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Etiqueta: Francisco

¿Por qué deberíamos hoy creer en Dios?

Parece que nunca ha sido tan difícil como hasta ahora creer en Dios. Sin embargo, incluso algunos siglos atrás, cuando la religión todavía permeaba buena parte del tejido social, creer en Dios seguía siendo para muchos una tarea complicada. Sin ir más lejos, en pleno siglo XVII Blaise Pascal ofrecía una fórmula sencilla para la desafección hacia la religión que observaba entre sus congéneres: «Volverla [a la religión] a hacer amable, hacer que los buenos deseen que sea verdadera y mostrar después que es verdadera».

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Un primer aviso a navegantes de la apologética tradicional: aquí el orden de los factores afecta al resultado. Primero hay que promover el deseo y, solo después, acudir a la razón. Desgranemos, pues, los ingredientes de la receta para adecuarla a nuestras necesidades.

En primer lugar, es preciso conjurar la idea de que Dios o la religión es algo contrario a la razón. Que Dios se sitúe más allá de la razón es indiscutible, pero de ello no se deriva que se oponga a la misma. Tampoco la racionalidad humana obliga a rechazar la religión, aunque sí exige una actitud crítica, y esa crítica se vehicula a través del debate abierto y libre, alejado del fundamentalismo y la intransigencia.

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Es importante pues que la Iglesia se acostumbre a ser un actor más en el mundo para propagar su mensaje y ello hoy solo es posible si acepta las reglas del juego y pasa a ser un interlocutor con las mismas condiciones que los demás. Esto no quiere decir que deba renunciar a su carácter sacramental y a su misión de depositaria y transmisora de la Revelación, pero esa transmisión hoy no es posible si no sitúa también en la plaza pública y en condiciones de igualdad con los demás.

En estas condiciones se abre la posibilidad de que la Iglesia se perciba por las personas ajenas a ella, pero también por sus propios miembros que con frecuencia sienten con incomodidad determinadas actitudes de intransigencia, no como un adversario o un oponente, sino como una alternativa razonable. A partir de esa religión “amable” en el sentido de Pascal, el creyente puede exponer su propuesta liberadora y ofrecer un nuevo sentido a la vida del hombre.

El matiz es importante: mientras que la apologética clásica pretendía esgrimir las armas de la razón para imponer la fe, nuestra propuesta debe ser la de llegar al corazón del hombre, remover su espíritu aletargado para promover en él el deseo de que ese nuevo sentido sea real, de desear que la religión de la Iglesia sea verdadera. al hacer surgir ese deseo, se le abrirá al hombre el camino que le llevará a la fe y que no por ello dejará de ser razonable.

Pero para emprender este camino es necesario promover una disposición especial de la persona hacia una dimensión, la espiritual, que resulta desconocida por parte de la racionalidad científica e instrumental que impera actualmente. Ese intento por estimular la curiosidad por lo espiritual y despertar de nuevo el deseo de Dios no está alejado, creo yo, de lo que el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium denomina, en un fantástico neologismo, primerear, “adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”, reconociendo que de nada sirven “los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón”.

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La gran ventaja de buscar el deseo de Dios es que este encuentro inicia un nuevo momento en la vida de la persona, una transformación, pero no deja de ser un inicio, pues el deseo de Dios no se agota jamás. Este carácter inagotable permite que la transformación se realice también en nosotros mismos, en los que en principio estamos llamados a primerear, pues ese alimentar el deseo de Dios debe ser el elemento central de toda actividad pastoral o catequética, mientras que los demás aspectos de la religiosidad serán siempre secundarios o accesorios.

Lo que estoy diciendo puede parecer muy obvio, pero a menudo tengo la impresión de que en algunas partes la religión se sitúa por encima de Dios mismo, que la religión como institución, la Iglesia, los sacramentos, la liturgia, la moral, etc. son fines en sí mismos, corriendo entonces el riesgo de acabar teniendo una religión que puede subsistir sin Dios, como si Dios no existiera o no fuera más que un reclamo para captar adeptos. Es por esa razón fundamental que la transformación que opera el deseo de Dios se ejecute en nuestros corazones y que Dios tenga siempre un lugar central en nuestra vida y en la vida de las comunidades creyentes.

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¿Y si los humanos fuéramos el problema?

Las personas, a diferencia de los lobos o las serpientes, tenemos conciencia de ser lo que somos, lo que nos aporta la capacidad de reflexionar sobre nosotros y la realidad que nos rodea a la vez que nos permite tomar decisiones prácticas a partir de lo que sabemos. Esto nos hace sentir especiales, pero no necesariamente distintos de las otras especies, y es por ello que, desde hace milenios, mucha gente se ve como una parte más de la naturaleza.

