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Etiqueta: democracia

La estrategia del miedo

Las autoridades sanitarias no se cansan de repetirlo: el coronavirus ha venido para quedarse y nos tenemos que acostumbrar a él. En estos momentos estamos en plena segunda ola y los expertos ya hablan de una tercera, hacia finales de año. Todo dependerá del comportamiento de la gente. Muchos ya lo veían venir a principios de verano, cuando se inició el levantamiento de buena parte de las restricciones y, a pesar de todo lo que había pasado, mucha gente, sobre todo la gente joven, parecía no tener miedo del virus.

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Llama la atención que el miedo, o su ausencia, está siendo un factor importante en esta pandemia, como lo son las camas de las UCI o los antivirales. El miedo ha sido siempre un medio poderoso de control social en momentos de crisis como éste y, de hecho, el Gobierno del Estado apenas disimuló su uso al haber declarado el estado de alarma, con la policía en la calle y con ruedas de prensa diarias con personal uniformado dando cifras de detenciones y denuncias.

Es verdad que esta imagen de la pasada primavera ha cambiado para las sucesivas olas de la Covid-19, pero el miedo sigue siendo un factor decisivo en el control político y sanitario de la pandemia. Se ha abandonado el lenguaje bélico inicial y la identificación de un enemigo concreto: primero fueron los chinos y los visitantes extranjeros, más adelante los temporeros o los jóvenes y sus fiestas. Ahora, en cambio, la estrategia es difuminar este enemigo. No es necesario tener una identificación concreta de este porque el enemigo real puede ser cualquiera de nosotros. Los datos acreditan que la mayoría de rebrotes se provocan al ámbito privado, fiestas familiares o reuniones de amigos, unos espacios que las autoridades no tienen capacidad para controlar. Por esa razón, la única alternativa parece ser la del miedo y la culpabilización las personas. Hay que hacer entender a la gente que el virus está presente en las calles y dentro de nuestros edificios y, por este motivo, si cualquiera de nosotros baja la guardia, puede terminar siendo el origen de un rebrote y tener que responder de sus consecuencias. Y la gente tiene miedo.

Es por ello que los mensajes oficiales ahora ya no se centran en el número de infectados o en cómo evolucionan las curvas, sino que se focalizan en las medidas restrictivas que se van imponiendo y que se modifican casi semanalmente. La amenaza constante de denuncias y más restricciones crea la angustia de tener que estar pendiente de los canales oficiales y de los medios para conocer las últimas novedades: si podemos salir a la calle a dar un paseo o no, a qué hora cierran los bares o si podemos comer palomitas en el cine. Además, con estas nuevas medidas se ha configurado un sistema de castigo y recompensa bien particular, de forma que los barrios y los pueblos que se comportan bien tienen menos restricciones que los que se comportan de forma insolidaria e incívica, que son castigados. El hecho de que, en general, los barrios con mayor incidencia del virus sean los más pobres, con una mayor densidad de población y con unos servicios sanitarios y sociales más precarios, contribuye a agravar aún más su estigmatización social.

Obviamente, las autoridades sanitarias tienen a su favor un argumento importante: las medidas que se adoptan parecen efectivas. El miedo al contagio, a la denuncia del vecino o a tener que soportar más restricciones funcionan, pero lo que no nos cuentan son los efectos que esta estrategia del miedo puede tener a medio y largo plazo en la gente. El miedo puede ayudar a controlar los contagios, pero no nos hará mejores personas.

El miedo, aunque sea colectivo, arraiga en cada uno de nosotros singularmente y nos lleva a retraernos y a acurrucarnos en nuestro rincón existencial, alejados de todo lo que nos puede dañar o afectar. Ante el miedo, el individuo busca sobrevivir en el nivel más básico y no duda en renunciar a derechos y libertades, pero también a los vínculos con los demás, incluso en su dimensión afectiva.

