Comienza el verano con sus operaciones salida, bikini y, por encima de todas, la de elaborar la lista de los libros de lectura para las vacaciones. de ahí que me tomo la libertad de sugerir a los lectores de Siguiendo a Flambeau un título que no les decepcionará. Se trata de Moralidad, de Jonathan Sacks , editado en España por Nagrela Editores en 2021.
La tesis principal del libro con la que abre sus páginas es que una sociedad libre es, ante todo, un logro moral y, por tanto, si en esa sociedad decae la moral, como está ocurriendo a su juicio hoy en Occidente, la libertad peligra. Una sociedad libre, advierte el autor, solo puede contruirse a partir del esfuerzo de personas virtuosas y la virtud implica la necesidad de un orden moral objetivo, algo que hoy, explícita o implícitamente, muchos niegan.
Jonathan Sacks, que murió en 2020 a los 72 años, pocos meses después de publicar este libro, era un rabino ortodoxo judío que fue durante años el Gran Rabino de las Congregaciones Hebreas Unidas del Commonwealth y un personaje muy conocido públicamente por sus intervenciones en la BBC y en la prensa británica.
Lejos de cualquier intento apologético, Sacks realiza una ingeniosa crítica a la actual sociedad en la que percibe, en el discurso público, un claro desplazamiento del «nosotros» al «yo», lo que conlleva el riesgo de una fractura social al no existir ya una idea de bien común, dejando con ello la puerta abierta al populismo en sus distintas versiones. Un diagnóstico que, como puede observarse solo con ojear la prensa de estos días, tiene ya hoy poco de predictivo y mucho de descriptivo. Cuando las cosas van mal, el tiempo vuela.
Aunque analiza históricamente los orígenes de este cambio social a lo largo de la Modernidad, arguye Sacks que el punto de arranque definitivo en esa evolución se dio en el último tercio del siglo pasado a través de lo que él denomina las tres grandes revoluciones: la revolución liberal-sexual de los años 60, la revolución económica de los 80 y la revolución tecnológica de los 90. Todo ello ha desembocado en la situación actual en la que prima el individualismo y la ausencia de lazos sociales comunes, que son sustituidos por otros vínculos identitarios que toman como referente la etnia o la orientación sexual, con lo que son vínculos que separan en lugar de unir.
Ataca con fuerza el emotivismo y el victimismo actuales y rechaza lo que denomina la cultura de la venganza que domina hoy sobre todo en las redes sociales, en las que cualquiera puede ser atacado por sus opiniones o por algo que supuestamente hizo, sin capacidad de replica o defensa alguna: sencillamente es «cancelado». Como advierte en una de sus páginas, el sufrimiento de las personas es algo universal e inevitable, pero tras ese sufrimiento, el hecho de sobreponerse o de decidir decidir ser una víctima es algo opcional, algo que cada uno puede elegir.
Esa tendencia actual a aparecer como víctimas de algo, provoca que el discurso político actual ya no se base tanto en defender que cada persona pueda tener el derecho a desarrollar su propio plan de vida, sino en la reivindicación del reconocimiento público de un grupo como marginal o históricamente oprimido. El objetivo de la política no es conseguir una justa distribución de los recursos, sino la obtención de la autoestima por parte de determinados colectivos y la señalización de los culpables de su situación.
Sacks argumenta como un laico sin dejar de lado las raices bíblicas de su fe y defiende, por ello, una moral de tradición judeocristiana para hacer frente tanto a los problemas que señala como al riesgo que suponen determinadas recetas hobbesianas que surgen como reacción ante esta situación. La propuesta del rabino no es otra que recuperar la idea bíblica de alianza, en la que cabe un contrato social renovado que no prescinde de un ideal moral objetivo que sirva de brújula a toda la comunidad.
