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Etiqueta: Iglesia

Corrección fraterna

«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-18).

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El evangelio de este Domingo XXIII sobre la corrección fraterna tiene elementos que llaman la atención más allá incluso del acto de caridad que es corregir al hermano, aunque con ello nos ganemos su eterna enemistad. El primero de ellos es el de la apelación a la comunidad. No deja de ser curiosa esa perspectiva asamblearia en la Iglesia que, obviamente, hoy no existe en absoluto. Al margen de otras consideraciones, es interesante este sistema como forma de resolución de conflictos en el seno de una comunidad local, hablando y debatiendo, sin tener que estar pendiente de una autoridad superior y ajena al grupo que decida. El problema de este tipo de mecanismos empieza desde el inicio, cuando hay que plantear a quién se convoca, es decir, quién forma parte de esa comunidad y quien no. Podemos imaginar la complicación que seria hoy en cualquier parroquia: ¿convocamos al censo de bautizados residentes? ¿O solo a los que acuden a misa? ¿Y los esporádicos? Lo que nos lleva a una pregunta más acuciante si cabe: ¿existe hoy entre la mayoría de los fieles que asisten a misa con cierta regularidad un sentido de comunidad? ¿O se trata más bien de un conjunto de personas que acuden a un mismo lugar en una misma hora y después vuelven a sus casas sin más?

Otro elemento curioso es la consecuencia de esa corrección fraterna para el irredimible que no se deja corregir: ser considerado pagano o publicano. ¿En serio? ¡Pero si Mateo era publicano! ¿Qué clase de sanción es esta? Jesús mismo era conocido por acercarse a paganos y a publicanos y, al final del evangelio, conmina a todos a evangelizar a todos los pueblos de la tierra.

Mt 18, 15 no es lo que parece, pues. No es un juicio hacia el insolidario, ni un reproche al que no se compromete o a aquel que solo busca su interés. Es una legítima forma de protección de la comunidad, una manera de alejar a aquellas personas que entorpecen su labor, pero que en ningún caso dejan de ser considerados hermanos. Se trata de una comunidad que se protege de forma clara, pero que lo hace con delicadeza, sin dejar de dar oportunidades al causante del problema, dejando claro que su exclusión, en el fondo, depende de él. Y que, en todo caso, sigue siendo digno del amor de sus semejantes.

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Jueves Santo

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Jueves Santo. La Iglesia celebra el día del Amor Fraterno para conmemorar la institución de la Eucaristía y el inicio del Triduo Pascual. Se trata de un día importante en el que las celebraciones y los ritos se suceden al ritmo de las procesiones, sin descanso, y este es solo el principio hasta el domingo de Resurrección. Ello nos lleva dejar de lado otros aspectos del relato evangélico que nos resultan menos llamativos, menos festivos. Pero están ahí.

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El Jueves Santo es el día que Jesús cenó con sus amigos. Fue una cena de despedida, cargada de simbolismo y de recuerdos, pero también de perplejidad y anonadamiento. Un grupo de seguidores que seguían sin entender a su anfitrión. Uno de ellos lo traicionaría; los demás le darán la espalda. Jesús se va a quedar solo.

El Jueves Santo es la noche de Jesús. Es su soledad. En ningún momento el Dios encarnado ha sentido la pesada carga de su humanidad como en esa noche. El Cristo debe enfrentarse al dolor y a la muerte solo, como un hombre cualquiera. Como nos acabará ocurriendo a todos. La vida se vive en compañía solo hasta el penúltimo minuto. La muerte llega siempre en la soledad absoluta.

Jesús acepta la voluntad del Padre, sí, pero debe enfrentarse a la amarga indiferencia de sus seguidores. Su mayor tristeza no es dejar a sus amigos, sino darse cuenta de que estos no entienden el sentido de su sacrificio. Así ocurrió aquel Jueves Santo y vuelve a ocurrir en tantos lugares en el que Jesús se encuentra solo ante la miseria y el dolor de tantos otros crucificados, mientras las procesiones y las celebraciones siguen su camino, sin descanso.

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¿Por qué deberíamos hoy creer en Dios?

Parece que nunca ha sido tan difícil como hasta ahora creer en Dios. Sin embargo, incluso algunos siglos atrás, cuando la religión todavía permeaba buena parte del tejido social, creer en Dios seguía siendo para muchos una tarea complicada. Sin ir más lejos, en pleno siglo XVII Blaise Pascal ofrecía una fórmula sencilla para la desafección hacia la religión que observaba entre sus congéneres: «Volverla [a la religión] a hacer amable, hacer que los buenos deseen que sea verdadera y mostrar después que es verdadera».

