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Etiqueta: historia

«Los Manuscritos del Mar Muerto», de Jaime Vázquez Allegue

Mi segunda recomendación de lectura para este verano tiene un toque especial, diría incluso que nostálgico, porque me hace viajar a aquellos veranos de mi adolescencia en los que disfrutaba leyendo best-sellers de un género que se puso de moda en los 70 y 80, una suerte de novela histórica e investigación periodística cuyos exponentes más conocidos posiblemente fueron el tandem formado por Dominique Lapierre y Larry Collins.

Gracias a ellos y a su «Oh, Jerusalén», aprendí la historia de la creación del estado de Israel, algo que he podido recordar leyendo este magnífico libro de Jaime Vázquez Allegue, un ensayo literario -como lo califica el autor- en el que se nos narra esa misma historia como transfondo, mientras se expone con maestría el hallazgo de los Manuscritos del Mar Muerto.

El libro, editado por Arzalia, con más de 500 páginas, se lee como una novela de suspense, en un alarde de erudición y buena narrativa. El autor, Jaime Vázquez, es periodista y de los buenos (algo que se nota, y mucho), pero también es un reputado biblista, doctorado con una tesis sobre uno de estos manuscritos y, por tanto, autoridad en la materia, además de ser ampliamente conocido en nuestro país por ser el director de la revista Reseña Bíblica, publicación periódica de la Asociación Bíblica Española (ABE) editada por la Editorial Verbo Divino. Todo ello garantiza unas cuantas horas de buena lectura con un rigor historiográfico importante: aquí no encontraran ninguna cobertura conspiranoica a lo Dan Brown ni códigos bíblicos secretos para desvelar nada.

Como he dicho, la trama del libro es doble, pues narra la coincidencia temporal del descubrimiento fortuito de los primeros manuscritos, por parte de unos beduinos, y la agitada formación del Estado de Israel, con toda la tensión que conllevó en la región y que perdura aún hoy. Dos historias que inicialmente surgen desconectadas, pero que con el tiempo se cruzan y aquello que inicialmente fue un accidente que empezaba a tener una cierta trascendencia en el ámbito académico, acaba convirtiéndose en un asunto político de primer orden. Un libro que se lee con placer y que nos invita a profundizar en el que posiblemente sea el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX y que nos seguirá desvelando alguna sorpresa también a lo largo del siglo XXI.

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La lección de los dos papas

administration ancient antique architecture
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Muchas personas han visto estas Navidades la película sobre los dos papas que se emite a través de una conocida plataforma digital. Y, si no la han visto, con seguridad habrán tenido noticia sobre ella a través de la prensa o de las redes sociales.  

En las dos horas que dura el filme se relata un encuentro supuestamente basado en hechos reales entre el papa Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, poco tiempo antes de la dimisión del primero en el año 2013Pese a su aparente historicidad, se trata de un encuentro apócrifo presentado con cierto tono caricaturesco, cebándose sobre todo en la imagen de Benedicto XVI, que es dibujada con manifiesta inquina. Así como el cardenal argentino es visto con simpatíamostrando su habitual rostro cercano y afable, el pontífice alemán se asemeja más a un ególatra senil que al venerable y erudito teólogo que muchos hemos tenido la fortuna de leer. Valga como ejemplo una genial escena, hacia el minuto cuarenta y cinco del filme, en la que Benedicto XVI toca unas piezas de piano para su invitado mientras le comenta que en su juventud se planteó dedicarse a la música, algo que no obstante fue descartado pues, añade inmediatamente y no sin cierta sorna, “me temo que en el piano no soy infalible”. Paradójicamente, minutos después, mientras Bergoglio intenta tratar con el altivo papa asuntos más serios, el alemán lo ignora completamente y le pone en la televisión la que es, según confiesasu serie de televisión favorita, El comisario Rexun frívolo serial austríaco que tiene como protagonista a un pastor alemán que trabaja para la policía. Extraigan ustedes sus conclusiones. 

