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Etiqueta: Iglesia

¿Celebra Jesucristo la Navidad?

jesus christ figurine
Photo by Jeswin Thomas on Pexels.com

Aunque un observador imparcial hoy casi lo podría en duda, es comúnmente conocido que el origen de la Navidad es religioso. Esos entrañables días próximos al solsticio de invierno eran festivos incluso antes de la Navidad, pues el cristianismo se apropió de las fiestas romanas dedicadas al Sol para celebrar el nacimiento de Jesús de Nazaret. Sin embargo, casi dos milenios más tarde, parece que las cosas han cambiado de forma radical. No sé hasta qué punto puede sostenerse que se ha vuelto a la paganización de estas fechas o si, simplemente, han perdido ya todo su tinte religioso y se han secularizado. Pero lo cierto es que, como cristiano, cada vez me cuesta más reconocer algo de mi religión en la Navidad. Y de ahí que tenga mis dudas al preguntarme si el propio Jesús sería capaz de reconocerse en la celebración de estas fiestas.

No niego que mucha gente pensará que exagero. Es verdad que en muchos lugares se siguen manteniendo las apariencias de lo que eran los principales aspectos religiosos de la Navidad de antaño. La misma mercantilización que ha transformado estas fiestas en una orgía de consumismo, promueve a su vez una regresión nostálgica al pasado, a la niñez, evocando los recuerdos más tiernos y profundos. Y si esa apariencia se mantiene es, en buena parte, por el papel fundamental que ostenta una de las principales enfermedades que afecta hoy al catolicismo y al cristianismo en general: la culturización de la religión.

Sin duda, la Navidad es el principal ejemplo de cómo la religión católica es vista, por la mayoría de conciudadanos nuestros, como un conjunto de tradiciones, costumbres y expresiones artísticas cuyo valor merece todos nuestros máximos esfuerzos para su preservación. Sean las catedrales o el canto gregoriano, las romerías o los belenes en nuestros hogares, todo forma parte de este acervo inconmensurable que merece ser conservado y difundido.

Esta visión forma parte de un proceso de secularización que ha llevado a la religión católica a ser considerada un objeto, un bien de un valor ciertamente relevante. Ello no impide que el catolicismo siga manteniendo otros dos aspectos igualmente importantes. Por una parte, sigue siendo considerado por muchos –incluidos muchos no creyentes– como el custodio de un conjunto de valores morales válidos y que deben ser socialmente promovidos, sobre todo a través del sistema educativo. Por otra parte, la Iglesia católica sigue siendo una parte importante del llamado tercer sector, con reconocidas aportaciones en favor de los más desfavorecidos de la sociedad.

Reconozcamos, pues, que el catolicismo sigue teniendo un indiscutible papel en el ámbito social y cultural pese a la secularización general, pero no es menos cierto que su peso como religión va disminuyendo día a día. De ahí la razón de mi pregunta inicial, en este caso referida a la Navidad. Al margen del papel de la Iglesia como institución social y cultural, si observamos lo que significa hoy socialmente la Navidad, incluso para muchos que se identifican como creyentes, me pregunto en qué se diferenciaría esa Navidad con la que celebraríamos si el motivo de la fiesta fuera el nacimiento del rey-Sol, como hacían los romanos. Dicho de otra manera: ¿Con qué facilidad nos topamos con Jesús durante la Navidad? ¿No será que, al final, Cristo es ese invitado ausente en la fiesta, al que la mayoría ha olvidado?

Llegados a este punto, es importante aclarar que celebrar el nacimiento de Cristo no es, para un cristiano, algo tan banal como asistir a una fiesta de cumpleaños. Ni siquiera es una excusa para recordar al fundador de nuestra religión. Lo que celebramos en la Navidad es posiblemente el aspecto más original e insólito del cristianismo: el misterio de la Encarnación.