El libro de Sacks no tiene desperdicio en ninguna de sus páginas. Se lee bien, incluso en el original inglés si alguien se atreve. Sus numerosos ejemplos atinan perfectamente en todas y cada una de sus críticas y al lector español posiblemente le resulte más cercano que otros libros similares de autores americanos, cuyos problemas no siempre tienen un claro paralelismo con lo que vivimos en Europa. Un libro para leer inexcusablemente este verano y para tener a mano el resto del año.
La Biblia es el libro más difundido y traducido del mundo, aunque no es propiamente un libro sino un conjunto de ellos, escritos a lo largo de media docena de siglos. Posiblemente también sea uno de los libros más leídos, aunque esa lectura es desigual y, frente a otras confesiones, los católicos tienen fama (bastante fundada) de leerla poco. En la actualidad, la Biblia sigue sin leerse demasiado en países como España pues, aunque es verdad que la Iglesia Católica fomenta su lectura encarecidamente, cosa que no hacía siglos atrás, hoy el número de católicos dispuestos a leerla ha decaído tanto que el efecto de esa promoción apenas se nota.
Pese a todo, la Biblia sigue siendo un libro conocido y discutido, sobre todo en algunos pasajes concretos especialmente famosos (la creación del mundo, la salida de Egipto o todo lo referente a Jesús y su vida). Estos relatos no solo han sido objeto de representaciones artísticas e incluso de películas o espectáculos musicales, sino que a menudo son tema de debate en relación con su veracidad histórica o las diferentes interpretaciones tradicionales que se han sostenido y en la medida que, de una manera u otra, han moldeado el pensamiento occidental. Aun así, a menudo se tiene un conocimiento vago e inexacto de estos relatos, aunque de ese conocimiento nímio saquen sus interpretaciones y sus conclusiones, lógicamente erróneas y absurdas en muchos sentidos.
El caso de los relatos de la creación que encontramos en los tres primeros capítulos del Génesis es paradigmático de lo que estoy explicando. Aunque durante siglos haya sido tomado al pie de la letra, hoy prácticamente nadie sostiene la literalidad de estos relatos en el sentido de explicar el origen del universo o de la vida en nuestro planeta. Sin embargo, no pocos denostan estos relatos tildándolos de textos justificadores del patriarcado y del machismo, por ejemplo, o como una legitimación del expolio masivo de los recursos naturales. Como veremos, nada más lejos de la realidad.
Si preguntásemos a nuestros vecinos o a la gente que vemos por la calle, muchos de ellos, sobre todo si tienen más de cuarenta años, afirmarán conocer el relato de cómo Dios hizo el mundo en seis días y cómo creó a Adán y Eva. muy pocos sabrán, en cambio, que estos acontecimientos realmente pertenecen a dos relatos bíblicos diferentes, pues en el libro del Génesis no hay un solo relato de la creación, sino dos. Y los dos primeros humanos que conocemos como Adán y Eva solo aparecen en el segundo.
El capítulo primero del Génesis relata la creación del universo –los famosos seis días, al que se añade el de descanso– y en esa narración la historia del ser humano tiene un papel destacado pero con cierta accesoriedad. Es decir, el ser humano es creado casi en el último momento, a imagen y semejanza de Dios, para que mande sobre la creación. El humano es pues un elemento creado, pero extraño en el conjunto de la creación, a la que domina por su semejanza con la divinidad. En el segundo relato, en cambio, describe la creación del mundo y de la humanidad de forma muy distinta y dando una mayor preeminencia a los seres humanos. Nos relata el capítulo 2 del Génesis:
Cuando Yahvé Dios hizo la tierra y el cielo, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo. Entonces Yahvé Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.