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Un primer aviso a navegantes de la apologética tradicional: aquí el orden de los factores afecta al resultado. Primero hay que promover el deseo y, solo después, acudir a la razón. Desgranemos, pues, los ingredientes de la receta para adecuarla a nuestras necesidades.

En primer lugar, es preciso conjurar la idea de que Dios o la religión es algo contrario a la razón. Que Dios se sitúe más allá de la razón es indiscutible, pero de ello no se deriva que se oponga a la misma. Tampoco la racionalidad humana obliga a rechazar la religión, aunque sí exige una actitud crítica, y esa crítica se vehicula a través del debate abierto y libre, alejado del fundamentalismo y la intransigencia.

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Es importante pues que la Iglesia se acostumbre a ser un actor más en el mundo para propagar su mensaje y ello hoy solo es posible si acepta las reglas del juego y pasa a ser un interlocutor con las mismas condiciones que los demás. Esto no quiere decir que deba renunciar a su carácter sacramental y a su misión de depositaria y transmisora de la Revelación, pero esa transmisión hoy no es posible si no sitúa también en la plaza pública y en condiciones de igualdad con los demás.

En estas condiciones se abre la posibilidad de que la Iglesia se perciba por las personas ajenas a ella, pero también por sus propios miembros que con frecuencia sienten con incomodidad determinadas actitudes de intransigencia, no como un adversario o un oponente, sino como una alternativa razonable. A partir de esa religión “amable” en el sentido de Pascal, el creyente puede exponer su propuesta liberadora y ofrecer un nuevo sentido a la vida del hombre.

El matiz es importante: mientras que la apologética clásica pretendía esgrimir las armas de la razón para imponer la fe, nuestra propuesta debe ser la de llegar al corazón del hombre, remover su espíritu aletargado para promover en él el deseo de que ese nuevo sentido sea real, de desear que la religión de la Iglesia sea verdadera. al hacer surgir ese deseo, se le abrirá al hombre el camino que le llevará a la fe y que no por ello dejará de ser razonable.

Pero para emprender este camino es necesario promover una disposición especial de la persona hacia una dimensión, la espiritual, que resulta desconocida por parte de la racionalidad científica e instrumental que impera actualmente. Ese intento por estimular la curiosidad por lo espiritual y despertar de nuevo el deseo de Dios no está alejado, creo yo, de lo que el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium denomina, en un fantástico neologismo, primerear, “adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”, reconociendo que de nada sirven “los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón”.

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La gran ventaja de buscar el deseo de Dios es que este encuentro inicia un nuevo momento en la vida de la persona, una transformación, pero no deja de ser un inicio, pues el deseo de Dios no se agota jamás. Este carácter inagotable permite que la transformación se realice también en nosotros mismos, en los que en principio estamos llamados a primerear, pues ese alimentar el deseo de Dios debe ser el elemento central de toda actividad pastoral o catequética, mientras que los demás aspectos de la religiosidad serán siempre secundarios o accesorios.

Lo que estoy diciendo puede parecer muy obvio, pero a menudo tengo la impresión de que en algunas partes la religión se sitúa por encima de Dios mismo, que la religión como institución, la Iglesia, los sacramentos, la liturgia, la moral, etc. son fines en sí mismos, corriendo entonces el riesgo de acabar teniendo una religión que puede subsistir sin Dios, como si Dios no existiera o no fuera más que un reclamo para captar adeptos. Es por esa razón fundamental que la transformación que opera el deseo de Dios se ejecute en nuestros corazones y que Dios tenga siempre un lugar central en nuestra vida y en la vida de las comunidades creyentes.

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13 Mallorquines y Dios

Y un decimocuarto mallorquín, Alfredo M. Barceló Morey, un economista que hace unos años se empeñó en recopilar la opinión de un conjunto de mallorquines sobre Dios, de forma muy similar a la que realizó José María Gironella en el conjunto de España a finales de los años 60 del siglo pasado, cuando publicó 100 españoles y Dios.

