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Etiqueta: evangelización

Tomarse a Dios en serio

Posiblemente, nunca había sido tan difícil creer en Dios como ahora. La mayor parte de las personas viven como si Dios no existiera y entre ellas podemos incluir a muchos de los que se definen como creyentes.

Las razones de esta actitud tienen mucho que ver con la forma que tenemos de entender a Dios y como, a partir de esta comprensión siempre imperfecta, intentamos dar respuesta a las preguntas que llevamos siglos planteando: ¿Qué espera Dios de nosotros? ¿Por qué nunca parece estar cuando se le necesita? ¿Por qué permite el mal? Y como suele pasar, cuando pensamos sobre Dios, inevitablemente acabamos preguntándonos también qué es el ser humano y el sentido de su existencia, si es realmente libre o si vive condicionado por la biología o por una instintiva tendencia al egoísmo y al mal.

Tomarse a Dios en serio, el libro que presento hoy a los lectores de mi blog es una invitación a atreverse a buscar sus propias respuestas y a entender que, pese a las ausencias y a los silencios de Dios, es un error eliminarlo de nuestra ecuación vital. Mi tesis es que si creemos que es plausible que exista un Dios creador y que nuestra existencia tiene algún sentido que Él conoce, no deja de ser una necedad por nuestra parte no tomárnoslo en serio.

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¿Por qué deberíamos hoy creer en Dios?

Parece que nunca ha sido tan difícil como hasta ahora creer en Dios. Sin embargo, incluso algunos siglos atrás, cuando la religión todavía permeaba buena parte del tejido social, creer en Dios seguía siendo para muchos una tarea complicada. Sin ir más lejos, en pleno siglo XVII Blaise Pascal ofrecía una fórmula sencilla para la desafección hacia la religión que observaba entre sus congéneres: «Volverla [a la religión] a hacer amable, hacer que los buenos deseen que sea verdadera y mostrar después que es verdadera».

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Un primer aviso a navegantes de la apologética tradicional: aquí el orden de los factores afecta al resultado. Primero hay que promover el deseo y, solo después, acudir a la razón. Desgranemos, pues, los ingredientes de la receta para adecuarla a nuestras necesidades.

En primer lugar, es preciso conjurar la idea de que Dios o la religión es algo contrario a la razón. Que Dios se sitúe más allá de la razón es indiscutible, pero de ello no se deriva que se oponga a la misma. Tampoco la racionalidad humana obliga a rechazar la religión, aunque sí exige una actitud crítica, y esa crítica se vehicula a través del debate abierto y libre, alejado del fundamentalismo y la intransigencia.

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Es importante pues que la Iglesia se acostumbre a ser un actor más en el mundo para propagar su mensaje y ello hoy solo es posible si acepta las reglas del juego y pasa a ser un interlocutor con las mismas condiciones que los demás. Esto no quiere decir que deba renunciar a su carácter sacramental y a su misión de depositaria y transmisora de la Revelación, pero esa transmisión hoy no es posible si no sitúa también en la plaza pública y en condiciones de igualdad con los demás.

En estas condiciones se abre la posibilidad de que la Iglesia se perciba por las personas ajenas a ella, pero también por sus propios miembros que con frecuencia sienten con incomodidad determinadas actitudes de intransigencia, no como un adversario o un oponente, sino como una alternativa razonable. A partir de esa religión “amable” en el sentido de Pascal, el creyente puede exponer su propuesta liberadora y ofrecer un nuevo sentido a la vida del hombre.

El matiz es importante: mientras que la apologética clásica pretendía esgrimir las armas de la razón para imponer la fe, nuestra propuesta debe ser la de llegar al corazón del hombre, remover su espíritu aletargado para promover en él el deseo de que ese nuevo sentido sea real, de desear que la religión de la Iglesia sea verdadera. al hacer surgir ese deseo, se le abrirá al hombre el camino que le llevará a la fe y que no por ello dejará de ser razonable.