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Pero esta visión no es universal. Las principales religiones monoteístas, como la cristiana, incluyen un relato sobre la creación del mundo en el que atribuyen a las personas un estatus superior al resto de seres vivos, pero no un poder absoluto. El papa Francisco lo deja claro en la encíclica Laudato si: Dios hace de la humanidad la administradora de su creación y eso implica tener que responder de su gestión.
Esta visión vicaria se rompe a partir de la Edad Moderna, cuando el ser humano comienza a entender la naturaleza prescindiendo de Dios. Al ver que es posible desplazar la divinidad para explicar el mundo, el individuo toma posesión del título de señor de lo creado y se atribuye el derecho a disponer de la naturaleza, explotarla y transformarla a voluntad, dejando de ser un simple administrador que tendrá que rendir cuentas con el dueño.
En un segundo paso, el individuo moderno echa a Dios de otros ámbitos de conocimiento, como el moral. Con esta jugada, la acción humana deja de tener otros límites que no sean los que las personas se imponen. A pesar de las buenas intenciones, esto acaba teniendo efectos inesperados y la humanidad pasa a ser el principal motivo de degradación ambiental, dispone de armas y tecnología que pueden extinguir la vida del planeta y logra la capacidad de transformar a su albedrío la naturaleza a través de la manipulación genética y la bioingeniería.
Pese a éxitos innegables, no es de extrañar que, ante estos peligros, hoy haya personas que defiendan la derrota -algunos hablan incluso de la extinción- de la humanidad a favor de la naturaleza. Pienso que no hay que ir tan lejos. En realidad, el problema no somos los humanos como especie, sino la acción de atribuirnos el título de señores del mundo. Es fácil aquí hacer memoria del relato bíblico de la desobediencia de Adán y Eva comiendo del árbol del bien y del mal que les permitiría, según la serpiente, ser como los dioses y dominar la creación.
Estos últimos siglos, la serpiente de la codicia ha seguido nutriendo la aspiración humana de ser los señores del universo. Pero hoy, más que la codicia, lo peor parece ser la ceguera que impide a la humanidad ver que todo esto se le está yendo de las manos. La mentalidad moderna nos hace despreciar los viejos relatos de la creación y así nos permite rehuir, como Adán y Eva, la pregunta que se nos dirige: «Porque lo has hecho?». Como en el Génesis, el silencio evidencia la culpabilidad. Al fin y al cabo, en el siglo XXI no somos tan diferentes de los habitantes del Edén y, como ellos, parece que hemos olvidado nuestro papel de administradores a favor de alguien con quien, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas .

(Traducción más o menos automática del artículo “I si els humans fóssim el problema ?«, publicado en el semanario Ara Balears el 23 de enero de 2021)

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La sal de la tierra

Cuantas veces no habremos leído este famoso dicho de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pisotee la gente» (Mt 5, 13). Una vez más, el Hijo de Dios plantea una exigencia radical con una imagen imposible: ¿sal que se pone sosa? No existe tal cosa, pues sería sal corrompida, una sal que –al menos desde un punto de vista químico– ya no sería sal. Pero la imagen es poderosísima: ¿hasta quée punto debe haberse corrompido la sal para que deje de salar, para que sea sosa, insulsa? Resulta sorprendente, sin embargo, lo poco que nos cuesta a muchos identificarnos con esa sal inútil desde nuestra apatía, nuestra cómoda realidad con la que nos alejamos de la misión que Jesús nos ha encomendado.cathopic_1486562518774834

En el Apocalipsis encontramos otra imagen muy dura en la carta que dirige el Señor a la Iglesia de Laodicea: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16). ¿Acaso hay algo más reconfortante que la tibieza, la moderación que nos aleja del frío y del exceso de calor? ¿Cuántos creyentes, empezando por mi, no vivimos desde hace mucho tiempo en esa tibiez melosa que repugna a Dios? No es de extrañar que nuestra actitud llame la atención del papa Francisco, quien nos compele a clamar a Dios a diario, «pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial» (Evangelii Gaudium 264).

Es importante, no obstante, tener muy presente que, si somos la sal de la tierra, nuestra misión no es conservar nuestras propiedades químicas, sino sazonar. La Iglesia no es una mina de sal preservada de la luz y de la presencia humana en una profunda gruta. La Iglesia es sal dispuesta a salar, a salir del salero e impregnar la tierra. Como apunta con gran acierto Klaus Berger, la sal no existe para sí misma, no es un alimento ni tiene utilidad alguna si no es en relación a algo. La sal está para servir. Somos sal de la tierra porque estamos llamados a sazonar el mundo, a impregnarlo con nuestra fe y darle el sentido pleno que el Creador nos propone.