En lugar de cien, el libro solo ha conseguido reunir la opinión de trece, que no son pocos en los tiempos que corren en nuestra isla. Pero la calidad de los participantes suple con creces ese menor número de participantes. En el libro, pueden encontrar las respuestas de Norberto Alcover, Camilo José Cela Conde, Carlos Garrido, Román Piña y, así, hasta llegar a los trece entrevistados, entre los que tengo el placer de estar incluido. Más allá de las opiniones de cada participante, diversas todas ellas, el libro no deja de ser un retrato de la sociedad isleña actual en la que descubrimos una mayoría de personas que se mueven entre el agnosticismo más o menos indiferente y un teísmo ecléctico y difuso. El creyente católico es una minoría y en no pocos casos participa de la confusión general tan propia de nuestra era postsecular.

Si algo se puede objetar al libro es el de plantear un sesgo que, por otro lado, resulta inevitable, pese a los sinceros esfuerzos del recopilador para minimizarlo. Este sesgo se percibe de forma inmediata cuando el lector ve que entre los trece participantes no hay ninguna mujer. curiosamente, según se concreta en la introducción del libro, no ha habido suerte en este sentido a la hora de conseguir que alguna mallorquina se prestara a este juego, casi descaradamente extravagante, de hablar de Dios.

Por otra parte, los participantes cumplen un perfil muy concreto y que resulta escasamente generalizable. La inmensa mayoría son personas de una trayectoria intelectual reconocida, profesores universitarios o de enseñanza secundaria y con cincuenta años pasados; muchos ya jubilados. Pero hay que entender también que no estamos ante un trabajo de campo en el ámbito de la sociología de la religión, sino ante un intento de reunir a un grupo de personas que se encuentren dispuestas a hablar de Dios. Algo que, salvo contadas excepciones como esta página web, es cada día más insólito.

Les dejo, a modo de muestra, mi intervención y les animo, por supuesto, a hacerse con su ejemplar.

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¿Cree usted en Dios? (En caso negativo, indicar la teoría que más le seduce en cuanto al posible origen de la Creación. En caso afirmativo, indicar si cree usted simplemente en un Dios-Creador, o si cree que ese Dios es también personal, es decir, relacionado de alguna manera con el hombre y con nuestra conciencia individual.)

Sí, creo en Dios. En singular, pues solo hay un Dios, aunque existan ídolos distintos a él, entes a los que los humanos divinizamos de alguna forma y rendimos culto (idolatría), como la salud, el dinero, el prestigio y tantos otros.

Aunque sea indemostrable, la hipótesis de la existencia de Dios es, a mi juicio, la más razonable para explicar la existencia del universo, desde la complejidad biológica de una célula al inmenso y enigmático vacío del cosmos. Caben otras hipótesis, todas ellas igualmente indemostrables, pero en general menos plausibles. Análogamente, cuando observamos formas de suelas de zapatos en el barro de un camino, alguien puede sostener que se trata de formas azarosas creadas por el agua y el viento, pero la mayoría considerará poco plausible esta hipótesis y creerá que alguien ha pasado por allí, aunque lleve horas esperando y no haya visto a nadie. Incluso cuando se trate de formas desconocidas pero regulares y dispuestas de forma uniforme, difícilmente nos conformaremos con la hipótesis del azar y buscaremos que ser vivo o qué tipo de fenómeno físico ha producido aquello. El universo en cualquiera de sus escalas se halla repleto de huellas de Dios, aunque algunos sigan pensando que todo es fruto de una desordenada sucesión de casualidades.

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Pero creer en Dios es algo más que sostener la razonabilidad de una hipótesis, como la de la existencia de universos paralelos o la suposición de que vivimos en una simulación al estilo de la trilogía cinematográfica The Matrix (1999-2003). Creer en un sentido religioso implica una creencia que transforma la vida del creyente, que lo convierte. Es por ello por lo que la fe no es tanto un proceso intelectual como una vivencia personal, una experiencia, a menudo originada de forma puntual por un acontecimiento crítico, que provoca esa conversión que, más adelante, da lugar a la creencia en un plano más intelectual. Diría que, por lo general, uno no se da cuenta de la existencia de Dios y se vuelve religioso, sino que al ser objeto de una experiencia espiritual llega a la conclusión de que lo que experimenta supone que debe existir Dios.

En este sentido, creer en Dios es en cierta forma equivalente a experimentar a Dios. Ello supone que Dios se nos presenta como un alguien, no como un algo. Dios es Otro, diferente de nosotros y de los demás, pero con quien interactuamos. Esa experiencia conforma la religiosidad humana. La mera creencia en un Dios creador o en el gran arquitecto del universo es una hipótesis atractiva intelectualmente, pero es espiritualmente vacía, no es una fe ni supone una experiencia religiosa en el sujeto.