Gn 2, 4b-7
Como vemos, en un mundo prácticamente sin vida, Dios crea al ser humano con la tierra existente. Una vez creado, Dios planta un jardín en Edén con toda clase de criaturas y en el que sitúa al hombre. Aquí no se indica nada de que el ser humano sea semejante a Dios ni se habla de una relación de dominación hacia lo creado. Pese a todo, hay un elemento importante y es que, en la creación de los animales, Dios cede el poder de darles nombre a aquel, con lo que de alguna manera lo hace partícipe de esa creación. Con ello el ser humano pasa a ser un colaborador de Dios en la creación del mundo, lo que entre otras cosas deja entrever que esa creación bíblica no es estática sino dinámica, inacabada y en evolución, algo que curiosamente resulta perfectamente compatible con las hipótesis evolucionistas que la ciencia actual sostiene como las más plausibles. Pero estas disquisiciones podría ser objeto de otra entrada.
Volviendo a la creación del hombre, observemos que este surge de la acción de Dios sobre la tierra (en hebreo adamah), de la que es creado el hombre (Adán). Adán, en hebreo, significa hombre o humano, en un sentido genérico, opuesto a lo no humano, no a la hembra. Hombre y mujer en el sentido sexual tienen en hebreo otros nombres (ish e ishá). El castellano no diferencia casi entre el concepto referido al ser humano respecto del espécimen masculino. Tenemos la distinción entre hombre y varón, pero es este último un término cada vez menos usual y por eso en las Biblias no suele traducirse ese matiz de forma clara como ocurre con otros idiomas, como el griego -que diferencia entre anthropos y aner– o en latín –homo y vir-.
Esto es importante para entender la continuación del relato y tener claro que la creación de Adan se refiere a la especie humana en general, sin que en ese momento exista una distinción sexual. Esa diferenciación vendrá después:
Se dijo luego Yahvé Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». Y Yahvé Dios modeló del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Le quitó una de las costillas y rellenó el vacío con carne. De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada».
Gn 2, 18-23
Dios crea el ser humano como un ser vivo destacado del resto, pero se da cuenta de que se siente solo. No es suficiente para aplacar esa soledad la convivencia con otros seres diferentes, sino que necesita la complementariedad de otro semejante. El humano de la Biblia no es un ser solitario, sino alguien que es propio de él relacionarse con otros, comunicar, hacer uso de un lenguaje y, en definitiva, crear cultura, un aspecto que claramente nos diferencia de otros seres vivos. El humano es un ser relacional y, por ello mismo, diverso. La diferenciación entre varón y hembra cumple esta directriz, pues ambos se complementan y permiten una plenitud recíproca.
Es importante observar que en todo este relato no hay el menor atisbo de dominación o preeminencia de uno sobre otro. Cierto que Adán aparece ahora sexuado como varón y que Eva surge de una costilla de aquel. También podría haber imaginado el narrador hebreo una especie de división parecida a la mitosis celular y que a Adán le diera un tembleque incontrolado hasta dividirse en dos seres distintos, pero posiblemente hace dos milenios la imaginación no daba para algo tan cinematográfico y propio de nuestro tiempo.
El orden natural de la creación parte de esa armonía querida por Dios. La mujer y el hombre se complementan encontrando así su plenitud existencial. No se trata de una necesidda biológica: el ser humano podía sobrevivir en su forma originaria, pero se sentía solo, su humanidad no era plena. Solo somos humanos en la medida que reconocemos a (y nos reconocemos en) otra personas.
Pero la realidad no es esta. Los humanos desde hace siglos nos relacionamos, pero en esa relación hay también dominación, opresión y violencia. la Biblia no desconoce esa realidad y la explica a partir del relato del primer acto de desobediencia que se da al comer el fruto del árbol prohibido. Con la desobediencia del ser humano, el orden primigenio se quiebra y Dios expulsa a sus criaturas del paraíso tras sentenciar lo que sigue:
A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará». Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás».
Con ese pecado, se instaura un nuevo orden, pues la potencialidad del mal no va a desaparecer del horizonte humano. El hombre dominará a la mujer y este, a su vez, será un miserable dominado por otros hombres y por la propia creación. La dominación entre sexos o la alienación y la opresión de la humanidad no es el orden natural de la creación, como muchos piensan que la Biblia sostiene, sino el efecto de la mala elección humana en el ejercicio de su libertad.
