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Etiqueta: laicismo

Sábado Santo

Tras la muerte de Jesús llega el silencio del sábado. Se trata de un silencio roto que contrasta con el día de la Pascua judía, un día importante y alegre para todos aquellos que se encontraban en Jerusalén, o para casi todos. Una alegría que ahoga el dolor de María y las mujeres que acompañaron a Jesús hasta el final. Un jolgorio que contrasta con la pesada carga de vergüenza y cobardía de los seguidores de Jesús, que se refugiaron en la indiferencia de la multitud para no ser reconocidos. Es un sábado de silencio para aquellos que tuvieron puestas las esperanzas en un galileo bueno y que ahora sienten que todo ha acabado. No pudo ser.

Photo by Abhilash M on Pexels.com

Esa dolorosa decepción solo puede explicarse a partir de la constatación de que los seguidores de Jesús no lo veían como lo que era: el Hijo de Dios. Un hecho que es la clave para entender que no se trataba solo del ajusticiamiento de un inocente, sino de un acontecimiento cósmico que suponía la radical humanización de Dios hasta el punto de llegar a hacer aquello que en ningún caso Dios puede hacer: morir.

Pero ese acontecimiento cósmico pasó desapercibido aquella víspera de la Pascua judía de hace casi dos mil años, como pasa desapercibido hoy para tanta gente para los que este sábado no es más que un sábado más, un día festivo que aprovechamos para desconectar y olvidar. Hoy desconocemos también que ese acontecimiento cósmico sigue produciéndose, pues la muerte humana de Dios supera la dimensión temporal y no puede ser solo algo que pasó un día concreto de un año concreto. En su eternidad, las heridas de Jesús jamás cicatrizan.

Al vivir como si Dios no existiera, nos asentamos en un interminable Sábado Santo en el que el bullicio diario nos lleva a pensar que al final todo acaba en algún momento, que la vida sigue y que el mundo permanece en la misma indiferencia en la que muchos habremos vivido. Un bullicio que, en cualquier caso, no logrará ahogar del todo el vacío silencioso de nuestro interior. Salvo que seamos capaces de asomarnos a lo que ocurrió el tercer día…

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La banalización de lo religioso

Entre las imágenes que se recordarán de las primeras semanas de 2021 tienen un lugar destacado las de Q-Shaman, uno de los asaltantes del Capitolio de Washington que, además de llevar un estrambótico casco de piel y cuernos de búfalo, lucía el torso unos tatuajes con simbología religiosa proveniente, según nos han explicado los expertos, de la mitología escandinava.

La imagen de Jake Angeli, su nombre real, me hizo pensar en la banalización de la simbología religiosa, fenómeno que a menudo encontramos en otros actos mucho más cotidianos e inocuos que asaltar un parlamento, como el de llevar un rosario a modo de collar o en otras posturas más extrañas. Esta banalización no es nueva y ya la hemos visto en otros ámbitos como un efecto más de la mercantilización de la cultura y el consumo de masas, y también tiene mucho que ver con el relativismo cultural, que poco a poco ha ido arrinconando los grandes ideales de belleza y de excelencia, para acabar fijando como culmen de la creatividad el hecho de burlarse de cualquier cosa.

Sin embargo, esta mercantilización del producto religioso, sea en forma de objetos decorativos o de terapias de mindfulness, nos muestra también que la religiosidad humana no es una etapa superada. A pesar de la entronización del materialismo, siguen siendo muchas las personas que, en algún momento de su vida, sienten una sacudida en lo más íntimo de su existencia, una sensación que suele ser de una inmensa soledad pero que, paradójicamente, parece presagiar también la presencia escondida de alguien mucho más grande.

Hace ya más de un siglo Rudolf Otto lo definía como el encuentro con lo sagrado, lo inefable que se sustrae de la razón y que permanece dentro del misterio. Cuando la persona se acerca a lo sagrado siente dos sensaciones aparentemente contrapuestas: la de terror y la de fascinación. Surge también ahí otra paradoja: se percibe una actitud de dependencia y sometimiento pero que, a su vez, es liberadora. Ese conocimiento que nos genera la presencia cercana del misterio acaba siendo aquello que los creyentes llamamos fe y que, en palabras de Kierkegaard, acaba suponiendo un auténtico salto al abismo.