Evidentemente, esto tiene importantes consecuencias. La primera de ellas es que, si experimentamos de alguna forma esa otredad de Dios, ello quiere decir que sigue presente y, de alguna manera, interviene en la historia humana. Dios nunca se ha desentendido de nosotros, sino que ha creado en el ser humano una cierta ansiedad de trascendencia, una agitación interior que solo logra apaciguarse precisamente ante la presencia divina en determinados momentos y espacios, que son los que definen aquello que denominamos sagrado. La segunda consecuencia es que esa búsqueda y ese retorno a Dios, que se produce en mayor o menor medida en esta vida terrena y que culminará tras superar la barrera de la muerte, ofrece un nuevo sentido a la vida humana. Vivimos para algo, para un fin superior a nosotros, para participar de la inmensidad de nuestro creador.

¿Cree usted que hay algo en nosotros que sobrevive a la muerte corporal? (Alma inmortal, premio y castigo, eternidad.)

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Que la muerte no es el final de nuestra existencia es algo hasta cierto punto lógico si asumimos la existencia de Dios como he defendido en la cuestión anterior. Dios no ha creado al ser humano como un entretenimiento, sino que ha pretendido una criatura a su imagen, en el sentido de crear un interlocutor, alguien en quien poder proyectar su amor y sentirse correspondido. En la medida que creamos esto, en que rechacemos la idea de que somos un juego de mesa divino para solaz de la corte celestial, es obvio que la muerte no puede tener la última palabra pues ello sumiría al ser humano en el sinsentido, en un devenir absurdo que resulta incompatible con la idea de un dios que ama a sus criaturas.

Creo, por tanto, que existe una eternidad en la que nos encontramos con Dios, si bien no puede descartarse que ese encuentro se vea frustrado por el rechazo del ser humano, asumiendo así una eternidad de espaldas al creador y a la plenitud de la existencia. El infierno sería, por tanto, una eternidad de desgarradora e insoportable insatisfacción. En este sentido, el juicio no sería tanto un proceso al estilo de los juicios humanos, sino más bien la confirmación de que podrán hallar a Dios aquellos que han creído en Él o, al menos, no lo han rechazado, no tanto en un sentido formal o intelectual, sino en el sentido de que han obrado pertinazmente en contra de su voluntad (Jn 3, 17-21).

¿Cree usted que Cristo era Dios? ¿En cualquier caso cómo sitúa el papel de Jesús de Nazareth en la historia del pensamiento y del hombre?

Como tantas otras, la divinidad de Cristo es una verdad de fe y que es difícil explicar o justificar racionalmente. Por otro lado, son pocas las personas que dudan de su historicidad, habida cuenta de los diferentes testimonios escritos, tanto cristianos como paganos. Lo cierto es, sin embargo, que Jesús de Nazaret fue en vida un personaje marginal que logró aglutinar un grupo de seguidores en la zona de Galilea pero que fue perdiendo empuje a medida que la gente dejó de ver en él al líder político anticolonial que pensaban que era. Al final, se arriesgó a predicar en Jerusalén criticando las autoridades religiosas del Templo y acabó ajusticiado como un vil criminal.

Sin embargo, fue en ese momento en el que comenzó todo. La noticia de su resurrección impulsó de nuevo a sus seguidores a relanzar su mensaje y a profundizar en sus palabras y sus acciones. Jesús estaba vivo y seguía con ellos en espíritu construyendo un Reino que nada tenía que ver con las estructuras de poder humanas. A partir de ahí, se inició un proceso de racionalización de lo que había ocurrido, un intento de explicar qué estaba ocurriendo con los cada vez más numerosos seguidores de Cristo y un esfuerzo por transmitir la experiencia de un grupo de hebreos a judíos mucho más helenizados y próximos culturalmente a los griegos y a otros paganos, cuyos referentes culturales eran muy diferentes de los de los seguidores del nazareno. Con el tiempo apareció la idea de la divinidad de Jesús y sus relaciones con el Dios hebreo, con el Padre. Y aparecieron diversas formas de entender esa naturaleza humana y divina de Cristo, muchas de ellas declaradas heréticas con el tiempo. La pregunta que subyace a todo ello, sin embargo, no es otra que pensar si es concebible que de la vida y muerte de un fracasado líder judío puede surgir una religión como el cristianismo, que llevó a miles de personas a sentirse fascinadas por la figura de Cristo hasta el punto de ser perseguidos y ajusticiados por no renunciar a esa nueva fe. Al igual que ocurrió en los primeros siglos del cristianismo, según como intentemos contestar a esta pregunta llegaremos fácilmente a dar por supuesto que Jesús no era un simple ser humano más.