En ningún caso estamos ante un tratado de historia. Se trata de un relato mítico en el que se condensa una profunda lección de antropologia. De todas formas, mi pretensión aquí se limita a poner un ejemplo de cómo la Biblia a menudo no dice aquello que muchos piensan, como que nos muestra un Dios masculino institucionalizando un patriarcado, aunque indudablemente esta interpretación haya existido y haya sido dominante durante siglos. Por tanto, si tuviera que sacar una conclusión de todo ello, esta no puede ser otra que invitarles a ir a la fuente principal, al texto bíblico, sin temores ni prejuicios, como si fuera la primera vez que lo leen. Con calma y tomando notas en una libreta, buscando algún buen comentario o un diccionario bíblico. Y exploren el texto, conscientes de que nadan en aguas en las que no van a hacer pie.
Es muy probable que la gente de cierta edad recuerde todavía la lista de los pecados capitales de alguna catequesis de su infancia. Otros recordaran la magnífica interpretación de Morgan Freeman y Brad Pitt en una película de los años 90 del siglo pasado: Seven. El título hacía referencia precisamente a los siete pecados capitales, una lista de conductas que comúnmente son consideradas como simples malos hábitos que pueden considerarse incluso banales pero que, de persistir, pueden acabar dando lugar a otras conductas graves que sí serían pecados mortales. De ahí que se les llame capitales.
Tradicionalmente, los pecados capitales son los siguientes: la soberbia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula, la envidia y la avaricia. De estos siete pecados, este último, la avaricia, es uno de los que mejor explica esta fina línea que separa el vicio banal del ilícito moral grave. Es por ello por lo que empezaremos esta serie de entradas refiriéndonos a ese pecado.
Si echamos una ojeada al diccionario, veremos que en general la avaricia aparece como el afán excesivo o desordenado por poseer riquezas. Al referirnos a esa falta, no se censura tanto la posesión de bienes como tal sino la desmesura y, por tanto, es importante determinar cuando este legítimo afán por poseer bienes y riquezas pasa a ser excesivo y pecaminoso. Una cuestión que nos lleva a otra, ya que para saber hasta qué punto es excesivo ese afán es necesario saber respecto a qué es excesivo. Por poner un ejemplo, para una persona que viva en África central, la mera posesión de dos pares de zapatos puede parecer excesivo, cosa que para muchos de los que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, tal posesión nos parecería miserablemente trágica.
Por otro lado, y ciñéndonos a nuestro entorno cultural, observamos que el hecho de ser ahorrador y tender a acumular riqueza, lejos de verse con desdén, por lo general se considera un hábito virtuoso y un indicador éxito social. Tal percepción es en cierta forma perturbadora y lleva a menudo a definir la avaricia no como el simple afán de acumular riqueza sino como una conducta extrema que se opondría a otra de análoga radicalidad: la prodigalidad, es decir, el vicio de malgastar lo que se tiene hasta la ruina absoluta. Desde esta perspectiva, se diría que prodigalidad y avaricia son dos conductas radicales y que el comportamiento correcto se situaría, entonces, en un lugar intermedio entre ambas, tal vez algo más cerca de la avaricia ya que, como hemos dicho, la posesión de bienes es vista a priori como símbolo de éxito y de realización personal.
Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo con esta visión, extremadamente complaciente con el modelo económico dominante y, por eso, no pocos prefieren huir de este binomio avaricia-prodigalidad oponiendo la avaricia no a aquel otro vicio sino a una admirable virtud: la generosidad. Tal oposición era defendida ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, que definía la avaricia como una apetencia desordenada de riquezas que era en el fondo la raíz de todos los males, pues en su afán el avaro se olvida de los demás, sobre todo de los que tienen menos cosas o menos capacidades para vivir dignamente. La avaricia es una afrenta a la caridad.