La Encarnación se refiere al acontecimiento histórico, que se remonta a poco más de dos mil años, a través del cual Dios, creador del universo, se despojó de todos sus poderes y privilegios para hacerse un simple mortal. De esta forma, siendo Dios un ser humano como cualquiera de nosotros, podíamos ser capaces de entender qué quiere de nosotros. Es verdad que ni los milagros ni las buenas palabras evitaron que el Hijo de Dios fuera asesinado como un vulgar criminal. Pero tras esa muerte y la noticia de su resurrección, nos quedó el recuerdo escrito de su vida y sus palabras. Y es a través de este recuerdo vivo que Dios nos traza el camino para salir del redil de muerte y odio en el que nos hallamos. Difundir ese mensaje, que los creyentes reconocemos como Palabra de Dios, es la principal misión de la Iglesia.

Asombrosamente, en la Navidad que vivimos hoy apenas se escucha esta noticia liberadora. Seria injusto decir que la Iglesia no lo difunde, pero lo cierto es que su mensaje apenas llega a sus destinatarios. Y en parte es normal. El mensaje de Jesús no es fácil de poner en práctica. Y, desde luego, no tiene nada que ver con las ansiadas proclamas revolucionarias que algunos ambicionan. Como tampoco tiene que ver con los moralismos rancios que secretan ciertos ámbitos educativos o algunos medios de comunicación y que con frecuencia solo tienden a fomentar el sectarismo o una competitividad y un culto al esfuerzo que no se orienta a favorecer a los más necesitados, sino al enriquecimiento personal y al reconocimiento social.

Tal vez debamos reconocer, pues, que la batalla de la Navidad está perdida, pero que buena parte de la culpa se la debemos al propio Jesús. La realidad es que, pese a haber transcurrido casi dos milenios, su mensaje sigue siendo incómodo y son muchos los que prefieren silenciarlo. En el desenfrenado afán consumista y hedonista, escuchar a quien nos compele a amar a nuestros enemigos, o a entender que las riquezas, incluso las conseguidas con nuestro esfuerzo y dedicación, son el principal obstáculo para nuestra verdadera felicidad, puede provocar algo más que un corte de digestión. Cuando se lee que es imprescindible renunciar a la propia vida para salvarla, o que con la firme obediencia a la voluntad de Dios se logra un efecto liberador que supera con creces cualquier libertad mundana que podamos imaginar, uno siente como todos los cimientos de su existencia se remueven descontroladamente.

La opción de Jesús no es hoy la opción fácil. Nunca lo ha sido. Y ante el amplio abanico de ofertas de este mundo, es forzosamente una opción minoritaria. Pero es necesario que los creyentes la rescatemos de ese olvido en el que parece haber caído y que vuelva a ser relativamente sencillo toparse con Jesús, en Navidad y fuera de ella.

En este sentido, la propia Iglesia y sus pastores tienen una especial responsabilidad. Con demasiada frecuencia han renunciado a difundir con firmeza la Palabra de Dios y han sucumbido a estos aspectos materiales que resultan mucho más cómodos y que gozan de un mayor reconocimiento de las élites políticas y sociales. No es suficiente exigir, como hacen menudo tantos jerarcas de la Iglesia, el respeto a la actual situación social o jurídica, aludiendo para ello a las raíces cristianas de España o de Europa. Nadie duda de la existencia de estas raíces, pero lo que estos pastores deberían recordar es que, si se deja morir el árbol, mueren también las raíces y estas se acaban convirtiendo en adobo para todo tipo de plantas indeseables y malas hierbas. Tal vez lo que importa ahora es preocuparse menos de las raíces y, en cambio, dedicarse con más ahínco a buscar nuevos terrenos y sembrar nuevas semillas. Aunque con ello sacrifiquemos la comodidad.

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 30 de diciembre de 2018

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La humanidad de la Iglesia

La canonización hoy de Mn. Óscar Romero, coincidente además con la víspera de la festividad de santa Teresa de Ávila, no deja de ser una manifestación más de las contradicciones que operan en la vertiente más humana de la Iglesia. A poco que echemos una ojeada a los esbozos biográficos del nuevo santo y a las circunstancias de su martirio, nos daremos cuenta como su eliminación supuso un impacto terrible en el Pueblo de Dios, tanto por la crueldad de su ejecución, durante el ofertorio de la misa, como por el silencio cómplice de una parte significativa de la jerarquía de su entorno eclesial.