¿Cree usted que el Concilio Vaticano II fue eficaz? En cualquier caso, ¿considera necesario algún tipo de renovación similar en la Iglesia Católica? 

Cuando en 1517 Lutero clavó sus famosas tesis en el portal de la Iglesia de Wittemberg posiblemente era factible pensar que existía una posibilidad de enderezar la situación en la Iglesia católica, pero al final triunfó la intransigencia por ambas partes y cuando llegó el Concilio de Trento, tarde, a partir de 1545, solo pudo certificar una ruptura más que consolidada.

Cuando en 1962 se inicia el Concilio Vaticano II la pretensión era llevar a cabo una actualización (aggiornamento) del papel de la Iglesia en un mundo agitado por las guerras mundiales, la amenaza nuclear y la industrialización y el consumismo. Es fácil criticar el concilio pensando que también se llegó tarde, pues su conclusión coincidió con una deserción en masa de millones de católicos hasta llegar al paisaje actual de iglesias semivacías. Muchas veces se oye aquello de que el Concilio pretendió abrir las puertas de la Iglesia para que entrara más gente y solo logró que la que había saliera de ella. Creo que esta apreciación es injusta, pues la actual secularización se había ya iniciado mucho antes y era difícil que un concilio la pudiera detener. Francamente, dudo mucho que la situación actual de la Iglesia fuera muy diferente si el Concilio no se hubiera celebrado. Creo que, con el tiempo, su importancia irá relativizándose.

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Todo ello no quiere decir que no considere importante que la Iglesia cambie y se adapte a los nuevos tiempos, evidentemente sin renunciar a lo que es nuclear de la fe cristiana ni a la idea de comunidad que peregrina unida. Otra cosa muy distinta es que los mecanismos tradicionales para ello, como los concilios o los sínodos, sirvan a ese fin. La realidad es que la Iglesia católica sigue instaurada en una estructura monárquica en la que un soberano y sus cortesanos son los que detentan un poder al que no están dispuestos a renunciar. Que la jerarquía eclesial se reúna consigo misma para decidir qué hacer no parece la forma más razonable de ejecutar grandes cambios, sobre todo cuando existe la sospecha de que es esa misma jerarquía la que obstaculiza la mayoría de los intentos de renovación.

¿A qué atribuye usted que la Iglesia española se vea perseguida periódicamente por una parte del pueblo español?

Aunque han existido persecuciones por causas diversas en momentos diferentes, actualmente no percibo que exista algún tipo de persecución hacia los creyentes más allá de algunas polémicas mediáticas de grupos muy concretos o ciertos miembros de la jerarquía. No creo equivocarme si digo que más del 80% de las personas de nuestro país viven como si la Iglesia no existiera, por mucho que les pese a algunos, que preferirían algún tipo de confrontación, aunque solo sirviera para hacer ver que están ahí.

¿En qué sentido cree usted que la ciencia, la técnica y la intercomunicación de los pueblos, influirán sobre lo que pueda restar del sentimiento religioso?

En un sentido estricto, no creo que vayan a tener una gran influencia. Vivimos en un mundo tecnificado y global en el que la religiosidad (término más adecuado y omnicomprensivo, a mi juicio, que el de sentimiento religioso) se ha mantenido en general, pese a la crisis de ciertas religiones institucionales y a la secularización general. Este proceso de secularización, que ha cambiado la forma como entendemos el mundo y las personas, tiene mucho que ver con el racionalismo y el conocimiento científico, pero los efectos que debía producir sobre la religiosidad ya se han producido.

Muy diferente es la aparición de una curiosa veneración por el conocimiento científico, que alimentaria la esperanza de que la humanidad puede lograr una salvación propia a partir de sus propios esfuerzos, llegando en algunos casos a pensar que la ciencia puede lograr la inmortalidad del ser humano, bien por su capacidad para mantener la vida de forma indefinida, bien por ser capaz de transferir la conciencia humana en algún tipo de soporte físico diferente al cuerpo humano. Son los defensores del transhumanismo o de los seres humanos mejorados con elementos electrónicos. Naturalmente, y sin perjuicio de la base científica que puede fundamentar tales posturas, en su conjunto no dejan de ser idolatrías que elevan a la ciencia y a la razón humana a la categoría de dioses.