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En todo caso, se trata de ficción y la caricatura sin duda forma parte de la opción creativa del director y máximo responsable de la filmación, el brasileño Fernando Meirelles, y justo es respetarlo. A estas alturas no vamos a sorprendernos del tratamiento ofrecido a los dos personajes habida cuenta de la gran popularidad mediática de Francisco, de la que en ningún momento disfrutó su predecesor, cuyo pontificado siempre se mantuvo a la sombra del de san Juan Pablo II, siendo además constantemente atacado por numerosos sectores perjudicados en los tiempos en que el alemán capitaneaba la Congregación para la Doctrina de la Fe.  

Al margen de las caricaturas más o menos logradas, sí que es verdad que el filme presenta dos formas de ser o de vivir la Iglesia que hoy permanecen más vivas que nunca. Sin embargo, sería un error achacar esta división a la actual coyuntura, pues la dialéctica entre conservadores y progresistas, entre tradicionalistas y renovadoresla encontramos desde el inicio de la historia de la Iglesia, donde siempre ha existido esa tensión entre la renovación y el mantenimiento de lo esencial de la fecon independencia de saber en cada momento qué renovar y qué se considera esencial superfluo.  

Así pues, la película pretende ilustrar esa permanente tensión en su versión actualaprovechando la insólita convivencia de dos pontífices vivosPara ello incurre, como por otro lado suele ser inevitable en estos casos, en un reduccionismo simplón al atribuir a cada uno de los papas un arquetipo homogéneo que normalmente no se ajusta a la realidad. Por ejemplo, la etiqueta de progresista y moderno de Francisco choca a menudo con afirmaciones suyas que descolocan a los militantes de la facción más progresista, como cuando afirma, sin atisbo de duda, la existencia real del demonioalgo que muchos teólogos y sacerdotes niegan o sobre este asunto se limitan a afirmar que tal personaje es una especie de símbolo antropomórfico que se refiere a actitudes pecaminosas como el afán desmedido de riqueza o de poder. Pero que ninguno de los dos papas, por su trayectoria y por su personalidad, pueda ser etiquetado sin matices en uno u otro sector, no significa que estos sectores no existan y marquen muy de cerca la “agenda política” eclesial. 

photo of priest standing on cathedral
Photo by Marin Tulard on Pexels.com

Asumiendo también nosotros el riesgo de caricaturizar y simplificar, podríamos decir queen la Iglesia actual, estos dos sectores antagónicos presentan las siguientes características. El primero de ellos, el sector conservadorcentra su preocupación en la salvaguarda de la moral católica y de la institución social (que no divina) de la Iglesia, su rol en la sociedad y sus privilegiosLejos de manifestar grandes ambiciones pastorales, sus líderes aparentan estar más preocupados por la fiel aplicación del Código de Derecho Canónico que de la Bibliauna actitud que los lleva a reinterpretar lfigura del Jesús de Nazaret como un implacable fariseo, obstinado en que se cumplan todos y cada uno de los preceptos de la ley. Una visión de Jesús que, al menos a algunos, nos parece muy alejada de la que se relata en el Nuevo Testamento. 

Frente a estos nos encontramos con el sector activista de la Iglesia, comprometido en llevar la salvación económica y social todos los rincones del planeta, como si hubiesen olvidado que el Reino de Dios prometido por Jesús no está en este mundo. El problema añadido es que, al margen de lo que crean o no, su activismo los lleva a aliarse con otras fuerzas sociales afines en sus objetivos –que no en su fe–, obligándose a arrinconar a Dios y a lo sagrado, aunque sea para no ofender a aquellos que no creen. Al final, Jesucristo pasa a ser un referente, pero no un interviniente real en la historia y, con ello, Dios deja de ser necesario. 

Paradójicamente, el principal perjuicio de esta división no debemos buscarlo en los extremos, en aquello en que más difieren sendas posturas, sino en aquello que es coincidente en ambos casoshablan mucho de los problemas de los hombres y de la sociedad actual, pero se han olvidado de hablar de Dios.  