Paradójicamente, la postura de censura inmisericorde hacia la figura de Romero por parte de un sector de la Iglesia, obtuvo la asistencia –cabe suponer que involuntaria– de los partidos y movimientos marxistas, que ensalzaron al arzobispo como héroe del antiimperialismo y la lucha de clases. Romero acabó póstumamente situándose así en las filas de los creyentes con Kalashnikov, cuando en vida había sido un vehemente predicador al advertir de los peligros de los cantos de sirena marxistas.Pope_Paul_VI_and_Óscar_Romero

En todo caso, y transcurridas más de tres décadas, la Iglesia parece rectificar esa postura ambigua y canoniza al arzobispo mártir junto con Pablo VI, otra figura discutida, aunque por razones muy distintas. La ambigüedad y el recelo del papa que cerró el Concilio, nos recuerda el vértigo que suele vivir la Iglesia en épocas de reforma y cambio. Pero también es expresión de la riqueza y pluralidad de la Iglesia. Al fin y al cabo, si Pablo VI cierra el Concilio, son muchos los que creen que fue san Juan Pablo II, cuya fiesta celebramos el día 22 de este mes, quien echó la llave al mar. Aun así, ningún papa posiblemente ha gozado de tanto fervor y admiración por parte del pueblo fiel, desde hace muchos siglos, como el prelado polaco. Otra paradoja.

Son muchas las contradicciones en la Iglesia de Cristo que, una vez más, demuestran su lado más humano. Lo que como mínimo es inevitable, aunque a menudo nos resulte sorprendente. Al fin y al cabo, lo divino –desde una postura creyente– es relativamente fácil de asumir. Por eso, al intentar profundizar en nuestra fe cristiana, en el fondo lo que más nos cuesta entender es que, a pesar de todo, Jesús, el Hijo de Dios, fuera un hombre. Curiosamente –permítanme el inciso final–, un hombre con cuya biografía guarda un asombroso parecido la del santo Óscar Romero.

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Religiosidad «low cost»

Desconozco si han tenido la ocasión de ver, estos días, el cartel anunciador de las fiestas de Sa Ràpita, en Campos. Como en muchos otros lugares costeros y con tradición marinera, es tradicional celebrar la festividad de Nuestra Señora del Carmen y así se anuncia en el cartel que puede verse, entre otros lugares, en las redes sociales. Sin embargo, salvo por el nombre, difícilmente identificarán ustedes el sentido religioso de la fiesta. img-20180705-wa00022141600621La imagen de la Virgen o de alguno de sus atributos iconográficos, como el escapulario, no aparecen en ninguna parte del cartel, que es coronado por la figura de un pescado de apariencia cadavérica. Pero lo más sorprendente es la indicación de los días en los que transcurre la fiesta, que van desde el día 8 al 15 de julio ¡cuándo la festividad de la Virgen es el 16!

Se me ocurren otros casos parecidos a este y que son sintomáticos de una tendencia curiosa. Como es sabido, durante los primeros siglos de la historia del cristianismo se produjo una cristianización de las fiestas paganas. La Navidad es, sin duda, un magnífico ejemplo de cómo los cristianos ubicaron, sin ningún fundamento histórico ni evangélico, el nacimiento de Jesús coincidiendo con la festividad romana del nacimiento del sol, el natalis invicti Solis, el 25 de diciembre. En cambio, en la actualidad se está produciendo el fenómeno inverso, que es la descristianización de las fiestas, en las que ya es posible ver belenes sin el niño Jesús o, como ocurre en el caso al que nos referíamos al principio, fiestas de la Virgen del Carmen sin Virgen del Carmen.