En lo que se refiere a la influencia que puede tener la facilidad con la que contactamos con culturas distintas, sin duda ello aporta cambios en la religiosidad de un grupo al admitir posibles variantes o nuevos ritos y creencias exóticos que pueden gozar de mayor predicación en un momento dado. El eclecticismo actual que hallamos en no pocas personas que adaptan a una base más o menos cristiana creencias propias de otros cultos, como la admisión de la metempsicosis, o determinados ritos y prácticas ascéticas o de meditación, son un claro ejemplo de ello. Sin embargo, esta situación no es tan diferente de la convergencia de cultos y creencias que existían en el Imperio Romano en el siglo I de nuestra era. Que prácticas religiosas ajenas influyan en las grandes religiones del mundo es, hasta cierto punto, normal e incluso enriquecedor. Diferente es cuando la debilidad intrínseca de una religión se ve incapaz de detener un exceso de estas nuevas prácticas que pueden llevar a su propia destrucción. Algunas personas piensan que este es un peligro grave y real para el catolicismo hoy. Personalmente, no creo que los grandes peligros para el cristianismo europeo vengan por ahí.

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¿Ha experimentado usted alguna vivencia (enfermedad física, trauma psíquico, sensación de peligro, rapto o iluminación, conocimiento de culturas exóticas, etcétera) que haya influido en su actual vivencia religiosa?

No. Sin duda puede haber momentos concretos en mi vida que han influido en mi vivencia religiosa, pero ninguno puede ser calificado de traumático o extraordinario. Diferente es, entiendo yo, experimentar una mayor intensidad de la experiencia religiosa en momentos cruciales, sin que estos se vivan de forma traumática. Pienso, por ejemplo, en el día de la muerte de mi padre y en algunos momentos en los que me resultaba más perceptible la cercanía de Dios. Aunque fuera un momento fuerte no deja de ser, en cierta forma, una experiencia religiosa desde lo cotidiano.

Considerando que estamos en una sociedad totalmente secularizada ¿cuáles cree que son las principales aportaciones de las raíces cristianas a la legislación o jurisprudencia vigente?

Siempre se ha dicho que Occidente se sustenta fundamentalmente a partir de tres pilares: la filosofía grecolatina, el derecho romano y la Biblia. El cristianismo es una religión que surge en Asia pero que tiene un especial desarrollo en Europa, sin duda porque el Imperio Romano favorece su expansión y consolidación, siendo fácil diferenciar aspectos particulares del cristianismo occidental del de las iglesias orientales. Es inevitable que una parte importante de estos aspectos que han acabado definiendo el catolicismo y las iglesias surgidas de la reforma protestante presenten también rasgos e influencias propios de la filosofía grecolatina y del derecho romano, además de otros aspectos de origen judío. Ejemplos de ello son el platonismo de san Agustín, la configuración del sacramento del matrimonio, la constitución de las primeras comunidades cristianas, eminentemente urbanas y que tomaban como modelo los collegia romanos, o la propia organización interna de la Iglesia con sus obispos, presbíteros y diáconos. Pero a medida que esa nueva Iglesia iba consolidándose en el Imperio y a lo largo de la Antigüedad Tardía, acabaría influyendo también en los ordenamientos jurídicos y en el orden social en innombrables aspectos y situaciones, hasta el punto de que hoy es difícil encontrar una institución jurídica que no guarde alguna conexión con las raíces cristianas.

En cualquier caso, si hubiera que destacar una aportación especialmente relevante del cristianismo en el ámbito del Derecho yo apuntaría al concepto de persona y de dignidad humana y, relacionados con ella, a los derechos humanos universales. Esta aportación es importante e innovadora en la medida que reconoce un valor absoluto a la persona, que no puede ser objeto de instrumentalización o transacción. No se permite dominar a otra persona o esclavizarla, ni siquiera con el consentimiento de esta. Esto último va ligado a al hecho de que la persona se conciba como la unidad de cuerpo y alma —o, si lo prefieren, cuerpo y mente— sin que uno predomine sobre el otro. Con ello, la doctrina cristiana rechaza el dualismo de raíces platónicas que defiende que la humanidad del individuo se halla en su conciencia, en su voluntad, y que su cuerpo no es más que un envoltorio necesario para moverse e interactuar en un entorno físico. Esa visión dual, que la Iglesia rechaza, se encuentra hoy muy presente en las normas que permiten o legalizan determinadas decisiones en las que la voluntad prevalece sobre el cuerpo como son el suicidio asistido, la eutanasia o la denominada ideología de género, en la que se hace prevalecer con todos los efectos jurídicos el género de la persona (entendido como aquello que su mente o su voluntad siente que es) por encima del sexo físico con el que ha nacido esa persona.