Las personas que han tenido que vivir en regímenes totalitarios han podido experimentar como el miedo hace que los hijos denuncien a los padres o que las familias se rompan porque, al final, todos podemos ser culpables o delatores. En nuestra situación no hemos llegado a estos extremos pero el uso del miedo se ha extendido de una manera muy sutil, de una forma que no parece demasiado perceptible, pero está presente. Podríamos pensar en un proceso de licuación del miedo, siguiendo la terminología de Zygmunt Bauman. En todo caso, lo que podemos tener claro es que, con virus o sin virus, una sociedad cohesionada por el miedo es una sociedad enferma. Porque como en muchas otras cuestiones, la victoria sobre la Covid-19 no debería ser a cualquier precio.

(Traducción más o menos automática del artículo «L’estratègia de la por«, publicado en el semanario Ara Balears el 24 de octubre de 2020)

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El hombre del tanque

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Photo by hitesh choudhary on Pexels.com

Han pasado treinta años desde aquel mítico 1989 en el que el comunismo se disolvió ante los estupefactos ojos de un incrédulo Occidente. Los que vivimos aquel noviembre en el que las televisiones retransmitían en directo la caída del Muro de Berlín, tuvimos por primera vez la sensación de estar viendo, junto a millones de personas, lo que acabaría siendo un capítulo esencial en la historia europea y mundial.  

Es fácil intentar comparar lo que ocurrió entonces con otros acontecimientos vividos globalmente, como pueden ser los atentados del 11-S en Estados Unidos o como vivimos aquí el 23-F, pero sigue existiendo una diferencia cualitativa importante. Los acontecimientos de finales de 1989 finiquitaron los regímenes comunistas europeos, algo que para la mayoría de los occidentales era como pensar en agarrar la luna con una cuerda.  

El bloque soviético formaba una estructura casi perfecta, admirada por muchos y temida por todos. Durante la Guerra Fría nadie descartaba del todo la posibilidad de un conflicto armado, lo que evidentemente daría lugar a una destrucción a escala planetaria. Pero, más allá de esa terrorífica posibilidad, nada parecía amenazar los cimientos de la URSS y sus satélites.  

Daban fe de esta fortaleza los testimonios de muchas personas que, en los años 70, solían viajar a Moscú para conocer qué era el socialismo real. A su regreso, relataban sus impresiones ante la visión de las grandes colas de gente comprando en las tiendas y como no siempre era posible encontrar aquellos víveres que uno buscaba. Paradójicamente, sin embargo, aún narraban con mayor admiración la belleza del metro moscovita o el orden y la paz que se respiraba en la ciudad.  

Pese a sus evidentes carencias, en Occidente siguió habiendo hasta el final una curiosa fascinación por el régimen totalitario comunista. La estética soviética, su simbolismo, la marcialidad de los soldados en la Plaza Roja, creaban un aura de admiración que embriagaba al viajero, que en ningún momento dudaba de la solidez del régimen.  

Es por ello por lo que sorprendió tanto el que se desmoronara de aquella manera, desde dentro, casi sin querer. Como un extraño dominó cayó el muro berlinés aquel otoño y en dos años la URSS desaparecía para siempre, como si todo hubiera sido un malentendido 

Aunque el derrumbe fue más un suicido que una derrota, Occidente se apropió rápidamente del mérito y se empezó hablar de un nuevo orden mundial, de la globalización del modelo democrático occidental e incluso del fin de la historia, al menos tal y como se la conocía hasta ese momento. Tan asombrados quedamos ante un final tan sorprendente, que nos olvidamos de que el otoño de 1989 tuvo un prólogo agridulce. 

