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Etiqueta: fe

Resucitado

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Todo cristiano sabe que Jesús resucitó y así lo profesa cada domingo en la recitación del Credo. El día que celebramos la Pascua, esa expresión adquiere una especial notoriedad al ser el gran anuncio de la Iglesia peregrina y motivo de esperanza para todos. Pero, ¿nos paramos a menudo a pensar qué significa realmente ese acontecimiento? ¿Hasta qué punto creemos en la resurrección real de Jesucristo?

Desde sus inicios, la resurrección de Jesús ha sido puesta en tela de juicio. En la Biblia se nos cuenta como los judíos se apresuraron a difundir que se trataba de una invención de los seguidores de Jesús, los cuales habrían ocultado el cadáver de su Maestro para dar pábulo a esa creencia (Mt 28, 11-15). Esa presunta invención contrasta, sin embargo, con la generosidad de detalles en los evangelios, que hubieran sido fáciles de desmentir, como las frecuentes apariciones de Jesús, muchas de ellas extrañas, como las que se dedica a comer o aquellas en las que atraviesa las paredes como si de tratara de un fantasma.

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Que los apóstoles y seguidores de Jesús contasen estas historias no era algo que pudiera esperarse de forma natural. En la cultura judía era común la creencia en la vida tras la muerte y en el ámbito helénico existían numerosas corrientes espiritualistas de corte platónico o gnóstico que creian en laexistencia de una identidad espiritual de la persona –el alma, la mente, el espíritu…– que podía pervivir cuando el cuerpo moría y que de alguna manera mantenía la esencia de aquel ser que había sido dado a luz en algún lugar del planeta. Sin embargo, estas concepciones antropológicas en boga en aquel momento rechazaban la idea de una resurrección corporal como la que plantea el evangelio. De hecho, no está de más recordar como los judíos eran los primeros que evitaban el contacto con un cadáver, que consideraban fuente de impureza.

Algo debió ocurrir, pues, para que los seguidores de Jesús hicieran correr la noticia de la resurrección de su Maestro, no solo en un sentido espiritual, sino también corporal, hasta el punto de hacerse presente y comer con ellos o dejarse tocar. Nada hubiera sido más fácil para esos seguidores que predicar la presencia del Espíritu de Dios o la fuerza de aquel Mesías que iba a regresar para liberar al pueblo oprimido. Optar por explicar la reaparición física de un ejecutado en la cruz era, sin duda, la peor idea, la forma más práctica de hacer el ridículo y de ser objeto de burla y desprecio. Si, pese a ello, lo hicieron e insistieron en ello, solo podía ser por tener un convencimiento real de lo sucedido, por tener claro que lo que ellos habían visto no era una alucinación.

No obstante, los bulos y las burlas de las autoridades del momento no han dejado de tener vigencia. Aún hoy se sigue negando esa realidad y no es difícil escuchar, incluso en algún púlpito, que la resurrección fue una experiencia religiosa de sus seguidores, una vivencia que dio lugar a un movimiento liberador, inspirado por el Espíritu Santo. Es decir, una experiencia subjetiva col·lectiva que, objetivamente, en el mundo de lo real, jamás ocurrió.

No hay forma de demostrar ese error, de la misma manera que no hay forma de acreditar fehacientemente la resurrección de Cristo –ni, dicho sea de paso, la historicidad del relato de la muerte de Sócrates o la de los devaneos de Salomón y la reina de Saba–, pero no deja de ser mucho suponer que una religión de casi dos mil años de antigüedad se deba a una alucinación colectiva de un grupo de galileos, algunos de ellos analfabetos, tras la traumática experiencia de ver como ejecutaban a su líder. Si Jesús no resucitó, ¿qué sentido tiene ser cristiano? ¿Qué aporta Cristo realmente a la humanidad? El amor, el perdón o la compasión som importantes, pero son valores que están en otras religiones. Si negamos la realidad de la resurrección de Jesús o el hecho de que este fuera realmente Dios, ser cristiano acaba siendo, como apuntó C. S. Lewis, el seguimiento y la exaltación de alguien que estaba loco de remate o algo peor.