El problema de esta visión actualmente es que, de hacerla nuestra, el comportamiento virtuoso parecería no tener límites y se opondría a la visión socioeconómica hoy dominante. Si se impusiera la generosidad en lugar del afán por enriquecerse, la gente rechazaría acumular riqueza y, por esa razón, posiblemente se sentiría poco incentivada para trabajar más allá de lo necesario, una cuestión que desde nuestro modelo económico es considerada herética.
Siendo más realistas, existiría todavía una tercera visión en relación con este tema de corte más subjetivo y que consiste en entender la avaricia como aquel afán de riqueza al que dejamos que gobierne nuestra vida. La avaricia transforma la persona que pasa a vivir con el único fin de ganar dinero, tanto si es para hacer ostentación de esa riqueza, como si es para ir discretamente acumulando patrimonio para sí mismo o sus descendientes. Se trata de dos formas de amor a la riqueza que no solamente atentan contra los demás –como apuntaba ya el aquinate– sino también contra uno mismo.
Siendo sinceros, no es muy probable que estas razones convenzan al avaro. No obstante, no está de más recordarle que nada se va a poder llevar cuando su paso por este mundo llegue a la meta. Y tarde o temprano esto pasará, para satisfacción de sus ansiosos herederos, que disfrutarán a su manera con todo lo que él habrá acumulado y que de nada le va a aprovechar.
Este artículo y los siguientes de la serie sobre Los pecados capitales han sido previamente publicados en catalán en la revista Llum d’Oli, de la Agrupació Cultural de Porreres (https://agrupacioculturalporreres.cat )
Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.
La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.
Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.
Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.
El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.
Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.
Quiso Dios, o ese ente inexistente que los ateos supersticiosos llaman casualidad, que casi en la misma semana tuviéramos noticia del fallecimiento del exvicepresidente y exsecretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba y de la actriz norteamericana Doris Day.
Asociar estos dos personajes en un mismo párrafo parecerá extraño a más de uno. Desde luego, carecen de un mínimo común denominador que permita establecer un encuentro emulando las famosas “vidas paralelas” que escribió Plutarco. Ni siquiera la circunstancia de sus muertes permiten una última convergencia en la trayectoria de ambos. Uno murió de pronto, relativamente joven, si atendemos a la razón estadística sobre la esperanza de vida en nuestro país. La otra, en cambio, casi muere tarde, pues no pocos pensábamos ya que su tránsito había discurrido tiempo atrás con la debida discreción.
No obstante, algo parece conectar sendos óbitos: la relación de estas personas con la mentira. “La más bella mentira de América” fue el título con el que Luis Martínez, en este mismo periódico, nos dio cuenta del fallecimiento de la actriz, a la vez que glosaba su vida y obra. Doris Day encarnaba, en sus personajes más conocidos, la imagen de la esposa perfecta en una América próspera y luminosa, donde cada uno alcanzaba sus sueños sin perder la sonrisa. Una imagen ficticia que, fuera de las salas de cine, tarde o temprano acababa padeciendo el encontronazo con los tonos grises de una realidad mucho más cruel: la América de la segregación racial, de las injusticias sociales o la de los engaños que envolvieron toda su participación en la Guerra de Vietnam –recuerden los famosos Papeles del Pentágono–. Tal vez para evitar descubrir la imagen falaz, asumió la actriz su prematura retirada, consiguiendo mantener así vivo su recuerdo eternamente joven en el imaginario americano.
Pérez Rubalcaba, del que desconocemos su rostro juvenil, aguantó más tiempo su presencia en la vida pública, aunque a cambio fuese menos querido que la actriz. O fue al menos así hasta que, con su muerte, no sé si para simular la sensación de alivio de algunos, ha sido obsequiado con honores (casi) de jefe de Estado, aunque en vida no pasara de vicepresidente del Gobierno. Sin embargo, su imagen política fue siempre compleja y cuestionada. Tras ser uno de los padres de la desdichada LOGSE, allá por los noventa del siglo pasado, fue el portavoz del Gobierno de Felipe González en sus últimos años, atrincherado entre múltiples escándalos de corrupción y con la que era cada vez más evidente implicación del ejecutivo socialista con los terroristas del GAL. Una época en la que la mentira era la primera línea de defensa de un gobierno en descomposición.