Este prólogo, trágica premonición de lo que por derroteros muy distintos iba a suceder en Europa, tuvo lugar en la China comunista. Ocurrió tras la súbita muerte de Hu Yaobang, exsecretario general del comité central del Partido Comunista en los años ochenta, y que fue relevado de su cargo en 1987 al ser considerado demasiado liberal. Dado que oficialmente nunca se explicaron tales razones, al morir en abril de 1989 se organizó un funeral multitudinario en el que, para sorpresa de los dirigentes, fue aprovechado por grupos opositores para reclamar una mayor apertura democrática del país 

En aquel momento el hombre fuerte de China, Deng Xiaoping, dirigía una reforma profunda del régimen, introduciendo medidas de desregulación económica con el fin de favorecer el desarrollo económico a través de mecanismos propios del capitalismo, pero evitando cualquier atisbo de democratización. Ello provocó el malestar de grupos estudiantiles que iniciaron manifestaciones y protestas en diversas ciudades, si bien estas se focalizaron sobre todo en una serie de manifestaciones en la plaza de Tiananmen de Pekín. Estos acontecimientos derivaron en la adopción de la ley marcial por parte de las autoridades ya a mediados de mayo, hasta que el ejército chino acabó disolviendo toda manifestación, a lo que siguieron fuertes medidas represivas y un indeterminado pero elevado número de muertos.  

La imagen que simboliza esa resistencia pacífica frente al mayor régimen dictatorial del mundo fue la fotografía tomada el 5 de junio, en la que puede verse a un anónimo ciudadano que se planta delante de una columna de tanques en la plaza de Tiananmen. Naturalmente, la aventura duró unos minutos y al poco tiempo el susodicho ciudadano desapareció entre la multitud. Nunca se ha sabido a ciencia cierta quién era ni qué fue de él. Como es fácil suponer, los tanques siguieron su camino y fulminaron todo intento de protesta. La rebelión se había acabado.  

Treinta años después, el aniversario de Tiananmen apenas ha tenido alguna relevancia en las páginas de los periódicos. China hoy es una potencia económica mundial, pero sigue siendo un sistema totalitario de primer orden, donde no existe libertad de pensamiento, ni religiosa, ni la dignidad humana vale un pimiento. Sin embargo, justo es reconocer el gran éxito de las reformas del régimen, iniciadas hace más de tres décadas 

Al igual que cierta izquierda ilustrada europea se dejaba fascinar por la estética soviética en los años setenta, gracias a Deng Xiaoping hoy China provoca una enfermiza admiración en no pocos capitalistas deslustradosSon muchos los que viajan allí y vuelven asombrados de ver el capitalismo en estado puro, los grandes complejos industriales trabajando a destajo, al mínimo coste y con una eficiencia casi de laboratorio.  

Para el capitalista arquetípico del siglo XXI, ese que sueña con ganar dinero hablando por el móvil mientras se compra un traje, China es ese gran campo de algodón repleto de esclavos con el que siempre ha soñado y que ahora es posible observar desde un rascacielos en Hong-Kong o Singapur. Porque el gran logro de Deng Xiaoping ha sido demostrar que el capitalismo puede prescindir de esa molesta lacra de la democracia y de los derechos humanos. Se ha corregido así el gran “error” de la Ilustración de pensar que la riqueza está al servicio del hombre y no al revés.  

En China el comunismo no se ha liberalizado, sino que el capitalismo ha iniciado su evolución hacia formas de colectivismo en las que el ciudadano carece de papel alguno, salvo el formar parte del colectivo trabajador-consumidor. Y Asia es el gran laboratorio de pruebas. Los hijos de los que protestaron en Tiananmen hoy son felices porque, trabajando a destajo, tienen un Iphone con el que navegar por Internet, aunque nunca podrán leer un artículo como este. 