Por otra parte, el cristianismo deja patente que esta visión de la persona y su dignidad no proviene de una decisión humana actual, histórica ni de un suceso primordial hipotético, sino que es así porque así lo ha querido Dios y lo ha expresado en la creación. El ser humano no se ha dado a sí mismo la dignidad, sino que es consustancial a su existencia. Esta visión fundamentó en su momento la idea de que existe un derecho natural que surge de esa voluntad divina y al que las leyes humanas deben sujetarse. Aunque hoy cueste a muchos admitir ese origen, a partir de esta idea de fundamentaron los derechos humanos universales que hoy conocemos, así como la persecución y condena de los crímenes de lesa humanidad, aunque los que los cometieran fueran autoridades y funcionarios cumpliendo las leyes de su país, como ocurrió en los conocidos juicios de Nuremberg.

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La banalización de lo religioso

Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.

La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.

Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.

Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.

El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.

Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.

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La lección de los dos papas

administration ancient antique architecture
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Muchas personas han visto estas Navidades la película sobre los dos papas que se emite a través de una conocida plataforma digital. Y, si no la han visto, con seguridad habrán tenido noticia sobre ella a través de la prensa o de las redes sociales.  

En las dos horas que dura el filme se relata un encuentro supuestamente basado en hechos reales entre el papa Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, poco tiempo antes de la dimisión del primero en el año 2013Pese a su aparente historicidad, se trata de un encuentro apócrifo presentado con cierto tono caricaturesco, cebándose sobre todo en la imagen de Benedicto XVI, que es dibujada con manifiesta inquina. Así como el cardenal argentino es visto con simpatíamostrando su habitual rostro cercano y afable, el pontífice alemán se asemeja más a un ególatra senil que al venerable y erudito teólogo que muchos hemos tenido la fortuna de leer. Valga como ejemplo una genial escena, hacia el minuto cuarenta y cinco del filme, en la que Benedicto XVI toca unas piezas de piano para su invitado mientras le comenta que en su juventud se planteó dedicarse a la música, algo que no obstante fue descartado pues, añade inmediatamente y no sin cierta sorna, “me temo que en el piano no soy infalible”. Paradójicamente, minutos después, mientras Bergoglio intenta tratar con el altivo papa asuntos más serios, el alemán lo ignora completamente y le pone en la televisión la que es, según confiesasu serie de televisión favorita, El comisario Rexun frívolo serial austríaco que tiene como protagonista a un pastor alemán que trabaja para la policía. Extraigan ustedes sus conclusiones. 

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En todo caso, se trata de ficción y la caricatura sin duda forma parte de la opción creativa del director y máximo responsable de la filmación, el brasileño Fernando Meirelles, y justo es respetarlo. A estas alturas no vamos a sorprendernos del tratamiento ofrecido a los dos personajes habida cuenta de la gran popularidad mediática de Francisco, de la que en ningún momento disfrutó su predecesor, cuyo pontificado siempre se mantuvo a la sombra del de san Juan Pablo II, siendo además constantemente atacado por numerosos sectores perjudicados en los tiempos en que el alemán capitaneaba la Congregación para la Doctrina de la Fe.  

Al margen de las caricaturas más o menos logradas, sí que es verdad que el filme presenta dos formas de ser o de vivir la Iglesia que hoy permanecen más vivas que nunca. Sin embargo, sería un error achacar esta división a la actual coyuntura, pues la dialéctica entre conservadores y progresistas, entre tradicionalistas y renovadoresla encontramos desde el inicio de la historia de la Iglesia, donde siempre ha existido esa tensión entre la renovación y el mantenimiento de lo esencial de la fecon independencia de saber en cada momento qué renovar y qué se considera esencial superfluo.  