El lector que alguna vez haya experimentado algo así reconocerá la necesidad inmediata de buscar un sentido a todo ello, de humanizar la experiencia para hacerla comprensible. El papel de las religiones tradicionales (cristianismo, islam, budismo etc.) no es otro que el de ofrecer sentido a estas vivencias a la vez que permiten amplificar la experiencia del misterio a partir de revelaciones y ritos, haciendo uso de símbolos y objetos sagrados. No debe sorprender, por tanto, que todo esto sea un asunto muy serio para los creyentes y, lógicamente, su banalización —tan frecuente hoy— les puede resultar ofensiva.

Desgraciadamente, la crisis que en nuestro entorno viven las religiones tradicionales —en nuestro caso la Iglesia católica— posiblemente también contribuya, aunque involuntariamente, a esta banalización. Las personas que han experimentado la presencia del misterio y que a raíz de ello buscan encontrar un sentido a lo vivido, pocas veces pueden tener un acceso fácil a unas religiones que hoy se encuentran excesivamente institucionalizadas y burocratizadas. Tal vez sea por ello por lo que tanta gente vea frustrada su inquietud espiritual y, al final, también esta se banalice y acaben corriendo el serio peligro de aterrizar en un salón de tatuajes imitando la estética superficial y ridícula de Q-Shaman.

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Religiosidad «low cost»

Desconozco si han tenido la ocasión de ver, estos días, el cartel anunciador de las fiestas de Sa Ràpita, en Campos. Como en muchos otros lugares costeros y con tradición marinera, es tradicional celebrar la festividad de Nuestra Señora del Carmen y así se anuncia en el cartel que puede verse, entre otros lugares, en las redes sociales. Sin embargo, salvo por el nombre, difícilmente identificarán ustedes el sentido religioso de la fiesta. img-20180705-wa00022141600621La imagen de la Virgen o de alguno de sus atributos iconográficos, como el escapulario, no aparecen en ninguna parte del cartel, que es coronado por la figura de un pescado de apariencia cadavérica. Pero lo más sorprendente es la indicación de los días en los que transcurre la fiesta, que van desde el día 8 al 15 de julio ¡cuándo la festividad de la Virgen es el 16!

Se me ocurren otros casos parecidos a este y que son sintomáticos de una tendencia curiosa. Como es sabido, durante los primeros siglos de la historia del cristianismo se produjo una cristianización de las fiestas paganas. La Navidad es, sin duda, un magnífico ejemplo de cómo los cristianos ubicaron, sin ningún fundamento histórico ni evangélico, el nacimiento de Jesús coincidiendo con la festividad romana del nacimiento del sol, el natalis invicti Solis, el 25 de diciembre. En cambio, en la actualidad se está produciendo el fenómeno inverso, que es la descristianización de las fiestas, en las que ya es posible ver belenes sin el niño Jesús o, como ocurre en el caso al que nos referíamos al principio, fiestas de la Virgen del Carmen sin Virgen del Carmen.

Esta descristianización no deja de ser sorprendente en una sociedad que durante siglos se ha estructurado a partir de la religión cristiana, pero es una realidad irrebatible, si bien con algunos matices. No hace tanto, era creencia común en muchos círculos pensar que la religión era un atavismo del pasado que no tenía cabida en una sociedad moderna, por lo que se acabaría extinguiendo como ocurrió con la viruela. Pero no ha sido así.

Si nos vamos a las pruebas demoscópicas, podremos fácilmente comprobar como el número de personas que se confiesan ateas suele oscilar en torno al diez o quince por ciento de la población, porcentaje que viene a coincidir con el de los católicos practicantes. Es verdad que se identifican como católicos unos dos tercios de los encuestados, pero lo cierto es que la gran mayoría se definen como católicos con el mismo entusiasmo con que se definirían como buenos vecinos, sin que en su vida real se encuentre un rastro claro de este calificativo. Los católicos practicantes, que no son fáciles de definir pero que podemos intuir que son los que acuden a misa todos o la mayoría de domingos, no van más allá del 15%.