Pero para emprender este camino es necesario promover una disposición especial de la persona hacia una dimensión, la espiritual, que resulta desconocida por parte de la racionalidad científica e instrumental que impera actualmente. Ese intento por estimular la curiosidad por lo espiritual y despertar de nuevo el deseo de Dios no está alejado, creo yo, de lo que el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium denomina, en un fantástico neologismo, primerear, “adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”, reconociendo que de nada sirven “los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón”.

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La gran ventaja de buscar el deseo de Dios es que este encuentro inicia un nuevo momento en la vida de la persona, una transformación, pero no deja de ser un inicio, pues el deseo de Dios no se agota jamás. Este carácter inagotable permite que la transformación se realice también en nosotros mismos, en los que en principio estamos llamados a primerear, pues ese alimentar el deseo de Dios debe ser el elemento central de toda actividad pastoral o catequética, mientras que los demás aspectos de la religiosidad serán siempre secundarios o accesorios.

Lo que estoy diciendo puede parecer muy obvio, pero a menudo tengo la impresión de que en algunas partes la religión se sitúa por encima de Dios mismo, que la religión como institución, la Iglesia, los sacramentos, la liturgia, la moral, etc. son fines en sí mismos, corriendo entonces el riesgo de acabar teniendo una religión que puede subsistir sin Dios, como si Dios no existiera o no fuera más que un reclamo para captar adeptos. Es por esa razón fundamental que la transformación que opera el deseo de Dios se ejecute en nuestros corazones y que Dios tenga siempre un lugar central en nuestra vida y en la vida de las comunidades creyentes.

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La lección de los dos papas

administration ancient antique architecture
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Muchas personas han visto estas Navidades la película sobre los dos papas que se emite a través de una conocida plataforma digital. Y, si no la han visto, con seguridad habrán tenido noticia sobre ella a través de la prensa o de las redes sociales.  

En las dos horas que dura el filme se relata un encuentro supuestamente basado en hechos reales entre el papa Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, poco tiempo antes de la dimisión del primero en el año 2013Pese a su aparente historicidad, se trata de un encuentro apócrifo presentado con cierto tono caricaturesco, cebándose sobre todo en la imagen de Benedicto XVI, que es dibujada con manifiesta inquina. Así como el cardenal argentino es visto con simpatíamostrando su habitual rostro cercano y afable, el pontífice alemán se asemeja más a un ególatra senil que al venerable y erudito teólogo que muchos hemos tenido la fortuna de leer. Valga como ejemplo una genial escena, hacia el minuto cuarenta y cinco del filme, en la que Benedicto XVI toca unas piezas de piano para su invitado mientras le comenta que en su juventud se planteó dedicarse a la música, algo que no obstante fue descartado pues, añade inmediatamente y no sin cierta sorna, “me temo que en el piano no soy infalible”. Paradójicamente, minutos después, mientras Bergoglio intenta tratar con el altivo papa asuntos más serios, el alemán lo ignora completamente y le pone en la televisión la que es, según confiesasu serie de televisión favorita, El comisario Rexun frívolo serial austríaco que tiene como protagonista a un pastor alemán que trabaja para la policía. Extraigan ustedes sus conclusiones. 

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En todo caso, se trata de ficción y la caricatura sin duda forma parte de la opción creativa del director y máximo responsable de la filmación, el brasileño Fernando Meirelles, y justo es respetarlo. A estas alturas no vamos a sorprendernos del tratamiento ofrecido a los dos personajes habida cuenta de la gran popularidad mediática de Francisco, de la que en ningún momento disfrutó su predecesor, cuyo pontificado siempre se mantuvo a la sombra del de san Juan Pablo II, siendo además constantemente atacado por numerosos sectores perjudicados en los tiempos en que el alemán capitaneaba la Congregación para la Doctrina de la Fe.  

Al margen de las caricaturas más o menos logradas, sí que es verdad que el filme presenta dos formas de ser o de vivir la Iglesia que hoy permanecen más vivas que nunca. Sin embargo, sería un error achacar esta división a la actual coyuntura, pues la dialéctica entre conservadores y progresistas, entre tradicionalistas y renovadoresla encontramos desde el inicio de la historia de la Iglesia, donde siempre ha existido esa tensión entre la renovación y el mantenimiento de lo esencial de la fecon independencia de saber en cada momento qué renovar y qué se considera esencial superfluo.  