Así pues, la película pretende ilustrar esa permanente tensión en su versión actualaprovechando la insólita convivencia de dos pontífices vivosPara ello incurre, como por otro lado suele ser inevitable en estos casos, en un reduccionismo simplón al atribuir a cada uno de los papas un arquetipo homogéneo que normalmente no se ajusta a la realidad. Por ejemplo, la etiqueta de progresista y moderno de Francisco choca a menudo con afirmaciones suyas que descolocan a los militantes de la facción más progresista, como cuando afirma, sin atisbo de duda, la existencia real del demonioalgo que muchos teólogos y sacerdotes niegan o sobre este asunto se limitan a afirmar que tal personaje es una especie de símbolo antropomórfico que se refiere a actitudes pecaminosas como el afán desmedido de riqueza o de poder. Pero que ninguno de los dos papas, por su trayectoria y por su personalidad, pueda ser etiquetado sin matices en uno u otro sector, no significa que estos sectores no existan y marquen muy de cerca la “agenda política” eclesial. 

photo of priest standing on cathedral
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Asumiendo también nosotros el riesgo de caricaturizar y simplificar, podríamos decir queen la Iglesia actual, estos dos sectores antagónicos presentan las siguientes características. El primero de ellos, el sector conservadorcentra su preocupación en la salvaguarda de la moral católica y de la institución social (que no divina) de la Iglesia, su rol en la sociedad y sus privilegiosLejos de manifestar grandes ambiciones pastorales, sus líderes aparentan estar más preocupados por la fiel aplicación del Código de Derecho Canónico que de la Bibliauna actitud que los lleva a reinterpretar lfigura del Jesús de Nazaret como un implacable fariseo, obstinado en que se cumplan todos y cada uno de los preceptos de la ley. Una visión de Jesús que, al menos a algunos, nos parece muy alejada de la que se relata en el Nuevo Testamento. 

Frente a estos nos encontramos con el sector activista de la Iglesia, comprometido en llevar la salvación económica y social todos los rincones del planeta, como si hubiesen olvidado que el Reino de Dios prometido por Jesús no está en este mundo. El problema añadido es que, al margen de lo que crean o no, su activismo los lleva a aliarse con otras fuerzas sociales afines en sus objetivos –que no en su fe–, obligándose a arrinconar a Dios y a lo sagrado, aunque sea para no ofender a aquellos que no creen. Al final, Jesucristo pasa a ser un referente, pero no un interviniente real en la historia y, con ello, Dios deja de ser necesario. 

Paradójicamente, el principal perjuicio de esta división no debemos buscarlo en los extremos, en aquello en que más difieren sendas posturas, sino en aquello que es coincidente en ambos casoshablan mucho de los problemas de los hombres y de la sociedad actual, pero se han olvidado de hablar de Dios.  

El cardenal guineano Robert Sarah, en su reciente libro-entrevista Se hace tarde y anochece, reflexiona sobre la actual crisis y se pregunta qué pide el pueblo de Dios a sus sacerdotes. Naturalmente, la respuesta no sé encuentra en el derecho canónico ni en la gestión de comedores sociales. Para esto ya están los servicios asistenciales del ayuntamiento o la consulta del psicoterapeuta de la esquina. Quien acude a un sacerdote es porque quiere conocer a Dios, pero con demasiada frecuencia lo que se encuentra es una respuesta desangelada, una homilía enlatada y fría. Posiblemente porque ese sacerdote ya ha olvidado la última vez que habló apasionadamente de Él. 

De la misma forma que muchos ministros parecen dejar de lado el que debería ser el principal asunto para la Iglesia hoy, al menos en Occidente: la llamada apostasía silenciosa, el abandono continuado de la fe de miles de bautizados, que pasan a vivir como si Dios no existiera y que, consecuentemente, dejan de ser transmisores de la fe a sus hijos, nietos y otras personas de su entorno.  

Es verdad que se habla muchoen diferentes foros y debates, de la necesidad de reevangelizar Occidente y de recuperar a esa gran masa de población heredera de los restos de la cristiandad. Sin embargo, la realidad acredita desde hace décadas que nada se consigue desde unas posiciones cada vez más ideologizadas y menos espiritualizadas. Como puede leerse entre líneas a través de esa caricatura de los dos papas, poca o nula credibilidad puede tener la Iglesia cuando la mayoría de sus ministros se preocupa más de los problemas del César que de hablar de Dios. 

 

Publicado en El Mundo/El dia de Baleares el 19 de enero de 2020

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