Esa descristianización es, por tanto, tan real como lo es la presencia de una religiosidad low cost en al menos la mitad de la población. Un importante conjunto de personas que sigue creyendo en alguna divinidad y, muy posiblemente, todos los que hayan tenido algo parecido a una educación religiosa católica, identificaran esa divinidad con el recuerdo del dios cristiano que permanece en ellos: un dios bueno, cercano, paternal y amoroso, aunque también vigilante y omnisciente.

Desde el punto de vista católico, incluso podría decirse que las cosas no están tan mal. Más de una vez puede oírse a cristianos, incluso desde los púlpitos, que Dios no persigue tanto una fe inquebrantable como que las personas sean solidarias y pacíficas, atentas con los más débiles y adversas a la violencia de cualquier tipo. Y hay en ello buena parte de verdad, pero solo parte, pues con ello se corre el riesgo de convertir el cristianismo en un código moral centrado en la conducta de cada individuo, perdiendo con ello una importante perspectiva perspectiva social. Y no olvidemos que una sociedad puede ser injusta, aunque esté formada por hombres buenos.

Curiosamente, sin embargo, son muchos los sectores de la Iglesia que parecen sentirse cómodos en esa religiosidad low cost, creyendo que con ello se produce una adaptación a las circunstancias históricas y sociales del momento. Es verdad que en la jerarquía eclesial suele haber un discurso reivindicativo importante, con denuncias hacia determinadas estructuras escandalosamente injustas, pero su complicidad con el sistema anula todo el sentido profético del mensaje. En esa jerarquía hay una opción clara a favor de una presencia pública de la Iglesia que, manteniendo algunas importantes estructuras sociales, le permiten sostener un cierto espejismo de lo que fue la antaño nación cristiana: la asignatura de religión, las escuelas católicas, asilos, etc. Pero, más allá del espejismo, nada de todo esto evita la huida de los creyentes. Cada vez hay menos bodas católicas y menos bautizos, las primeras comuniones suelen ser una mera fiesta y la religión sigue siendo una asignatura «maria».

Lo que sí demuestra esa religiosidad low cost es que la gente no huye de la fe en una divinidad o en una realidad trascendente. De lo que huye es de la Iglesia. A la mayoría de personas, la Iglesia y sus funcionarios, el clero en general, no les aporta nada. Salvo el Santo Padre y algunas personas muy concretas, como el Padre Ángel, por poner un ejemplo, raras veces ni obispos ni presbíteros son considerados un referente moral ni en la diócesis ni en el barrio o en el pueblo en que ejercen.

Los augures de la Modernidad se equivocaron al profetizar la desaparición de la religiosidad en la sociedad, pero esta puede seguir sobreviviendo sin la Iglesia. Los que somos creyentes, sabemos que la Iglesia no es una institución solamente humana y, por ello mismo, su futuro no depende de la acción del hombre. Pero el coste no puede ser rebajar la fe a una religiosidad low cost sacrificando con ello su sentido profético, esencial en el mensaje del Evangelio.

Y donde se equivoca la Iglesia jerárquica es precisamente en focalizar la apertura por la puerta de unos sacramentos que se banalizan, o por engrosar estadísticas escolares. Esa apertura debe empezar fuera de los templos y los palacios episcopales, en la calle, en los hospitales y en los asilos. Pero también en los centros de trabajo, en los bancos del parque o en los juzgados. En medio de la gente, donde la vida bulle con todo el dolor y la autenticidad. Intentando que las personas miren de echar el freno de lo mundano y se detengan para darse cuenta de que sigue habiendo esperanza.