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La banalización de lo religioso

Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.

La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.

Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.

Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.

El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.

Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.

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La lección de los dos papas

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Muchas personas han visto estas Navidades la película sobre los dos papas que se emite a través de una conocida plataforma digital. Y, si no la han visto, con seguridad habrán tenido noticia sobre ella a través de la prensa o de las redes sociales.  

En las dos horas que dura el filme se relata un encuentro supuestamente basado en hechos reales entre el papa Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, poco tiempo antes de la dimisión del primero en el año 2013Pese a su aparente historicidad, se trata de un encuentro apócrifo presentado con cierto tono caricaturesco, cebándose sobre todo en la imagen de Benedicto XVI, que es dibujada con manifiesta inquina. Así como el cardenal argentino es visto con simpatíamostrando su habitual rostro cercano y afable, el pontífice alemán se asemeja más a un ególatra senil que al venerable y erudito teólogo que muchos hemos tenido la fortuna de leer. Valga como ejemplo una genial escena, hacia el minuto cuarenta y cinco del filme, en la que Benedicto XVI toca unas piezas de piano para su invitado mientras le comenta que en su juventud se planteó dedicarse a la música, algo que no obstante fue descartado pues, añade inmediatamente y no sin cierta sorna, “me temo que en el piano no soy infalible”. Paradójicamente, minutos después, mientras Bergoglio intenta tratar con el altivo papa asuntos más serios, el alemán lo ignora completamente y le pone en la televisión la que es, según confiesasu serie de televisión favorita, El comisario Rexun frívolo serial austríaco que tiene como protagonista a un pastor alemán que trabaja para la policía. Extraigan ustedes sus conclusiones. 

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En todo caso, se trata de ficción y la caricatura sin duda forma parte de la opción creativa del director y máximo responsable de la filmación, el brasileño Fernando Meirelles, y justo es respetarlo. A estas alturas no vamos a sorprendernos del tratamiento ofrecido a los dos personajes habida cuenta de la gran popularidad mediática de Francisco, de la que en ningún momento disfrutó su predecesor, cuyo pontificado siempre se mantuvo a la sombra del de san Juan Pablo II, siendo además constantemente atacado por numerosos sectores perjudicados en los tiempos en que el alemán capitaneaba la Congregación para la Doctrina de la Fe.  

Al margen de las caricaturas más o menos logradas, sí que es verdad que el filme presenta dos formas de ser o de vivir la Iglesia que hoy permanecen más vivas que nunca. Sin embargo, sería un error achacar esta división a la actual coyuntura, pues la dialéctica entre conservadores y progresistas, entre tradicionalistas y renovadoresla encontramos desde el inicio de la historia de la Iglesia, donde siempre ha existido esa tensión entre la renovación y el mantenimiento de lo esencial de la fecon independencia de saber en cada momento qué renovar y qué se considera esencial superfluo.  

Así pues, la película pretende ilustrar esa permanente tensión en su versión actualaprovechando la insólita convivencia de dos pontífices vivosPara ello incurre, como por otro lado suele ser inevitable en estos casos, en un reduccionismo simplón al atribuir a cada uno de los papas un arquetipo homogéneo que normalmente no se ajusta a la realidad. Por ejemplo, la etiqueta de progresista y moderno de Francisco choca a menudo con afirmaciones suyas que descolocan a los militantes de la facción más progresista, como cuando afirma, sin atisbo de duda, la existencia real del demonioalgo que muchos teólogos y sacerdotes niegan o sobre este asunto se limitan a afirmar que tal personaje es una especie de símbolo antropomórfico que se refiere a actitudes pecaminosas como el afán desmedido de riqueza o de poder. Pero que ninguno de los dos papas, por su trayectoria y por su personalidad, pueda ser etiquetado sin matices en uno u otro sector, no significa que estos sectores no existan y marquen muy de cerca la “agenda política” eclesial. 