Así pues, la película pretende ilustrar esa permanente tensión en su versión actualaprovechando la insólita convivencia de dos pontífices vivosPara ello incurre, como por otro lado suele ser inevitable en estos casos, en un reduccionismo simplón al atribuir a cada uno de los papas un arquetipo homogéneo que normalmente no se ajusta a la realidad. Por ejemplo, la etiqueta de progresista y moderno de Francisco choca a menudo con afirmaciones suyas que descolocan a los militantes de la facción más progresista, como cuando afirma, sin atisbo de duda, la existencia real del demonioalgo que muchos teólogos y sacerdotes niegan o sobre este asunto se limitan a afirmar que tal personaje es una especie de símbolo antropomórfico que se refiere a actitudes pecaminosas como el afán desmedido de riqueza o de poder. Pero que ninguno de los dos papas, por su trayectoria y por su personalidad, pueda ser etiquetado sin matices en uno u otro sector, no significa que estos sectores no existan y marquen muy de cerca la “agenda política” eclesial. 

photo of priest standing on cathedral
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Asumiendo también nosotros el riesgo de caricaturizar y simplificar, podríamos decir queen la Iglesia actual, estos dos sectores antagónicos presentan las siguientes características. El primero de ellos, el sector conservadorcentra su preocupación en la salvaguarda de la moral católica y de la institución social (que no divina) de la Iglesia, su rol en la sociedad y sus privilegiosLejos de manifestar grandes ambiciones pastorales, sus líderes aparentan estar más preocupados por la fiel aplicación del Código de Derecho Canónico que de la Bibliauna actitud que los lleva a reinterpretar lfigura del Jesús de Nazaret como un implacable fariseo, obstinado en que se cumplan todos y cada uno de los preceptos de la ley. Una visión de Jesús que, al menos a algunos, nos parece muy alejada de la que se relata en el Nuevo Testamento. 

Frente a estos nos encontramos con el sector activista de la Iglesia, comprometido en llevar la salvación económica y social todos los rincones del planeta, como si hubiesen olvidado que el Reino de Dios prometido por Jesús no está en este mundo. El problema añadido es que, al margen de lo que crean o no, su activismo los lleva a aliarse con otras fuerzas sociales afines en sus objetivos –que no en su fe–, obligándose a arrinconar a Dios y a lo sagrado, aunque sea para no ofender a aquellos que no creen. Al final, Jesucristo pasa a ser un referente, pero no un interviniente real en la historia y, con ello, Dios deja de ser necesario. 

Paradójicamente, el principal perjuicio de esta división no debemos buscarlo en los extremos, en aquello en que más difieren sendas posturas, sino en aquello que es coincidente en ambos casoshablan mucho de los problemas de los hombres y de la sociedad actual, pero se han olvidado de hablar de Dios.  

El cardenal guineano Robert Sarah, en su reciente libro-entrevista Se hace tarde y anochece, reflexiona sobre la actual crisis y se pregunta qué pide el pueblo de Dios a sus sacerdotes. Naturalmente, la respuesta no sé encuentra en el derecho canónico ni en la gestión de comedores sociales. Para esto ya están los servicios asistenciales del ayuntamiento o la consulta del psicoterapeuta de la esquina. Quien acude a un sacerdote es porque quiere conocer a Dios, pero con demasiada frecuencia lo que se encuentra es una respuesta desangelada, una homilía enlatada y fría. Posiblemente porque ese sacerdote ya ha olvidado la última vez que habló apasionadamente de Él. 

De la misma forma que muchos ministros parecen dejar de lado el que debería ser el principal asunto para la Iglesia hoy, al menos en Occidente: la llamada apostasía silenciosa, el abandono continuado de la fe de miles de bautizados, que pasan a vivir como si Dios no existiera y que, consecuentemente, dejan de ser transmisores de la fe a sus hijos, nietos y otras personas de su entorno.  