El cardenal guineano Robert Sarah, en su reciente libro-entrevista Se hace tarde y anochece, reflexiona sobre la actual crisis y se pregunta qué pide el pueblo de Dios a sus sacerdotes. Naturalmente, la respuesta no sé encuentra en el derecho canónico ni en la gestión de comedores sociales. Para esto ya están los servicios asistenciales del ayuntamiento o la consulta del psicoterapeuta de la esquina. Quien acude a un sacerdote es porque quiere conocer a Dios, pero con demasiada frecuencia lo que se encuentra es una respuesta desangelada, una homilía enlatada y fría. Posiblemente porque ese sacerdote ya ha olvidado la última vez que habló apasionadamente de Él. 

De la misma forma que muchos ministros parecen dejar de lado el que debería ser el principal asunto para la Iglesia hoy, al menos en Occidente: la llamada apostasía silenciosa, el abandono continuado de la fe de miles de bautizados, que pasan a vivir como si Dios no existiera y que, consecuentemente, dejan de ser transmisores de la fe a sus hijos, nietos y otras personas de su entorno.  

Es verdad que se habla muchoen diferentes foros y debates, de la necesidad de reevangelizar Occidente y de recuperar a esa gran masa de población heredera de los restos de la cristiandad. Sin embargo, la realidad acredita desde hace décadas que nada se consigue desde unas posiciones cada vez más ideologizadas y menos espiritualizadas. Como puede leerse entre líneas a través de esa caricatura de los dos papas, poca o nula credibilidad puede tener la Iglesia cuando la mayoría de sus ministros se preocupa más de los problemas del César que de hablar de Dios. 

 

Publicado en El Mundo/El dia de Baleares el 19 de enero de 2020

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Tradición y verdad

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Photo by Engin Akyurt on Pexels.com

Conocer la historia es fundamental. Pese a lo que pudiera parecer viendo los paupérrimos planes de estudio de nuestros hijos, el conocimiento histórico sigue siendo un tipo de conocimiento importante en nuestra sociedad, casi a la altura del conocimiento científico en cuanto a prestigio social. Algo que no debería extrañarnos pues nuestra relación con el conocimiento histórico es una parte esencial del ADN de nuestra civilización.

La primacía de la razón en nuestro entorno cultural supuso ya, hace siglos, el abandono de la concepción cíclica del tiempo y la apuesta por una concepción lineal de la historia. No fue ajeno a ello el auge de las religiones monoteístas de raíz hebrea, que interpretaban la historia como la ejecución de un plan divino, el cumplimiento de una promesa a favor del pueblo elegido. El devenir de la humanidad no era una rueda, como la naturaleza parecía indicar al hombre, con su sucesión de días y de estaciones del año, de nacimientos y de muertes, que se repetían como en un perpetuum mobile sin sentido, sino que era un proceso secuencial orientado a fin. La humanidad estaba llamada a algo.

Pero si la historia era un proceso para un fin, lógicamente debía presumirse la existencia de un principio, una creación que solo podía tener origen fuera de esa historia. Un elemento iniciador que no podía ser parte de la naturaleza creada. Pero más importante que el hecho creador en sí es el que la humanidad, en algún momento, debía ser conocedora del sentido y del fin de lo creado. Si algo tenemos claro los humanos, al menos en este rincón del planeta, es que somos parte de la naturaleza, pero, a su vez, somos un elemento singular de ella. A diferencia de los delfines y las lechugas, nosotros presumimos de saber hacia dónde nos dirige el futuro. Pero ¿cómo lo sabemos?

Durante siglos, ese conocimiento ha partido de la idea de una revelación de origen divino. La existencia de una divinidad ordenadora del universo que plantea la creación como un plan para llegar a una meta implica, de algún modo, la necesidad de revelarnos una parte de ese plan, aunque sea para garantizar su correcta ejecución. Las grandes religiones contienen una revelación, realizada normalmente en el marco de un acontecimiento histórico, y resulta por ello de vital importancia custodiarla. Al fin y al cabo, la vida humana es efímera y resulta crucial que se transmita esa información de generación en generación. Es lo que llamamos tradición. Esa tradición forma parte del patrimonio cultural de una comunidad y debe ser preservada, lo que no quiere decir que no tenga su propia evolución y que adapte su contenido a los tiempos y lugares. Pero debe existir un núcleo intocable, una verdad inmutable que permita conocer el plan divino y asegurar su éxito. Al fin y al cabo, el plan es de Dios y no se le permite al hombre tocar ni una coma.