Esta descristianización no deja de ser sorprendente en una sociedad que durante siglos se ha estructurado a partir de la religión cristiana, pero es una realidad irrebatible, si bien con algunos matices. No hace tanto, era creencia común en muchos círculos pensar que la religión era un atavismo del pasado que no tenía cabida en una sociedad moderna, por lo que se acabaría extinguiendo como ocurrió con la viruela. Pero no ha sido así.

Si nos vamos a las pruebas demoscópicas, podremos fácilmente comprobar como el número de personas que se confiesan ateas suele oscilar en torno al diez o quince por ciento de la población, porcentaje que viene a coincidir con el de los católicos practicantes. Es verdad que se identifican como católicos unos dos tercios de los encuestados, pero lo cierto es que la gran mayoría se definen como católicos con el mismo entusiasmo con que se definirían como buenos vecinos, sin que en su vida real se encuentre un rastro claro de este calificativo. Los católicos practicantes, que no son fáciles de definir pero que podemos intuir que son los que acuden a misa todos o la mayoría de domingos, no van más allá del 15%.

Esa descristianización es, por tanto, tan real como lo es la presencia de una religiosidad low cost en al menos la mitad de la población. Un importante conjunto de personas que sigue creyendo en alguna divinidad y, muy posiblemente, todos los que hayan tenido algo parecido a una educación religiosa católica, identificaran esa divinidad con el recuerdo del dios cristiano que permanece en ellos: un dios bueno, cercano, paternal y amoroso, aunque también vigilante y omnisciente.

Desde el punto de vista católico, incluso podría decirse que las cosas no están tan mal. Más de una vez puede oírse a cristianos, incluso desde los púlpitos, que Dios no persigue tanto una fe inquebrantable como que las personas sean solidarias y pacíficas, atentas con los más débiles y adversas a la violencia de cualquier tipo. Y hay en ello buena parte de verdad, pero solo parte, pues con ello se corre el riesgo de convertir el cristianismo en un código moral centrado en la conducta de cada individuo, perdiendo con ello una importante perspectiva perspectiva social. Y no olvidemos que una sociedad puede ser injusta, aunque esté formada por hombres buenos.

Curiosamente, sin embargo, son muchos los sectores de la Iglesia que parecen sentirse cómodos en esa religiosidad low cost, creyendo que con ello se produce una adaptación a las circunstancias históricas y sociales del momento. Es verdad que en la jerarquía eclesial suele haber un discurso reivindicativo importante, con denuncias hacia determinadas estructuras escandalosamente injustas, pero su complicidad con el sistema anula todo el sentido profético del mensaje. En esa jerarquía hay una opción clara a favor de una presencia pública de la Iglesia que, manteniendo algunas importantes estructuras sociales, le permiten sostener un cierto espejismo de lo que fue la antaño nación cristiana: la asignatura de religión, las escuelas católicas, asilos, etc. Pero, más allá del espejismo, nada de todo esto evita la huida de los creyentes. Cada vez hay menos bodas católicas y menos bautizos, las primeras comuniones suelen ser una mera fiesta y la religión sigue siendo una asignatura «maria».

Lo que sí demuestra esa religiosidad low cost es que la gente no huye de la fe en una divinidad o en una realidad trascendente. De lo que huye es de la Iglesia. A la mayoría de personas, la Iglesia y sus funcionarios, el clero en general, no les aporta nada. Salvo el Santo Padre y algunas personas muy concretas, como el Padre Ángel, por poner un ejemplo, raras veces ni obispos ni presbíteros son considerados un referente moral ni en la diócesis ni en el barrio o en el pueblo en que ejercen.

Los augures de la Modernidad se equivocaron al profetizar la desaparición de la religiosidad en la sociedad, pero esta puede seguir sobreviviendo sin la Iglesia. Los que somos creyentes, sabemos que la Iglesia no es una institución solamente humana y, por ello mismo, su futuro no depende de la acción del hombre. Pero el coste no puede ser rebajar la fe a una religiosidad low cost sacrificando con ello su sentido profético, esencial en el mensaje del Evangelio.