photo of priest standing on cathedral
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Asumiendo también nosotros el riesgo de caricaturizar y simplificar, podríamos decir queen la Iglesia actual, estos dos sectores antagónicos presentan las siguientes características. El primero de ellos, el sector conservadorcentra su preocupación en la salvaguarda de la moral católica y de la institución social (que no divina) de la Iglesia, su rol en la sociedad y sus privilegiosLejos de manifestar grandes ambiciones pastorales, sus líderes aparentan estar más preocupados por la fiel aplicación del Código de Derecho Canónico que de la Bibliauna actitud que los lleva a reinterpretar lfigura del Jesús de Nazaret como un implacable fariseo, obstinado en que se cumplan todos y cada uno de los preceptos de la ley. Una visión de Jesús que, al menos a algunos, nos parece muy alejada de la que se relata en el Nuevo Testamento. 

Frente a estos nos encontramos con el sector activista de la Iglesia, comprometido en llevar la salvación económica y social todos los rincones del planeta, como si hubiesen olvidado que el Reino de Dios prometido por Jesús no está en este mundo. El problema añadido es que, al margen de lo que crean o no, su activismo los lleva a aliarse con otras fuerzas sociales afines en sus objetivos –que no en su fe–, obligándose a arrinconar a Dios y a lo sagrado, aunque sea para no ofender a aquellos que no creen. Al final, Jesucristo pasa a ser un referente, pero no un interviniente real en la historia y, con ello, Dios deja de ser necesario. 

Paradójicamente, el principal perjuicio de esta división no debemos buscarlo en los extremos, en aquello en que más difieren sendas posturas, sino en aquello que es coincidente en ambos casoshablan mucho de los problemas de los hombres y de la sociedad actual, pero se han olvidado de hablar de Dios.  

El cardenal guineano Robert Sarah, en su reciente libro-entrevista Se hace tarde y anochece, reflexiona sobre la actual crisis y se pregunta qué pide el pueblo de Dios a sus sacerdotes. Naturalmente, la respuesta no sé encuentra en el derecho canónico ni en la gestión de comedores sociales. Para esto ya están los servicios asistenciales del ayuntamiento o la consulta del psicoterapeuta de la esquina. Quien acude a un sacerdote es porque quiere conocer a Dios, pero con demasiada frecuencia lo que se encuentra es una respuesta desangelada, una homilía enlatada y fría. Posiblemente porque ese sacerdote ya ha olvidado la última vez que habló apasionadamente de Él. 

De la misma forma que muchos ministros parecen dejar de lado el que debería ser el principal asunto para la Iglesia hoy, al menos en Occidente: la llamada apostasía silenciosa, el abandono continuado de la fe de miles de bautizados, que pasan a vivir como si Dios no existiera y que, consecuentemente, dejan de ser transmisores de la fe a sus hijos, nietos y otras personas de su entorno.  

Es verdad que se habla muchoen diferentes foros y debates, de la necesidad de reevangelizar Occidente y de recuperar a esa gran masa de población heredera de los restos de la cristiandad. Sin embargo, la realidad acredita desde hace décadas que nada se consigue desde unas posiciones cada vez más ideologizadas y menos espiritualizadas. Como puede leerse entre líneas a través de esa caricatura de los dos papas, poca o nula credibilidad puede tener la Iglesia cuando la mayoría de sus ministros se preocupa más de los problemas del César que de hablar de Dios. 

 

Publicado en El Mundo/El dia de Baleares el 19 de enero de 2020

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Dios y Padre

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Todo cristiano sabe que puede llamar padre a Dios. Gracias a Jesús se produjo esa adopción divina que nos permite una familiaridad inédita en otras religiones. Lo repetimos a diario (o así debería ser en todos los creyentes) al rezar el Padrenuestro o en cualquier otra oración personal o comunitaria. Para muchos, sin embargo, se trata de una fórmula que se repite como un mantra, sin ser apenas conscientes de lo que significa.