Paradójicamente, sin embargo, una de las frases más recordadas de Rubalcaba fue pronunciada estando ya en la oposición. Ocurrió durante la noche de la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004, mientras las televisiones ofrecían imágenes en directo sobre el asedio de una muchedumbre a las sedes del PP en las principales ciudades del país: “los ciudadanos españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”.
Mucho se ha hablado acerca de lo ocurrió aquellos cuatro días de marzo, tras el atentado del 11-M, y la influencia que tuvo, en el resultado electoral de los siguientes días, tanto la torpeza del gobierno como la calculada astucia de una oposición que supo aprovecharse de las circunstancias. Con el nuevo gobierno, sin embargo, la mentira no desapareció. En algunas ocasiones llegó a salpicar al propio Rubalcaba, como el famoso caso Faisán. La alternancia natural al gobierno socialista vino con los gobiernos del PP –abruptamente finiquitados tras demostrarse una corrupción sistémica en el aparato del partido– y estos fueron seguidos por el del único mandatario europeo que ha sobrevivido en la política pese a plagiar su tesis doctoral. No solo eso, sino que ha sido refrendado por buena parte de los españoles en las recientes elecciones generales. ¿Se equivocó Rubalcaba al suponer que no merecíamos gobiernos que mientan? ¿Nos repugna realmente tanto la mentira?
Decía Jean-François Revel hace ya varias décadas, antes de que se pusieran de moda las fakenews, que la mentira es la primera de las fuerzas que dirigen el mundo. Hoy casi me atrevería a decir que es una fuerza hegemónica. La mentira está presente en todas partes y nos hemos acostumbrado tanto a ella que ya ni la notamos.
La mentira nos entretiene, aunque sea en la forma de esos debates precocinados de la tele o como reality shows protagonizados por individuos con el cerebro de cartón piedra. Pero también nos ilusiona. ¿Qué hay sino detrás del voto populista, nacionalista o sensiblero, tras ese emotivismo de colonia barata en el que se esconden los demagogos de derecha e izquierda? En el fondo, queremos creer en un mundo mejor, sin ricos ni emigrantes, en el que podamos echar a los pobres y a los banqueros, y todos vivamos felices con futbol gratis. Y lo deseamos, aunque sabemos que también es mentira.
Nuestra vida puede llegar a fundamentarse en la mentira, empezando por nuestra colección de desconocidos “amigos” que creemos tener en las redes sociales, y acabando por aquello que poseemos, un patrimonio cuyo valor puede desvanecerse como el recuerdo de una mala película. Recordemos sino la última crisis, con miles de viviendas embargadas porque su valor era mentira, porque nunca fue verdad aquello de que los precios siempre suben sin parar. Era mentira.
Uno llega a pensar, por tanto, si no será que deseamos un gobierno que nos mienta, que nos mantenga en esa irrealidad inane y tranquila. El problema es que, incluso la mentira más bella de América acabó por languidecer. Dicen que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. No porque el mentiroso corra menos, sino por el esfuerzo que debe hacer para mantener la mentira. Mentir es fácil, pero no lo es mantenerse en la mentira. Si no hay una labor constante, la mentira envejece y acaba por delatarse.
Pero la mentira tiene otro efecto más perverso aún. Su capacidad para minar la confianza. A los niños se les conmina a no mentir con la advertencia amenazante de que cuando digan la verdad, nadie les va a creer. No se fiarán de ellos. La mentira crea desconfianza y esta conduce al rechazo a los demás, al individualismo más abyecto e insolidario.
No es posible vivir siempre en la mentira, en la ficción de algo que no es. Lo entendió Doris Day y se retiró, manteniendo así perpetuamente su angelical rostro de mujer de la acomodada clase media americana. Rubalcaba no hizo lo mismo y aquellos que ahora han ensalzado su figura en su propio partido, fueron los mismos que echaron fuera a los suyos borrando todo rastro de su legado.