Y donde se equivoca la Iglesia jerárquica es precisamente en focalizar la apertura por la puerta de unos sacramentos que se banalizan, o por engrosar estadísticas escolares. Esa apertura debe empezar fuera de los templos y los palacios episcopales, en la calle, en los hospitales y en los asilos. Pero también en los centros de trabajo, en los bancos del parque o en los juzgados. En medio de la gente, donde la vida bulle con todo el dolor y la autenticidad. Intentando que las personas miren de echar el freno de lo mundano y se detengan para darse cuenta de que sigue habiendo esperanza.

Pero para ello hace falta algo muy importante por parte de la jerarquía eclesial: empezar a liberalizar la pastoral, salir fuera de sus despachos y dar margen a los laicos, a las mujeres. Deben abandonar el temor a perder una zona de confort en la que hace mucho tiempo que viven de prestado, porque la actual situación pronto devendrá insostenible. Bien mirado, tal vez no sea tan mal traída a colación la imagen del pez en aparente descomposición del cartel de Sa Ràpita, cuando precisamente el dibujo del pez fue uno de los primeros símbolos del cristianismo primitivo.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 7/8/2018

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La fe y las tradiciones

Estamos a punto de iniciar la Semana Santa. Tiempo de vacaciones escolares y de viajes para muchos. También tiempo de volver la mirada hacia la religión, hacia la Iglesia. Veo incluso en las redes sociales que algunos comercios anuncian la venta de palmas para asistir a la procesión del domingo de Ramos. Siendo ingenuamente optimistas (igual esta es la única forma realista de ser optimista), podemos ver en ello una intención evangelizadora: el Espíritu obra en nosotros de forma sorprendente. Pero el eslogan de la tienda me resulta chocante: “Es importante conservar nuestras tradiciones”.

Desde luego mi sorpresa no es por la originalidad de la frase. Más de un conocido mío suele proferir esta expresión o alguna parecida cuando me lo encuentro en un oficio religioso en la Semana Santa o en la Vigilia de Navidad, tal vez para dejarme claro que no ha sido objeto de una conversión repentina. Con ello me confirma que, hasta la misa solemne del día del patrón del pueblo, difícilmente volverá por allí, exceptuando algún que otro funeral. No. Mi sorpresa es porque alguien ve como una tradición algo que para mí es extraordinariamente nuevo y vivo.

Para que no se me malinterprete, no me siento ofendido por tales manifestaciones. Desde luego me parece temerario sostener que las tradiciones son, por sí mismas, algo digno de conservar, pero allá cada uno con su conciencia. No solo no me ofende, sino que entiendo perfectamente que la visión mundana del no creyente no puede coincidir con la creyente. La Iglesia misma tiene este carácter sacramental, en el sentido de que donde yo veo al Pueblo de Dios con Cristo en su cabeza, el no creyente verá, a lo sumo, una asociación de personas que se reúnen en un edificio, tan grande como incómodo, para escuchar a un señor que lee un libro.

Lo que me produce cierta extrañeza es que esta visión que podríamos llamar cultural, que defiende la importancia de las tradiciones, la sostienen también personas creyentes, incluso numerosos ministros en sus homilías. Conozco padres que llevan a sus hijos a catequesis porque creen importante que aprendan las tradiciones propias de su pueblo, de su cultura. Francamente, me parece un idea encomiable y lo celebro. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la fe, con mi fe?

No es mi intención criticar estas tradiciones ni a la gente que quiere preservarlas. Ni muchos menos quiero criticar a aquellos creyentes que de alguna forma fundamentan su fe en estos ritos culturales de origen religioso, que posiblemente les remontan a su infancia o a la memoria de sus padres o abuelos. Pero sí debo confesar que no es así como yo vivo mi fe. Será por ello, y posiblemente también por mi carácter arisco y poco sociable, que no me atraen las concentraciones multitudinarias ni los templos abarrotados, como tampoco nada me dicen las representaciones más o menos teatrales de la Pasión del Señor o las inacabables y barrocas procesiones.