La mayoría de las religiones, sobre todo las monoteístas, plantean normalmente un tiempo futuro al que todos están llamados a formar parte. Un lugar en el que se convive en paz y respeto, gobernados por una figura divina con claros tintes paternalistas. Y ese ideal sirve, a su vez, como criterio moral. Es decir, esa visión del paraíso nos dice cómo debemos actuar en la vida terrena. En la medida de nuestras posibilidades y limitaciones, nuestra misión para merecer acceder a ese lugar primordial es intentar construir ese mismo paraíso en nuestro mundo, con todas las dificultades que ello comporta.

Ese ideal, que un cristiano puede fácilmente identificar con el Reino de los cielos, no es esencialmente distinto en otras religiones e incluso en ideologías utópicas que persiguen una sociedad igualitaria y feliz. La diferencia estriba en que, para el creyente religioso, ese ideal se corresponde con una realidad trascendente que, en nuestro caso, llamamos cielo. Para el seguidor de una ideología, no hay una correspondencia real de ese paraíso, ni en este mundo ni en otro. Simplemente es un modelo teórico al que hay que tender y por el que vale la pena luchar.

Aunque esta es –por decirlo de alguna manera– la teoría, en la práctica muchos cristianos entienden su fe como una lucha por ese Reino ya en la tierra, lo que se consigue a base de esfuerzo y de cumplir con aquellos preceptos morales que se derivan del evangelio. Esta postura conlleva en sí misma un peligro mortal para la fe: si nuestra misión es la construcción del Reino en la tierra y tenemos en la Sagrada Escritura las instrucciones de cómo hacerlo, ¿qué necesidad hay de la Iglesia, de los sacramentos e, incluso, de Dios?

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Esta postura tan aparentemente evangélica tiene, como vemos, un fundamento anticristiano evidente. En primer lugar, porque supone la entronización del hombre, capaz de labrar su futuro prescindiendo del Creador. Y, en segundo lugar, porque olvida que el Reino al que estamos llamados no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque nuestro acceso a él dependa de lo que sí hagamos en esta vida.

Desgraciadamente, como digo, son muchos los creyentes y bautizados que viven hoy como si Dios no existiera. Que buscan una vida feliz e incluso luchan por un mundo más justo, pero sin tener a Dios en el centro de su vida. Y uno de los motivos para que esto suceda es que Dios es percibido como una figura lejana o que sienten que coarta nuestra autonomía personal. En la medida que el hombre se ha hecho mayor de edad, no necesita esa tutela divina que, en el fondo, limita su creatividad y su libertad.

Esta actitud es más incomprensible cuando se da en católicos comprometidos, es decir, en aquellos bautizados que acceden a los sacramentos, colaboran en las parroquias o son catequistas. Posiblemente, esto ocurre porque, sumidos en sus tareas, han olvidado uno de los elementos centrales de la buena nueva de Jesús: nuestra filiación divina. Una filiación que no es una mera metáfora ni algo accesorio al mensaje evangélico. No es casual que fueran estas las primeras palabras de Jesús nada más resucitar, al encontrarse con María Magdalena: «vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Difícilmente puede decirse de forma más clara.

A partir de esta declaración debemos afirmar que Dios no es solo nuestro creador, la inteligencia que todo lo conoce, el ingeniero cósmico que ha diseñado el mundo, el Absoluto e inefable. Como tampoco es solo el que da la vida y la quita, el que permite el mal, el dolor y la muerte, aunque nos da la libertad y la autonomía para ser virtuosos o para pecar. Dios puede tener todos estos oficios y atribuciones y así lo creen muchas personas, pero lo primero que debe ver el cristiano es un Padre.