El testimonio de la sal nunca puede ser excesivo, pues solo se consigue estropear la comida con el amargor del fanatismo y la intolerancia. Pero debe ser suficiente para no dejar indiferente al comensal. La sal es la minoría que despierta los sabores ocultos de la mayoría. La que estimula la imaginación y el deseo toda vez que acentúa la permanencia de las sensaciones en el cuerpo. Por eso la sal se disuelve en la tierra que alimenta, dejando de ser ella misma, transformándose en una comunidad creyente que da testimonio constante de la presencia del Hijo de Dios vivo. Aunque sea siempre un rebaño pequeño: «En esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva. ¡No nos dejemos robar la comunidad!» (Evangelii Gaudium 92).

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Religiosidad «low cost»

Desconozco si han tenido la ocasión de ver, estos días, el cartel anunciador de las fiestas de Sa Ràpita, en Campos. Como en muchos otros lugares costeros y con tradición marinera, es tradicional celebrar la festividad de Nuestra Señora del Carmen y así se anuncia en el cartel que puede verse, entre otros lugares, en las redes sociales. Sin embargo, salvo por el nombre, difícilmente identificarán ustedes el sentido religioso de la fiesta. img-20180705-wa00022141600621La imagen de la Virgen o de alguno de sus atributos iconográficos, como el escapulario, no aparecen en ninguna parte del cartel, que es coronado por la figura de un pescado de apariencia cadavérica. Pero lo más sorprendente es la indicación de los días en los que transcurre la fiesta, que van desde el día 8 al 15 de julio ¡cuándo la festividad de la Virgen es el 16!

Se me ocurren otros casos parecidos a este y que son sintomáticos de una tendencia curiosa. Como es sabido, durante los primeros siglos de la historia del cristianismo se produjo una cristianización de las fiestas paganas. La Navidad es, sin duda, un magnífico ejemplo de cómo los cristianos ubicaron, sin ningún fundamento histórico ni evangélico, el nacimiento de Jesús coincidiendo con la festividad romana del nacimiento del sol, el natalis invicti Solis, el 25 de diciembre. En cambio, en la actualidad se está produciendo el fenómeno inverso, que es la descristianización de las fiestas, en las que ya es posible ver belenes sin el niño Jesús o, como ocurre en el caso al que nos referíamos al principio, fiestas de la Virgen del Carmen sin Virgen del Carmen.

Esta descristianización no deja de ser sorprendente en una sociedad que durante siglos se ha estructurado a partir de la religión cristiana, pero es una realidad irrebatible, si bien con algunos matices. No hace tanto, era creencia común en muchos círculos pensar que la religión era un atavismo del pasado que no tenía cabida en una sociedad moderna, por lo que se acabaría extinguiendo como ocurrió con la viruela. Pero no ha sido así.

Si nos vamos a las pruebas demoscópicas, podremos fácilmente comprobar como el número de personas que se confiesan ateas suele oscilar en torno al diez o quince por ciento de la población, porcentaje que viene a coincidir con el de los católicos practicantes. Es verdad que se identifican como católicos unos dos tercios de los encuestados, pero lo cierto es que la gran mayoría se definen como católicos con el mismo entusiasmo con que se definirían como buenos vecinos, sin que en su vida real se encuentre un rastro claro de este calificativo. Los católicos practicantes, que no son fáciles de definir pero que podemos intuir que son los que acuden a misa todos o la mayoría de domingos, no van más allá del 15%.

Esa descristianización es, por tanto, tan real como lo es la presencia de una religiosidad low cost en al menos la mitad de la población. Un importante conjunto de personas que sigue creyendo en alguna divinidad y, muy posiblemente, todos los que hayan tenido algo parecido a una educación religiosa católica, identificaran esa divinidad con el recuerdo del dios cristiano que permanece en ellos: un dios bueno, cercano, paternal y amoroso, aunque también vigilante y omnisciente.

Desde el punto de vista católico, incluso podría decirse que las cosas no están tan mal. Más de una vez puede oírse a cristianos, incluso desde los púlpitos, que Dios no persigue tanto una fe inquebrantable como que las personas sean solidarias y pacíficas, atentas con los más débiles y adversas a la violencia de cualquier tipo. Y hay en ello buena parte de verdad, pero solo parte, pues con ello se corre el riesgo de convertir el cristianismo en un código moral centrado en la conducta de cada individuo, perdiendo con ello una importante perspectiva perspectiva social. Y no olvidemos que una sociedad puede ser injusta, aunque esté formada por hombres buenos.

