversible. Negar esto en cierta forma es negar la humanidad de Jesús y caer de bruces en la herejía del docetismo, que afirmaba la divinidad del Mesías negando su naturaleza humana, que veía como una ilusión, como si de un fantasma o un espectro se tratara. Naturalmente el Hijo de Dios podría no haber sido judío, o ni siquiera humano. Pero el punto central de nuestra fe es precisamente esa humanidad de la segunda persona trinitaria, y no un humano cualquiera —no existen humanos cualesquiera, existen Antonio, María, hijos de, nacidos en, etc.—, sino un judío de Galilea.
A todo esto añadiría algo más. Siempre se ha dicho que lo que nos revela el Nuevo Testamento se encuentra ya en el Antiguo de forma latente. De alguna forma, leer a Isaías o los Salmos seria como observar la semilla que va germinando para dar lugar al árbol que será el mensaje de Jesús. Aunque para los judíos esa semilla no fue suficiente para tener una idea de cómo sería ese árbol cuando desplegara sus ramas y permitiera cobijar a todos bajo su sombra, lo cierto es que en ella ya estaba ese árbol en un sentido potencial, no actual —dicho sea en el sentido aristotélico del acto y la potencia que la mayoría recordaremos de nuestras clases de filosofía del instituto—, y es en este sentido que podemos afirmar que el Verbo se encuentra ya en cierta manera en el Antiguo Testamento.
Esa imagen es tremendamente ilustrativa pero no es la única, pues de ceñirnos solo a ella parecería que esa primera parte de la Biblia, por fundamental y fundante que sea, forma parte de un pasado superado, como el árbol ha superado el estadio de semilla al que en ningún caso volverá. Y es obvio: si quiero estudiar el árbol, miraré el árbol; solo aquellos botánicos más sesudos profundizarán hasta el punto de diseccionar las semillas. Sin embargo, al hablar d ela Biblia esa visión no es completa, pues de ser así el Antiguo Testamento perdería una vitalidad que realmente no puede perder en la medida que es también Palabra de Dios y esta —no lo olvidemos en ningún momento— se define ella misma como viva y eficaz (Hb 4, 12). Tan es así que no solo el Antiguo Testamento sirve al Nuevo en cuanto que lo explica y contextualiza, sino que hasta cierto punto ayuda a su actualización y a su revitalización.
Pese a ser cronológicamente anterior, hallamos en el Antiguo Testamento libros que son de una modernidad que casi podríamos calificar de milagrosa. El libro de Job o el Eclesiastés pueden resultar al creyente de hoy más cercanos a su forma de pensar que la Primera Carta a los Corintios o que los Hechos de los Apóstoles. Lo cual no quiere decir que su lectura sea fácil ni que vayan a superar en las listas de éxitos ciertos manuales de coaching y de autoayuda. Pero sí que pueden permitir al lector creyente buscar nuevos caminos en la experiencia personal de la fe en un mundo secularizado y en el que la sensación de que Dios ha dejado de escucharnos parece cada vez más común. Naturalmente, ningún libro del Antiguo Testamento altera la centralidad del Evangelio en la fe cristiana, pero estoy seguro que sí permite reorientar esa fe en un momento en que la nave de la Iglesia padece la embestida de un temporal que no lleva trazas de cesar a corto plazo. Aunque nos parezca lejana, la historia del errante y a menudo castigado pueblo de Israel no es tan distinta a la nuestra.