Cualquiera de nosotros ha podido tener un progenitor que haya sido un maestro exigente con sus alumnos, un juez estricto o un hábil artesano. Pero para nosotros, la imagen de nuestra madre o de nuestro padre es muy diferente de como la habrán visto los alumnos, litigadores o clientes que hayan acudido a ellos. Por esa misma razón, los cristianos vemos a Dios de forma muy distinta a aquellos que solo ven un creador, una energía cósmica o un soberano inmortal ante el que rendir cuentas. Para nosotros es, ante todo, Padre. De ahí que, incluso cuando es exigente porque hemos pecado, notemos su amor. Cuando padecemos o sufrimos por el dolor de alguien querido, no lo percibimos como un juez incorruptible, sino como alguien que nos acompaña. En los momentos de oscuridad y desesperanza, sabemos que Él sigue ahí, esperando como aquel padre misericordioso a su hijo pródigo (Lc 15, 20).

Cabe preguntarse, pues, por qué tantos cristianos viven sin caer en la cuenta de la fortuna que supone ser hijos de Dios. De ser amados por quien todo lo puede y tiene, además, la capacidad de amarnos infinitamente. Llamar Padre a Dios es mucho más que atribuirle una cualidad o un título. Pero llamarnos a nosotros hijos suyos es algo que, además, define nuestro ser y la razón de nuestro existir. Porque si no somos capaces de sentirlo como Padre, jamás alcanzaremos a sentir su amor, de la misma forma que seremos incapaces de amar como Él espera que lo hagamos, como hijos suyos.

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Como piezas de un puzle

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Si algo define a la mayoría de las religiones es que, de una u otra forma, intentan ofrecer un sentido a la existencia humana. El cristianismo, obviamente, no es una excepción. Pero esa oferta de sentido no se ofrece de forma clara e inmediata. No hay un libro sagrado o una fórmula que proclame en una frase «el sentido de la vida es X». La existencia humana es algo más complejo que una lavadora, de ahí que no exista un folleto con las instrucciones de uso.

Para entender cómo se manifiesta ese sentido en el cristianismo, podemos imaginar que ocurre de forma parecida a un puzle. No hace falta pensar en uno de esos puzles complicados, de mil o dos mil piezas minúsculas y de formas rabiosamente diferentes. Es suficiente con un puzle más bien sencillo, cuyas piezas casi se van colocando solas. Sin embargo, se trata de un puzle que tiene dos particularidades.

La primera es que carecemos de una referencia. No tenemos la caja del puzle con la imagen que pretendemos conseguir y, por tanto, no tenemos una idea clara de cuál va a ser el resultado final.

La segunda particularidad es que falta una pieza. Se trata de una pieza central, que obstaculizará la posibilidad de tener una visión completa de la imagen, aunque no impedirá poder montar el resto de puzle. Por mucho que indaguemos, algo seguirá siempre oculto, en el misterio. Si la imagen final que conseguimos ver conforma el sentido de nuestro existir, no podemos olvidar que, tras la pieza que no tenemos, se encuentra lo inaccesible e inabarcable. En nuestro puzle vital es ahí donde se nota la presencia de Dios.

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Al igual que las piezas del puzle, el cristianismo puede ser para muchos un conjunto de datos para ir encajando unos con otros: existe un Dios; Jesús, su hijo, resucitó en la Pascua y se encuentra presente en la Eucaristía; la Biblia contiene la revelación del plan de Dios etc. Es fácil contemplar estas verdades de fe como conceptos con cierta autonomía. Se puede creer en uno o en todos ellos, estudiarlos, aprenderlos de memoria. Pero si no los conectamos, si no vamos construyendo el puzle que todos ellos forman, nunca hallaremos realmente el sentido de nuestra fe.

Lo mismo ocurre si intentamos prescindir de algunas de estas piezas. Es verdad que, como hemos dicho, nos falta una. Pero precisamente por ello, no podemos prescindir de más. Si dejamos de lado la Eucaristía o negamos la historicidad de la resurrección o el aspecto sacrificial de la muerte de Jesús, la imagen final del puzle empieza a desdibujarse y, con ello, se difumina nuestra fe. Se vuelve vana, como dijo san Pablo a propósito de los que niegan la resurrección de Jesús (1 Co 15, 14).