Transcurridos treinta años, seguimos sin saber quién era el hombre del tanque. Ni siquiera queda claro cuál fue su papel. Algunos llegaron a especular que era un policía de paisano. De hecho, el régimen usó la famosa imagen como demostración de la delicadeza con que su ejército trataba a los manifestantes. Lo cierto es que, hoy, apenas importa a nadie. Como tampoco parece importar a nadie que China, ansiado socio de muchos gobiernos occidentales y de las grandes empresas transnacionales, pisotee los derechos humanos de sus ciudadanos y carezca del más mínimo escrúpulo ético en cuestiones que afectan a todos, como el medio ambiente o la aplicación de ingeniería genética en las personas. Al fin y al cabo, dirán los grandes gurús económicos, nos hace ganar dinero. Recuerden que ya lo decía Deng Xiaoping en una famosa frase: tanto da que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones. Ni el mismo diablo lo habría dicho más claro. 

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 30 de junio de 2019

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Singularidad

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Al igual que errar, clasificar es un acto típicamente humano. Es importante para sistematizar nuestro conocimiento y seguir aprendiendo, pero, como todo en la vida, se paga un precio: se pierde la singularidad. Ocurre continuamente, como por ejemplo cuando conocemos a alguien que parece amable, culto, ingenioso, pero en cuanto nos dicen algo sobre él que nos permite clasificarlo, acabamos atribuyéndole características que pensamos que tienen la mayoría de los que están en el grupo en el que lo hemos incluido, aunque él no las tenga. Si es esquimal, pensaremos en alguien a quien solo le apetece comer pescado; si trabaja en una funeraria, nos lo imaginaremos como una persona solitaria que colecciona botones o chapas; y si es un reputado asesor financiero, sospecharemos que se trata de alguien ambicioso, con escasos escrúpulos y que desprecia la Navidad.

Algo así ocurre también cuando surgen fuerzas políticas con propuestas distintas a las tradicionales. Ocurrió con Podemos y sus diferentes franquicias, que rápidamente fueron calificados de extremistas y radicales, cuando en la práctica hemos podido comprobar que se han acomodado al sistema con una rapidez inusitada. Y ocurre en mucha mayor medida cuando el nuevo partido se sitúa a la derecha del espectro político nacional.

Un caso claro de lo que explico ha sido la irrupción de Vox en nuestro panorama político. Inmediatamente ha provocado un desmarque de la mayoría de actores políticos, que se han apresurado a etiquetar ese partido como de extrema derecha, comparándolo con fuerzas que se autocalifican como tales en Francia, Alemania y otros países europeos. Consecuentemente, ello ha supuesto que los aspectos más negativos de estos partidos se hayan acabado atribuyendo a Vox: violento, racista, antisemita, contrario a la unidad europea, etc.

Con este tipo de análisis, los líderes de los partidos convencionales esperan que la mayoría de personas rechacen de plano apoyar esa nueva formación política. En caso de no persuadir al personal, los mismos lideres no tardarán en atribuir su fracaso a la práctica manipuladora de una horda de discípulos goebbelsianos, adiestrados por el nuevo partido en las oscuras artes de las redes sociales y la mensajería digital. Como suele ser habitual, el político convencional se debatirá, según los casos, en demostrar que tiene razón o en acreditar que los demás están equivocados.

El problema puede agravarse, sin embargo, cuando se choca con la realidad. Objetivamente, Vox no se parece tanto a esos otros partidos con los que lo asocian. Hasta donde he podido leer o escuchar, no se ha manifestado en contra de la UE ni ha provocado acciones violentas de algún tipo. Tiene propuestas conservadoras en el ámbito de la familia, por ejemplo, con las que yo podría estar de acuerdo por su cercanía a las que defiende la Iglesia católica, y que, de hecho, no se diferencian de las propuestas de otros partidos conservadores. No comparto en absoluto otras propuestas, como su política de inmigración, difícilmente conciliable con el ideal evangélico, pero reconozco que pueden tener cierto atractivo en muchos sectores del electorado.

