Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.

La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.
Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.
Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.
El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.
Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.
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