Tal vez es posible vivir en una mentira constante, pero no es fácil, y tarde o temprano esa mentira caerá, como un castillo de naipes. Es posible que no nos afecte a nosotros, pero acabará afectando a nuestros hijos. Y nadie merece vivir en un mundo de mentiras, aunque a veces la mentira sea más atractiva que la verdad.
Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 28 de mayo de 2019
En una sociedad que se autodefine como tolerante y plural, resulta sorprendente y cansino observar como amplios sectores de la opinión pública reaccionan de forma furibunda cuando alguien realiza una propuesta o da una opinión desde postulados religiosos. Ocurre, por ejemplo, cuando a un candidato se le ocurre manifestarse contrario al aborto sin inmediatamente apresurarse a maquillar lo dicho con matices de todo tipo. Lo mismo puede decirse de quien se oponga con meridiana firmeza a los postulados de la ideología de género, a los animalistas o a los defensores de cualquier colectivo minoritario y casi obligatoriamente oprimido.
Quienes se atreven a opinar contra corriente suelen ser acusados de fundamentalistas y retrógrados, cuando no se les intenta perseguir por algún tipo de delito atribuible a su supuesta misantropía o al odio al progreso humano. Estas acusaciones suelen tener un patrón común. En primer lugar, suelen ser exacerbadas, radicales y excluyentes de cualquier tipo de diálogo o transacción. Al que discrepa se le suele etiquetar de intolerante y tal atributo conlleva el aislamiento y la puesta en cuarentena de la opinión y de su opinante. La metáfora médica no es casual, pues con frecuencia se alude a la necesidad de un “cordón sanitario” para fagocitar cuanto antes al discrepante y sus perniciosos efectos.
En segundo lugar, y como es fácil deducir, la reacción de los veladores de esa “verdad oficial” no suele fundamentarse en sesudos razonamientos ni falta que les hace. Su mensaje suele ser simple y conciso, lo que le añade un plus de eficacia entre ese gran colectivo de personas que tienden a opinar sobre cualquier cosa que desconozcan. Lo que sí es vital para el éxito del mensaje es la identificación de un colectivo atacado, sea el género femenino en general o sea un grupo minoritario que supuestamente sufra algún tipo de discriminación u ofensa.
Así, cuando alguien se opone al aborto, se dirá que no defiende la vida del embrión, sino que ataca el derecho de las mujeres a abortar. Si cuestiona la existencia de este derecho o, al menos, se atreve a oponer a él el derecho del ser vivo no nacido a seguir viviendo, se añadirá, por parte de sus adversarios, que es un misógino y que odia a las mujeres. Si encima es una mujer, directamente se la tildará de idiota. Lo más fascinante del proceso es que, pese a la escasa discusión que se llegará a producir,los interlocutores acaban en un escenario sorprendente. El embrión humano deja de ser el elemento central de la confrontación, para dejar paso a la existencia de un derecho de la mujer que es cuestionado. La víctima ya no es el no nacido, sino la progenitora. Para esa “verdad oficial”, defender la humanidad de la vida del embrión es un desatino, como lo es defender la existencia del alma o de Dios.
Tal vez por ello, pocas cosas satisfacen más a estos intolerantes que poder atribuir a sus discrepantes una fundamentación religiosa a sus opiniones. En este caso, juega a su favor el hecho de que el postulado religioso que acompaña esa opinión provoca, aún hoy, numerosos prejuicios derivados de otras épocas en las que las autoridades religiosas se erigían en poseedoras de una verdad indiscutible. Un error que la Iglesia, en este caso, ha pagado con creces, pues tal fanatismo en no pocas ocasiones le llevó a anteponer esta verdad por encima de otros valores como la justicia o la fraternidad, como denunció Pascal.