Tal vez uno de los aspectos más preocupantes de Vox sean sus propuestas más descabelladas e irrealizables, como desmantelar el sistema autonómico. No tanto por la extravagancia de lo propuesto, que suele ser síntoma de un partido advenedizo (recordemos que no hace tanto Ciudadanos proponía suprimir las diputaciones provinciales y fusionar los municipios de menos de 5000 habitantes, que son la inmensa mayoría), como por las expectativas creadas y que, inevitablemente, van a verse frustradas. Una frustración –y eso es lo malo–que puede acabar siendo una puerta abierta a propuestas políticas mucho más radicales y peligrosas.

Y aunque estas propuestas conciten cierto temor, muchos analistas explican este éxito alegando que una parte del electorado ha perdido el miedo a votar propuestas y partidos distintos de los convencionales. Habría ocurrido con Podemos hace algunos años y ha pasado ahora con Vox en las elecciones andaluzas. Como es lógico, la pérdida de ese miedo es visto como un acto de valentía desde las posiciones de estos partidos, pero se percibe con temor y dudas cuando se observa desde la perspectiva de las fuerzas políticas convencionales.

A mi juicio, creo que es exagerado hablar de miedo en el electorado. Donde sí puede haber un cierto grado de desasosiego, sin embargo, es en los partidos tradicionales y en la élite política y económica, al comprobar que pueden ser socavados los cimientos de lo que Zygmunt Bauman denomina la doctrina TINA, acrónimo del inglés There Is No Alternative. Porque para lo que no están preparados estos partidos es para que surjan alternativas al sistema actual.

En el último cuarto de siglo se han ido imponiendo diversos dogmas que rechazan cualquier intento de discutir su formulación. El principal de ellos es la creencia de que vivimos en un sistema gobernado desde parámetros económicos globalizados que, además, han minado la mayor parte de la capacidad de decisión de los gobiernos nacionales. No niego que en ello haya buena parte de verdad. Pero lo que proclama el dogma no es solo esta descripción, sino su carácter inevitable. El sistema de mercado global no es ya una mano invisible, sino un sistema determinista regido por normas que nada tienen que envidiar a la ley de la gravedad universal. De ahí que se nos diga que plantear una alternativa a ello, es como querer levantar el vuelo con solo agitar los brazos.

Pero los dogmas no solo se dan en el ámbito económico. También encontramos una situación parecida en relación a la visión antropológica del ser humano, su sexualidad y el rol de la familia tradicional, que no pocos entienden como algo trasnochado y a superar. O en el ámbito religioso y ético, en el que cualquier propuesta que suponga la defensa de principios absolutos es vista como un ejemplo de fanatismo, pues el dogma actual proclama que todo valor moral debe someterse a los deseos y aspiraciones de las personas. Lo que supone, claro está, que si la aspiración de alguien es conseguir un super-bebé genéticamente mejorado, debe poder tenerlo. Y si una mujer aspira a que su vientre sea una suerte de Termomix cocinando bebés a la carta, nadie debe poder impedirlo.

Pero los dogmas tienen su talón de Aquiles. Si hay una institución humana –aunque sea de origen divino– que sabe de dogmas, es la Iglesia Católica. Y si es la más sabia de las instituciones, es porque sabe que el dogma, para serlo, debe fundamentarse en el sensus fidei. En lenguaje mundano, el sentido común de la gente.

Por eso, cuando los líderes de los partidos convencionales se preocupan por el auge de grupos como Vox, deben preguntarse por qué han traicionado ese sentido común y se han agarrado a una colección de dogmas negando la posibilidad a cualquier alternativa. Sobre todo cuando ello obliga a renunciar a unos valores y unas tradiciones que, no por ser antiguas, deben darse por superadas. Lo triste es que, si estos líderes se hacen sinceramente esa pregunta, muy posiblemente llegarán a la lógica conclusión de que, al aceptar un dogma sin más, ello simplemente les ha permitido evitar el difícil trance de tener que pensar por sí mismos. Pero lo que no puede impedir es que, incluso los que les votaron, sí quieran pensar y decidan buscar una alternativa cercana al sentido común. Otra cosa es que finalmente la encuentren.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 17 de febrero de 2019

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