Es verdad que se habla muchoen diferentes foros y debates, de la necesidad de reevangelizar Occidente y de recuperar a esa gran masa de población heredera de los restos de la cristiandad. Sin embargo, la realidad acredita desde hace décadas que nada se consigue desde unas posiciones cada vez más ideologizadas y menos espiritualizadas. Como puede leerse entre líneas a través de esa caricatura de los dos papas, poca o nula credibilidad puede tener la Iglesia cuando la mayoría de sus ministros se preocupa más de los problemas del César que de hablar de Dios. 

 

Publicado en El Mundo/El dia de Baleares el 19 de enero de 2020

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Como piezas de un puzle

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Si algo define a la mayoría de las religiones es que, de una u otra forma, intentan ofrecer un sentido a la existencia humana. El cristianismo, obviamente, no es una excepción. Pero esa oferta de sentido no se ofrece de forma clara e inmediata. No hay un libro sagrado o una fórmula que proclame en una frase «el sentido de la vida es X». La existencia humana es algo más complejo que una lavadora, de ahí que no exista un folleto con las instrucciones de uso.

Para entender cómo se manifiesta ese sentido en el cristianismo, podemos imaginar que ocurre de forma parecida a un puzle. No hace falta pensar en uno de esos puzles complicados, de mil o dos mil piezas minúsculas y de formas rabiosamente diferentes. Es suficiente con un puzle más bien sencillo, cuyas piezas casi se van colocando solas. Sin embargo, se trata de un puzle que tiene dos particularidades.

La primera es que carecemos de una referencia. No tenemos la caja del puzle con la imagen que pretendemos conseguir y, por tanto, no tenemos una idea clara de cuál va a ser el resultado final.

La segunda particularidad es que falta una pieza. Se trata de una pieza central, que obstaculizará la posibilidad de tener una visión completa de la imagen, aunque no impedirá poder montar el resto de puzle. Por mucho que indaguemos, algo seguirá siempre oculto, en el misterio. Si la imagen final que conseguimos ver conforma el sentido de nuestro existir, no podemos olvidar que, tras la pieza que no tenemos, se encuentra lo inaccesible e inabarcable. En nuestro puzle vital es ahí donde se nota la presencia de Dios.

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Al igual que las piezas del puzle, el cristianismo puede ser para muchos un conjunto de datos para ir encajando unos con otros: existe un Dios; Jesús, su hijo, resucitó en la Pascua y se encuentra presente en la Eucaristía; la Biblia contiene la revelación del plan de Dios etc. Es fácil contemplar estas verdades de fe como conceptos con cierta autonomía. Se puede creer en uno o en todos ellos, estudiarlos, aprenderlos de memoria. Pero si no los conectamos, si no vamos construyendo el puzle que todos ellos forman, nunca hallaremos realmente el sentido de nuestra fe.

Lo mismo ocurre si intentamos prescindir de algunas de estas piezas. Es verdad que, como hemos dicho, nos falta una. Pero precisamente por ello, no podemos prescindir de más. Si dejamos de lado la Eucaristía o negamos la historicidad de la resurrección o el aspecto sacrificial de la muerte de Jesús, la imagen final del puzle empieza a desdibujarse y, con ello, se difumina nuestra fe. Se vuelve vana, como dijo san Pablo a propósito de los que niegan la resurrección de Jesús (1 Co 15, 14).

Desgraciadamente, este proceso de deterioro a menudo ni siquiera se percibe. Esto es así porque una religión que no aporta sentido puede seguir funcionando por pura inercia, como terapia de autoayuda o como una asociación benéfica en la que nos sentimos cómodos. Obtenemos con ello una paz interior, un bienestar inmediato que oculta una fe moribunda. Es legítimo, e incluso humano, dudar. Sumergirse en la oscuridad del que se empeña en no ver cómo encaja aquella pieza que tiene ante sí pero que no parece significar nada. Pero es un error desechar esa pieza o renunciar a completar el rompecabezas, pues inmediatamente, el espacio que ocupa la duda es invadido por la podredumbre.