No obstante, esta postura idólatra, que aun sostienen desgraciadamente algunas pocas personas en la propia Iglesia, hace ya tiempo que ha sido desterrada por la mayoría. La Iglesia hoy no impone, sino que intenta persuadir y convencer, con la palabra y con el testimonio de sus fieles. No corresponde a la Iglesia transigir con el núcleo de su fe, pero sí actuar conforme a los valores de pluralismo y tolerancia que ella misma ha contribuido en su construcción. Pero, si esto es así, ¿a qué se debe el inusitado enconamiento de tanta gente contra los fieles que se limitan a sostener, entre muchas otras, su opinión?
Una de las causas está en el hecho de que la supuesta superación de la religión en el ámbito público, fruto la secularización de la Modernidad, ha dado lugar a un nuevo y distinto ejercicio idolátrico de la verdad. Ciertamente, se trata hoy de una verdad más difusa en según qué aspectos, pues rehuye fundamentarse en principios trascendentes y se refugia en un relativismo acomodable a las exigencias del momento. Pero no por ello deja de ser una idolatría que impone criterios jurídicos y morales avasallando los valores fundamentales para toda convivencia, como son el respeto a la vida, la igualdad ante la ley, la equidad, el reconocimiento de la legitimidad del adversario o la proporcionalidad en las medidas que se adopten.
Y esto es importante puesto que esta nueva verdad tiende a centrarse en cuestiones que afectan a temas morales importantes. Nos referimos aquí a cuestiones tan fundamentales como el mismo concepto de ser humano. Un ejemplo de ello es la primacía del reduccionismo biológico al referirnos al hombre, lo que lleva a muchos a considerarlo como una especie animal más, sin que exista en apariencia nada especialmente diferente entre nosotros y, por ejemplo, un primate, salvo un porcentaje ínfimo de código genético y poco más.
Tal visión ha llevado, en el caso de los llamados animalistas, a considerar la eventual extensión de la humanidad más allá de nuestra especie, o al menos, a reconocer cierto valor moral y jurídico a los animales que más parecido guardan con nosotros. Inmediatamente aparece una nueva verdad oficial, referida a la dignidad animal y sus derechos, lo que conllevará nuevas y sorprendentes regulaciones. Al final, casi sin darnos cuenta, resulta que es más fácil matar un feto humano que recortar las orejas a un perro.
Pero en la misma medida que reconocemos un valor moral en otras especies, con insólita facilidad degradamos el nuestro, pues fácilmente podemos legitimar una instrumentalización de nuestro ser biológico, bien sea para mejorar nuestras capacidades con prótesis y otros elementos tecnológicos, o bien sea para evitar problemas futuros a nivel de especie con prácticas eugenésicas. La manipulación genética y los avances biotecnológicos avanzan en este sentido. Además, gracias al desarrollo de la inteligencia artificial, tendremos cada vez más máquinas que se parezcan a los humanos, y humanos que se parezcan a las máquinas. Hasta llegar a la soñada convergencia hombre-máquina a la que aspiran los posthumanistas.
Como se puede observar, la importancia de este debate es tal, que ya no es solo que un católico pueda oponerse a la legislación permisiva sobre el aborto. En muchos casos, aunque manifestemos nuestra opinión, somos conscientes de que se trata de una batalla prácticamente perdida. El problema es que, esa misma mayoría intolerante, que es incapaz de ir más allá de mensajes simplistas y de sostener un debate sincero y con un talante abierto, es la que acabará orientando las decisiones respecto a cuestiones como la manipulación genética del hombre, los hijos a la carta, la clonación humana y tantos otros retos que tarde o temprano la humanidad tendrá que abordar. O peor aún, ni siquiera opinará sobre ello, pues mientras corporaciones y empresas poco escrupulosas ofertarán este tipo de servicios, esa mayoría intolerante estará defendiendo los derechos del colectivo de pelirrojos alopécicos o cualquier otra minoría supuestamente oprimida.
Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 19 de abril de 2019