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Esa importancia de la tradición decae, sin embargo, con la Modernidad. Hasta ese momento, el devenir histórico pretendía dar cumplimiento a lo que la tradición marcaba y las acciones humanas se veían legitimadas en la medida que se ajustaban a esa tradición. Con la Modernidad se acaba con esa dinámica de una forma drástica, no tanto porque se destruya esa tradición o se modifiquen sus aspectos esenciales, sino porque se ataca su verdadero fundamento: se prescinde de Dios. El Creador sigue existiendo para el hombre moderno, o al menos para una gran mayoría de ellos, pero su trabajo ha acabado. El hombre ha superado ya su infancia irracional marcada por el peso de los mitos, primero, y la tradición después. Se ha emancipado de las cargas de sus antepasados y ahora está ya dispuesto a tomas sus propias decisiones, a decidir su futuro. El sentido de la existencia humana no se revela al hombre a través de profetas o de teofanías más o menos olvidadas, sino que lo descubre a través de la razón.

Con ello, la humanidad se constituye como su propio dios y dibuja su propio paraíso terreno en el que conseguirá el máximo conocimiento y control de lo existente para ser no solo dueña de sí misma, sino también dueña de todo lo creado. La acción del hombre deja de estar maniatada por la tradición en la creencia de que, empujado por la razón, todo lo nuevo supera lo viejo. Aparece con ello la idea clave de la Modernidad: el progreso.

Pero ese progreso tuvo también una vertiente social e histórica. Los seres humanos forman parte de esa naturaleza a dominar y, por tanto, también debería ser posible orientar su devenir histórico. Aunque los profetas del progreso predicaban la libertad y la emancipación del individuo, las personas eran concebidas como meros individuos, como átomos formando un sistema que puede ser modificado y dirigido hacia un fin. A partir de ahí empiezan a eclosionar los grandes modelos de sociedad que, en no pocos casos, se materializaron en regímenes totalitarios con devastadores efectos.

El resultado de estos experimentos conllevó una crisis de ese ideal de progreso. La humanidad se dio cuenta de que no podía manipular la historia, pero a su vez rechaza volver a la etapa anterior y buscar un fundamento más allá de la razón inmanente y –como se ha demostrado– falible. Hoy el hombre se ha resignado a no dominar la historia, pero ha aprendido a manipular con ella.

En esa postmodernidad desengañada, el hombre usa la historia para crear nuevas realidades y legitimar determinadas concepciones del mundo. La historia deja de manejar hechos para jugar con las interpretaciones. Al igual que aprendimos de las ciencias físicas que incluso la naturaleza de determinadas partículas varía por el mero hecho de ser observadas, también el hecho histórico se ve transformado por el ojo del observador. Ello tiene sin duda aspectos positivos, pues la historia deja de ser monopolio de los vencedores. Pero el precio que se paga por ello es el de un relativismo que conduce a una zozobra constante.

El relato histórico permite al hombre crear identidades y etnias, dar relevancia a minorías silenciadas durante siglos y transformar el imaginario social hasta consolidar una nueva visión del propio ser humano. El sexo se disocia del género, la familia tradicional se desmorona y las principales instituciones sociales son cuestionadas. Lo minoritario adquiere una visibilidad muy superior a la del grupo formado por la mayoría de individuos, que se evaden sumergiéndose en la mediocridad del streaming televisivo y en la autodisciplina del gimnasio.

El abandono de la denostada tradición y de cualquier tipo de fundamento trascendente nos aboca a la sociedad sin sentido, movida solo por el ansia de la novedad tecnológica del momento y por un culto desmedido a la salud y al aspecto físico, ignorando infantilmente la inevitable fatiga del tiempo y la certeza de la finitud. El gran problema del hombre actual es que se ha acostumbrado a vivir como si la verdad no existiera, como si todo fuera razonablemente posible en la medida que pueda ser deseable. Citando a Gregorio Luri en La imaginación conservadora, cuando los hombres creen ser como dioses y se empeñan en sustituir la prudencia por la ciencia, tarde o temprano acaban desembocando en el nihilismo.

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 2 de diciembre de 2019

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