Renunciar a las piezas del puzle que no entendemos o que no nos agradan, supone renunciar al sentido que la religión nos da. Implica priorizar lo humano sobre lo divino, idolatrar nuestra superficialidad frente al misterio. Y todo ello sin darnos cuenta de que, quien renuncia al sentido, pierde lo más valioso que nos da la religión para seguir el rumbo en esta vida terrena: la esperanza.

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¿Celebra Jesucristo la Navidad?

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Aunque un observador imparcial hoy casi lo podría en duda, es comúnmente conocido que el origen de la Navidad es religioso. Esos entrañables días próximos al solsticio de invierno eran festivos incluso antes de la Navidad, pues el cristianismo se apropió de las fiestas romanas dedicadas al Sol para celebrar el nacimiento de Jesús de Nazaret. Sin embargo, casi dos milenios más tarde, parece que las cosas han cambiado de forma radical. No sé hasta qué punto puede sostenerse que se ha vuelto a la paganización de estas fechas o si, simplemente, han perdido ya todo su tinte religioso y se han secularizado. Pero lo cierto es que, como cristiano, cada vez me cuesta más reconocer algo de mi religión en la Navidad. Y de ahí que tenga mis dudas al preguntarme si el propio Jesús sería capaz de reconocerse en la celebración de estas fiestas.

No niego que mucha gente pensará que exagero. Es verdad que en muchos lugares se siguen manteniendo las apariencias de lo que eran los principales aspectos religiosos de la Navidad de antaño. La misma mercantilización que ha transformado estas fiestas en una orgía de consumismo, promueve a su vez una regresión nostálgica al pasado, a la niñez, evocando los recuerdos más tiernos y profundos. Y si esa apariencia se mantiene es, en buena parte, por el papel fundamental que ostenta una de las principales enfermedades que afecta hoy al catolicismo y al cristianismo en general: la culturización de la religión.

Sin duda, la Navidad es el principal ejemplo de cómo la religión católica es vista, por la mayoría de conciudadanos nuestros, como un conjunto de tradiciones, costumbres y expresiones artísticas cuyo valor merece todos nuestros máximos esfuerzos para su preservación. Sean las catedrales o el canto gregoriano, las romerías o los belenes en nuestros hogares, todo forma parte de este acervo inconmensurable que merece ser conservado y difundido.

Esta visión forma parte de un proceso de secularización que ha llevado a la religión católica a ser considerada un objeto, un bien de un valor ciertamente relevante. Ello no impide que el catolicismo siga manteniendo otros dos aspectos igualmente importantes. Por una parte, sigue siendo considerado por muchos –incluidos muchos no creyentes– como el custodio de un conjunto de valores morales válidos y que deben ser socialmente promovidos, sobre todo a través del sistema educativo. Por otra parte, la Iglesia católica sigue siendo una parte importante del llamado tercer sector, con reconocidas aportaciones en favor de los más desfavorecidos de la sociedad.

Reconozcamos, pues, que el catolicismo sigue teniendo un indiscutible papel en el ámbito social y cultural pese a la secularización general, pero no es menos cierto que su peso como religión va disminuyendo día a día. De ahí la razón de mi pregunta inicial, en este caso referida a la Navidad. Al margen del papel de la Iglesia como institución social y cultural, si observamos lo que significa hoy socialmente la Navidad, incluso para muchos que se identifican como creyentes, me pregunto en qué se diferenciaría esa Navidad con la que celebraríamos si el motivo de la fiesta fuera el nacimiento del rey-Sol, como hacían los romanos. Dicho de otra manera: ¿Con qué facilidad nos topamos con Jesús durante la Navidad? ¿No será que, al final, Cristo es ese invitado ausente en la fiesta, al que la mayoría ha olvidado?

