
Quiso Dios, o ese ente inexistente que los ateos supersticiosos llaman casualidad, que casi en la misma semana tuviéramos noticia del fallecimiento del exvicepresidente y exsecretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba y de la actriz norteamericana Doris Day.
Asociar estos dos personajes en un mismo párrafo parecerá extraño a más de uno. Desde luego, carecen de un mínimo común denominador que permita establecer un encuentro emulando las famosas “vidas paralelas” que escribió Plutarco. Ni siquiera la circunstancia de sus muertes permiten una última convergencia en la trayectoria de ambos. Uno murió de pronto, relativamente joven, si atendemos a la razón estadística sobre la esperanza de vida en nuestro país. La otra, en cambio, casi muere tarde, pues no pocos pensábamos ya que su tránsito había discurrido tiempo atrás con la debida discreción.
No obstante, algo parece conectar sendos óbitos: la relación de estas personas con la mentira. “La más bella mentira de América” fue el título con el que Luis Martínez, en este mismo periódico, nos dio cuenta del fallecimiento de la actriz, a la vez que glosaba su vida y obra. Doris Day encarnaba, en sus personajes más conocidos, la imagen de la esposa perfecta en una América próspera y luminosa, donde cada uno alcanzaba sus sueños sin perder la sonrisa. Una imagen ficticia que, fuera de las salas de cine, tarde o temprano acababa padeciendo el encontronazo con los tonos grises de una realidad mucho más cruel: la América de la segregación racial, de las injusticias sociales o la de los engaños que envolvieron toda su participación en la Guerra de Vietnam –recuerden los famosos Papeles del Pentágono–. Tal vez para evitar descubrir la imagen falaz, asumió la actriz su prematura retirada, consiguiendo mantener así vivo su recuerdo eternamente joven en el imaginario americano.
Pérez Rubalcaba, del que desconocemos su rostro juvenil, aguantó más tiempo su presencia en la vida pública, aunque a cambio fuese menos querido que la actriz. O fue al menos así hasta que, con su muerte, no sé si para simular la sensación de alivio de algunos, ha sido obsequiado con honores (casi) de jefe de Estado, aunque en vida no pasara de vicepresidente del Gobierno. Sin embargo, su imagen política fue siempre compleja y cuestionada. Tras ser uno de los padres de la desdichada LOGSE, allá por los noventa del siglo pasado, fue el portavoz del Gobierno de Felipe González en sus últimos años, atrincherado entre múltiples escándalos de corrupción y con la que era cada vez más evidente implicación del ejecutivo socialista con los terroristas del GAL. Una época en la que la mentira era la primera línea de defensa de un gobierno en descomposición.
Paradójicamente, sin embargo, una de las frases más recordadas de Rubalcaba fue pronunciada estando ya en la oposición. Ocurrió durante la noche de la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004, mientras las televisiones ofrecían imágenes en directo sobre el asedio de una muchedumbre a las sedes del PP en las principales ciudades del país: “los ciudadanos españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”.
Mucho se ha hablado acerca de lo ocurrió aquellos cuatro días de marzo, tras el atentado del 11-M, y la influencia que tuvo, en el resultado electoral de los siguientes días, tanto la torpeza del gobierno como la calculada astucia de una oposición que supo aprovecharse de las circunstancias. Con el nuevo gobierno, sin embargo, la mentira no desapareció. En algunas ocasiones llegó a salpicar al propio Rubalcaba, como el famoso caso Faisán. La alternancia natural al gobierno socialista vino con los gobiernos del PP –abruptamente finiquitados tras demostrarse una corrupción sistémica en el aparato del partido– y estos fueron seguidos por el del único mandatario europeo que ha sobrevivido en la política pese a plagiar su tesis doctoral. No solo eso, sino que ha sido refrendado por buena parte de los españoles en las recientes elecciones generales. ¿Se equivocó Rubalcaba al suponer que no merecíamos gobiernos que mientan? ¿Nos repugna realmente tanto la mentira?
Decía Jean-François Revel hace ya varias décadas, antes de que se pusieran de moda las fake news, que la mentira es la primera de las fuerzas que dirigen el mundo. Hoy casi me atrevería a decir que es una fuerza hegemónica. La mentira está presente en todas partes y nos hemos acostumbrado tanto a ella que ya ni la notamos.
La mentira nos entretiene, aunque sea en la forma de esos debates precocinados de la tele o como reality shows protagonizados por individuos con el cerebro de cartón piedra. Pero también nos ilusiona. ¿Qué hay sino detrás del voto populista, nacionalista o sensiblero, tras ese emotivismo de colonia barata en el que se esconden los demagogos de derecha e izquierda? En el fondo, queremos creer en un mundo mejor, sin ricos ni emigrantes, en el que podamos echar a los pobres y a los banqueros, y todos vivamos felices con futbol gratis. Y lo deseamos, aunque sabemos que también es mentira.
Nuestra vida puede llegar a fundamentarse en la mentira, empezando por nuestra colección de desconocidos “amigos” que creemos tener en las redes sociales, y acabando por aquello que poseemos, un patrimonio cuyo valor puede desvanecerse como el recuerdo de una mala película. Recordemos sino la última crisis, con miles de viviendas embargadas porque su valor era mentira, porque nunca fue verdad aquello de que los precios siempre suben sin parar. Era mentira.
Uno llega a pensar, por tanto, si no será que deseamos un gobierno que nos mienta, que nos mantenga en esa irrealidad inane y tranquila. El problema es que, incluso la mentira más bella de América acabó por languidecer. Dicen que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. No porque el mentiroso corra menos, sino por el esfuerzo que debe hacer para mantener la mentira. Mentir es fácil, pero no lo es mantenerse en la mentira. Si no hay una labor constante, la mentira envejece y acaba por delatarse.
Pero la mentira tiene otro efecto más perverso aún. Su capacidad para minar la confianza. A los niños se les conmina a no mentir con la advertencia amenazante de que cuando digan la verdad, nadie les va a creer. No se fiarán de ellos. La mentira crea desconfianza y esta conduce al rechazo a los demás, al individualismo más abyecto e insolidario.
No es posible vivir siempre en la mentira, en la ficción de algo que no es. Lo entendió Doris Day y se retiró, manteniendo así perpetuamente su angelical rostro de mujer de la acomodada clase media americana. Rubalcaba no hizo lo mismo y aquellos que ahora han ensalzado su figura en su propio partido, fueron los mismos que echaron fuera a los suyos borrando todo rastro de su legado.
Tal vez es posible vivir en una mentira constante, pero no es fácil, y tarde o temprano esa mentira caerá, como un castillo de naipes. Es posible que no nos afecte a nosotros, pero acabará afectando a nuestros hijos. Y nadie merece vivir en un mundo de mentiras, aunque a veces la mentira sea más atractiva que la verdad.
Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 28 de mayo de 2019
Comentarios cerrados