Desgraciadamente, este proceso de deterioro a menudo ni siquiera se percibe. Esto es así porque una religión que no aporta sentido puede seguir funcionando por pura inercia, como terapia de autoayuda o como una asociación benéfica en la que nos sentimos cómodos. Obtenemos con ello una paz interior, un bienestar inmediato que oculta una fe moribunda. Es legítimo, e incluso humano, dudar. Sumergirse en la oscuridad del que se empeña en no ver cómo encaja aquella pieza que tiene ante sí pero que no parece significar nada. Pero es un error desechar esa pieza o renunciar a completar el rompecabezas, pues inmediatamente, el espacio que ocupa la duda es invadido por la podredumbre.

Renunciar a las piezas del puzle que no entendemos o que no nos agradan, supone renunciar al sentido que la religión nos da. Implica priorizar lo humano sobre lo divino, idolatrar nuestra superficialidad frente al misterio. Y todo ello sin darnos cuenta de que, quien renuncia al sentido, pierde lo más valioso que nos da la religión para seguir el rumbo en esta vida terrena: la esperanza.

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La sal de la tierra

Cuantas veces no habremos leído este famoso dicho de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pisotee la gente» (Mt 5, 13). Una vez más, el Hijo de Dios plantea una exigencia radical con una imagen imposible: ¿sal que se pone sosa? No existe tal cosa, pues sería sal corrompida, una sal que –al menos desde un punto de vista químico– ya no sería sal. Pero la imagen es poderosísima: ¿hasta quée punto debe haberse corrompido la sal para que deje de salar, para que sea sosa, insulsa? Resulta sorprendente, sin embargo, lo poco que nos cuesta a muchos identificarnos con esa sal inútil desde nuestra apatía, nuestra cómoda realidad con la que nos alejamos de la misión que Jesús nos ha encomendado.cathopic_1486562518774834

En el Apocalipsis encontramos otra imagen muy dura en la carta que dirige el Señor a la Iglesia de Laodicea: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16). ¿Acaso hay algo más reconfortante que la tibieza, la moderación que nos aleja del frío y del exceso de calor? ¿Cuántos creyentes, empezando por mi, no vivimos desde hace mucho tiempo en esa tibiez melosa que repugna a Dios? No es de extrañar que nuestra actitud llame la atención del papa Francisco, quien nos compele a clamar a Dios a diario, «pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial» (Evangelii Gaudium 264).

Es importante, no obstante, tener muy presente que, si somos la sal de la tierra, nuestra misión no es conservar nuestras propiedades químicas, sino sazonar. La Iglesia no es una mina de sal preservada de la luz y de la presencia humana en una profunda gruta. La Iglesia es sal dispuesta a salar, a salir del salero e impregnar la tierra. Como apunta con gran acierto Klaus Berger, la sal no existe para sí misma, no es un alimento ni tiene utilidad alguna si no es en relación a algo. La sal está para servir. Somos sal de la tierra porque estamos llamados a sazonar el mundo, a impregnarlo con nuestra fe y darle el sentido pleno que el Creador nos propone.

El testimonio de la sal nunca puede ser excesivo, pues solo se consigue estropear la comida con el amargor del fanatismo y la intolerancia. Pero debe ser suficiente para no dejar indiferente al comensal. La sal es la minoría que despierta los sabores ocultos de la mayoría. La que estimula la imaginación y el deseo toda vez que acentúa la permanencia de las sensaciones en el cuerpo. Por eso la sal se disuelve en la tierra que alimenta, dejando de ser ella misma, transformándose en una comunidad creyente que da testimonio constante de la presencia del Hijo de Dios vivo. Aunque sea siempre un rebaño pequeño: «En esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva. ¡No nos dejemos robar la comunidad!» (Evangelii Gaudium 92).

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