Una fe culturizada, basada en las tradiciones y en los libros de historia, es para mí una fe mortecina, fría, cansada. Una fe multitudinaria, solemne y enfervorecida, reconozco que me satura. Tal vez porque la percibo humana, demasiado humana, sin que deje apenas espacio a Dios. De ahí el riesgo de una fe languidecida, que se acaba mirando a sí misma, recreándose en el absurdo.

Es por ello que, sin menospreciar esas tradiciones que parecen entusiasmar a tantas personas, prefiero un rincón olvidado; ese altar, adornado para acoger al Cordero en esa Santa Hora, que parece ignorar el bullicio exterior que se produce en su nombre. O también el rincón cotidiano, doméstico, donde intento que quepa Dios sin estrecheces humanas. Tal vez porque, en lugar de buscar grandes signos y seguridades, anhelo intuir la fragancia del perfume de nardo que arroja María a los pies de su Maestro. Y quedarme allí, cuando todos se han marchado, en silencio.

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Entre el debate y el desconcierto

Hace unos días apareció, en diferentes medios, una sugerencia del cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino, si bien con un tono ciertamente imperativo. En ella apelaba el purpurado a que los sacerdotes se acostumbraran a celebrar la misa ad Orientem, es decir, de espaldas al pueblo. Se atrevía incluso a proponer una fecha cercana, el próximo primer domingo de Adviento, si bien dejaba clara la necesidad de explicar el cambio a los fieles y realizar, por tanto, una oportuna y adecuada catequesis. misatradicional

Generada cierta polémica, desde la Santa Sede, con el habitual tono diplomático, se ha desautorizado al cardenal. No voy a entrar en detalles pues estos pueden ser fácilmente encontrados en Internet. En todo caso, me remito a la crónica de Andrea Tornielli para más información. Tampoco es mi intención terciar en la polémica, pues mis conocimientos de liturgia son prácticamente nulos. Sí que lamento, sin embargo, el ruido y el desconcierto.

La propuesta del cardenal puede tener mucho sentido (o no), pero el propio Prefecto reconoce la necesidad de explicarla a los fieles para evitar el desconcierto. La realidad es, sin embargo, que la propia propuesta puede llegar a generarlo, surgiendo en todo caso el peligro de la división. En no pocos foros de los llamados tradicionalistas se ha celebrado esta noticia, con la consiguiente reacción de los… no sé como llamarlos ¿progresistas? Unas etiquetas posiblemente poco exactas, pero que evidencian divisiones para nada edificantes. Precisamente por esa falta de preparación de muchos fieles, estas polémicas pueden acabar siendo especialmente nocivas.

Y son nocivas no porque no sea bueno incentivar el debate, sino porque cuando surge en un ambiente en el que buena parte de la audiencia no se entera de nada o casi nada, al final se genera la sensación de que esto es una especie de asamblea en la que todos dicen lo que quieren sobre el tema que sea. Vamos, que de la misma forma que se discute de la liturgia, se puede debatir la naturaleza divina de Cristo o la canonicidad de las cartas de San Pablo.

En definitiva, la catequesis hay que realizarla, sí, pero antes de empezar el debate y no después. Lo que nos lleva a otro nivel de discusión, el de la oportunidad. Vivimos en un momento de absoluto letargo eclesiástico, al menos en Occidente; momento en el que se necesita una evangelización urgente de nuestra sociedad, en la que muchos ya no han conocido a Cristo y ni siquiera están bautizados; y en una Iglesia que, mientras busca su espacio en la comunidad humana, se ve forzada a una obligada depuración en su cúspide terrena, afectada por escándalos y atropellos de lo más diverso y repugnante; en este momento, posiblemente, un debate sobre aspectos litúrgicos no sea lo más perentorio ni prioritario. Desde luego, hay determinadas cuestiones pastorales que creo que urgen más. Le ha faltado al cardenal, en este caso concreto, la prudencia debida al cargo que ostenta. Otra vez será.

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