Llegados a este punto, es importante aclarar que celebrar el nacimiento de Cristo no es, para un cristiano, algo tan banal como asistir a una fiesta de cumpleaños. Ni siquiera es una excusa para recordar al fundador de nuestra religión. Lo que celebramos en la Navidad es posiblemente el aspecto más original e insólito del cristianismo: el misterio de la Encarnación.

La Encarnación se refiere al acontecimiento histórico, que se remonta a poco más de dos mil años, a través del cual Dios, creador del universo, se despojó de todos sus poderes y privilegios para hacerse un simple mortal. De esta forma, siendo Dios un ser humano como cualquiera de nosotros, podíamos ser capaces de entender qué quiere de nosotros. Es verdad que ni los milagros ni las buenas palabras evitaron que el Hijo de Dios fuera asesinado como un vulgar criminal. Pero tras esa muerte y la noticia de su resurrección, nos quedó el recuerdo escrito de su vida y sus palabras. Y es a través de este recuerdo vivo que Dios nos traza el camino para salir del redil de muerte y odio en el que nos hallamos. Difundir ese mensaje, que los creyentes reconocemos como Palabra de Dios, es la principal misión de la Iglesia.

Asombrosamente, en la Navidad que vivimos hoy apenas se escucha esta noticia liberadora. Seria injusto decir que la Iglesia no lo difunde, pero lo cierto es que su mensaje apenas llega a sus destinatarios. Y en parte es normal. El mensaje de Jesús no es fácil de poner en práctica. Y, desde luego, no tiene nada que ver con las ansiadas proclamas revolucionarias que algunos ambicionan. Como tampoco tiene que ver con los moralismos rancios que secretan ciertos ámbitos educativos o algunos medios de comunicación y que con frecuencia solo tienden a fomentar el sectarismo o una competitividad y un culto al esfuerzo que no se orienta a favorecer a los más necesitados, sino al enriquecimiento personal y al reconocimiento social.

Tal vez debamos reconocer, pues, que la batalla de la Navidad está perdida, pero que buena parte de la culpa se la debemos al propio Jesús. La realidad es que, pese a haber transcurrido casi dos milenios, su mensaje sigue siendo incómodo y son muchos los que prefieren silenciarlo. En el desenfrenado afán consumista y hedonista, escuchar a quien nos compele a amar a nuestros enemigos, o a entender que las riquezas, incluso las conseguidas con nuestro esfuerzo y dedicación, son el principal obstáculo para nuestra verdadera felicidad, puede provocar algo más que un corte de digestión. Cuando se lee que es imprescindible renunciar a la propia vida para salvarla, o que con la firme obediencia a la voluntad de Dios se logra un efecto liberador que supera con creces cualquier libertad mundana que podamos imaginar, uno siente como todos los cimientos de su existencia se remueven descontroladamente.

La opción de Jesús no es hoy la opción fácil. Nunca lo ha sido. Y ante el amplio abanico de ofertas de este mundo, es forzosamente una opción minoritaria. Pero es necesario que los creyentes la rescatemos de ese olvido en el que parece haber caído y que vuelva a ser relativamente sencillo toparse con Jesús, en Navidad y fuera de ella.

En este sentido, la propia Iglesia y sus pastores tienen una especial responsabilidad. Con demasiada frecuencia han renunciado a difundir con firmeza la Palabra de Dios y han sucumbido a estos aspectos materiales que resultan mucho más cómodos y que gozan de un mayor reconocimiento de las élites políticas y sociales. No es suficiente exigir, como hacen menudo tantos jerarcas de la Iglesia, el respeto a la actual situación social o jurídica, aludiendo para ello a las raíces cristianas de España o de Europa. Nadie duda de la existencia de estas raíces, pero lo que estos pastores deberían recordar es que, si se deja morir el árbol, mueren también las raíces y estas se acaban convirtiendo en adobo para todo tipo de plantas indeseables y malas hierbas. Tal vez lo que importa ahora es preocuparse menos de las raíces y, en cambio, dedicarse con más ahínco a buscar nuevos terrenos y sembrar nuevas semillas. Aunque con ello sacrifiquemos la comodidad.

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 30 de diciembre de 2018

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