Curiosamente, sin embargo, son muchos los sectores de la Iglesia que parecen sentirse cómodos en esa religiosidad low cost, creyendo que con ello se produce una adaptación a las circunstancias históricas y sociales del momento. Es verdad que en la jerarquía eclesial suele haber un discurso reivindicativo importante, con denuncias hacia determinadas estructuras escandalosamente injustas, pero su complicidad con el sistema anula todo el sentido profético del mensaje. En esa jerarquía hay una opción clara a favor de una presencia pública de la Iglesia que, manteniendo algunas importantes estructuras sociales, le permiten sostener un cierto espejismo de lo que fue la antaño nación cristiana: la asignatura de religión, las escuelas católicas, asilos, etc. Pero, más allá del espejismo, nada de todo esto evita la huida de los creyentes. Cada vez hay menos bodas católicas y menos bautizos, las primeras comuniones suelen ser una mera fiesta y la religión sigue siendo una asignatura «maria».

Lo que sí demuestra esa religiosidad low cost es que la gente no huye de la fe en una divinidad o en una realidad trascendente. De lo que huye es de la Iglesia. A la mayoría de personas, la Iglesia y sus funcionarios, el clero en general, no les aporta nada. Salvo el Santo Padre y algunas personas muy concretas, como el Padre Ángel, por poner un ejemplo, raras veces ni obispos ni presbíteros son considerados un referente moral ni en la diócesis ni en el barrio o en el pueblo en que ejercen.

Los augures de la Modernidad se equivocaron al profetizar la desaparición de la religiosidad en la sociedad, pero esta puede seguir sobreviviendo sin la Iglesia. Los que somos creyentes, sabemos que la Iglesia no es una institución solamente humana y, por ello mismo, su futuro no depende de la acción del hombre. Pero el coste no puede ser rebajar la fe a una religiosidad low cost sacrificando con ello su sentido profético, esencial en el mensaje del Evangelio.

Y donde se equivoca la Iglesia jerárquica es precisamente en focalizar la apertura por la puerta de unos sacramentos que se banalizan, o por engrosar estadísticas escolares. Esa apertura debe empezar fuera de los templos y los palacios episcopales, en la calle, en los hospitales y en los asilos. Pero también en los centros de trabajo, en los bancos del parque o en los juzgados. En medio de la gente, donde la vida bulle con todo el dolor y la autenticidad. Intentando que las personas miren de echar el freno de lo mundano y se detengan para darse cuenta de que sigue habiendo esperanza.

Pero para ello hace falta algo muy importante por parte de la jerarquía eclesial: empezar a liberalizar la pastoral, salir fuera de sus despachos y dar margen a los laicos, a las mujeres. Deben abandonar el temor a perder una zona de confort en la que hace mucho tiempo que viven de prestado, porque la actual situación pronto devendrá insostenible. Bien mirado, tal vez no sea tan mal traída a colación la imagen del pez en aparente descomposición del cartel de Sa Ràpita, cuando precisamente el dibujo del pez fue uno de los primeros símbolos del cristianismo primitivo.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 7/8/2018

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Las carcajadas del demonio

Hace unos días nos dejó Gabriele Amorth, el conocido exorcista italiano y autor de numerosos y muy difundidos libros sobre su vida y su práctica como ahuyentador de demonios y curador de posesos, amén de personaje muy presente en webs católicas, prensa, etc.

Debo reconocer que siempre he tenido dudas sobre ese tipo de presencia mediática, pues aunque es positiva la divulgación de estos fenómenos y su realidad, es verdad que a menudo uno tiene la sensación que todo lo mediático se trivializa. Ocurre lo mismo con los milagros o con las conversiones de personajes famosos. Llámenme carca, pero no es lo mismo leerlo en un libro con pretensiones de rigor, que verlo por la tele. Y aunque esta publicitación de algo tan real como el demonio sea buena, la banalización del contenido puede producir un efecto adverso: la creencia de que se trata de un tema superado, trasnochado.

Atribuyen a Baudelaire aquella frase de que la mayor astucia del demonio es hacernos creer que no existe, y algo de cierto hay en ello pues cada vez es menor el número de personas que piensan en él. Y sin embargo, el mal sigue presente entre nosotros. No hace tanto, el pasado 26 de julio en la parroquia de Saint-Etienne-du-Rouvray, en Francia, el padre Jacques Hamel fue degollado mientras celebraba misa  por dos yihadistas. Ante el ataque, según se ha relatado, el sacerdote gritó «¡Vete Satanás!» a sus agresores, lo que se ha interpretado como una atribución al Maligno del origen de tamaña violencia. De hecho, así lo vino a decir el propio Papa Francisco en una misa de homenaje. Y aun así, incluso a muchos creyentes les cuesta pensar en esa identificación del mal, viéndolo siempre como algo difuso, abstracto.

Romano Guardini, en su obra El Señor y refiriéndose al demonio, denuncia que el hombre actual lo concibe, como mucho, como una figura cómica a la que no cabe tomarse en serio o, incluso, como una suerte de héroe liberador y rebelde (págs. 160-161). Sin duda, de tener razón Baudelaire, el demonio ha logrado su gran objetivo de pasar desapercibido y poder trabajar a sus anchas.

Más de medio siglo después de escribirse esta obra, hoy el demonio es una figura cotidiana pero simpática, protagonista de comedias televisivas y cuentos para niños, a los que por supuesto no aterra para nada. Cotidiana sí, menos en las Iglesias y los púlpitos, donde apenas se acuerdan de él. Casi nadie habla seriamente del demonio y pocos creyentes reconocen creer en su existencia, por mucho que lo lamentara el padre Amorth.

Saber a qué se debe esta deliberada ignorancia no es fácil. Desde luego no es por temor, pues de la misma forma que nadie parece creer en su existencia, tampoco se cree en los ángeles, otros personajes relegados a las apariciones televisivas y poco más. Sagazmente, Guardini apunta a un motivo determinante: el hombre moderno no admite otra realidad personal que no sea él. La naturaleza, el entorno que le rodea, debe ser impersonal, previsible, sistemático, organizado. Debe poder ser estudiado, entendido. Incluso manipulado, en la medida que se pueda. Pero no puede haber más subjetividad que la del sujeto por excelencia, el único que admitimos como tal: el hombre. Es por ello que el hombre moderno no puede concebir una instancia personal, el demonio, que altere ese sistema y lo incline al mal, que tuerza su voluntad o que manipule el entorno a su antojo y sin nuestro control, alejado de nuestro entendimiento.

Por esta razón, el hombre de hoy no acepta instancias angelicales ni demoníacas, y ridiculiza a cualquiera que las defienda. La realidad que nos rodea es vista como una realidad objetiva, natural, explicable. Lo demás, son licencias poéticas. En los yihadistas que asesinaron al padre Hamel había odio y resentimiento; causas culturales y sociales que explican su origen; procesos bioquímicos que configuran una acción tan cruel y deleznable. Pero no puede haber un «alguien» no humano que empuje a esos asesinos a hacer lo que hicieron. Ese alguien -dirá el hombre de hoy- no es sino una figuración imaginaria, un personaje para asustar a los niños. Pero estas conclusiones, para un cristiano, conllevan la negación de su propia fe.

Negamos la existencia de ángeles y demonios porque negamos que pueda haber una entidad personal que intervenga en la historia, en la naturaleza, en nosotros. Nos hemos configurado una versión personalizada del universo que creemos comprender o, al menos, pretendemos tener esa capacidad potencial de entenderlo. Incluso devotos cristianos caen en ese grave error. Porque si algo caracteriza el cristianismo no es la existencia de un Dios o de un espíritu: todas o casi todas las religiones profesan algo parecido. Lo que lo caracteriza es la existencia de un Dios personal, histórico, encarnado. Un Dios que conoce cada uno de los pelos de nuestra cabeza (Lc 12,7). Un Dios que no sólo está entre nosotros (Mt 28,20), sino que habita en nosotros, pues cada uno somos templos del Espíritu (1Co 6,19).

La gran astucia del demonio es conseguir que no creamos en él, sí, pero no porque con ello consiga más adeptos. De hecho, al Maligno nosotros le importamos un bledo. Su objetivo es mucho más ambicioso: lograr que nos olvidemos de Dios, que nos acostumbremos a vivir sin su presencia.  Como si Dios no existiera.

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Amoris Laetitia

Como otros lectores, sigo enfrascado leyendo, con calma y sosiego, ese don del Espíritu Santo que es la nueva Exhortación apostólica del Papa Francisco. 472px-Pope_Francis_South_Korea_2014Dejo el enlace para aquellos rezagados que aun no han empezado a leerla: Amoris Laetitia.

Muy recomendable es (de hecho, el propio Papa lo ha indicado) leer la presentación que hizo el Cardenal Schönborn, aclarando así disputas artificiosas que los histéricos fariseos de turno ya han empezado a difundir.

Lo dicho, a seguir leyendo.

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