Pero para ello hace falta algo muy importante por parte de la jerarquía eclesial: empezar a liberalizar la pastoral, salir fuera de sus despachos y dar margen a los laicos, a las mujeres. Deben abandonar el temor a perder una zona de confort en la que hace mucho tiempo que viven de prestado, porque la actual situación pronto devendrá insostenible. Bien mirado, tal vez no sea tan mal traída a colación la imagen del pez en aparente descomposición del cartel de Sa Ràpita, cuando precisamente el dibujo del pez fue uno de los primeros símbolos del cristianismo primitivo.

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 7/8/2018

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Defender a la Iglesia

En las últimas semanas se han venido sucediendo polémicas más o menos importantes pero con cierta repercusión mediática en relación con la Iglesia católica y aledaños. Me refiero a la polémica del autobús de Hazte Oír y a la de las misas en la televisión pública. Sobre la primera ya he dado mi opinión y, sobre la segunda, confieso que no entiendo muy bien las críticas. Entiéndaseme bien, no es que me oponga a que La2 retransmita misas, corridas de toros o partidos de pádel. Ocurre que no acabo de comprender la preocupación de algunos católicos sobre el tema cuando la conferencia episcopal tiene un canal de televisión propio (13TV) que ofrece misas a diario.

Sí que es verdad, como ya indiqué en el artículo anterior, que no me siento cómodo con ciertas acciones militantes de católicos frente a estas “ofensas”. Como muchos de ustedes, recibo casi a diario indicaciones para que firme tal manifiesto o para que indique que “me gusta” no sé qué iniciativa a favor de la Iglesia o, como suele ser lo más normal, en contra de alguna propuesta poco acorde con nuestros postulados religiosos. Aunque respeto estas iniciativas, procuro desmarcarme y suelo rechazar toda participación, lo que con no poca frecuencia me ha valido el amable reproche de gente amiga. Lo cierto es que, como voy a exponer seguidamente, tengo mis razones para rechazar este tipo de acciones.

En primer lugar, está la elección de los objetivos. No digo que no sea legítimo protestar u oponerse a determinadas actuaciones, algunas incluso más graves que las mencionadas. Por ejemplo, cuando se trata de oponerse a las leyes pro-aborto o a organizaciones que las sustentan. Es legítimo, ciertamente, pero tengo mis dudas cuando uno se centra en este tipo de “injusticias” y obvia muchas otras que se dan a nuestro alrededor.

Puestos a decorar un autobús, no estaría de más recordar las imágenes de refugiados clamando por entrar en Europa, o las colas de personas en los comedores. O traer a colación los subempleos con que muchas empresas obtienen fabulosos beneficios, o la insolidaridad de todos aquellos que defraudan ocultando parte de sus rentas al fisco, aunque algunos después no tengan ningún problema en acudir piadosamente a misa olvidando aquello de que «si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5, 23-24).

En segundo lugar, mi rechazo se debe también a los medios utilizados. La agitación social a través de manifestaciones, recogidas de firmas, uso de medios publicitarios más o menos llamativos, es algo muy legítimo en toda democracia, siempre -como es natural- dentro de un marco de convivencia y legalidad. Y por supuesto que es legítimo que un cristiano haga uso de esos mecanismos para reivindicar mejoras sociales, políticas, etc. Pero no tengo tan claro que sea lo adecuado para defender la fe o la Iglesia, y mucho menos como medio para evangelizar.

A mi juicio, el evangelio no se impone ni debe conseguir adeptos a través de este tipo de provocación social. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que el evangelio no sea provocador.  Lo es, mucho más que un convoy de autobuses, pero de forma muy distinta. Es provocador simplemente siendo fiel a sí mismo.

El evangelio provoca en lo más profundo de la sociedad cuando un creyente, lejos de rechazar un pecador, lo acoge. Cuando manifiesta su perdón al que lo ha dañado y perjudicado. Cuando evidencia su amor hacia aquel que lo odia y desprecia. Cuando se desprende de parte de lo que tiene y se lo da a quien cree que lo necesita, sin esperar agradecimientos ni alabanzas. Cuando responde con una sonrisa sincera al ser humillado y ridiculizado por el único motivo de ser cristiano. ¿Se le ocurre a alguien algo más provocador?

Y en tercer lugar, rechazo estas acciones también por su finalidad. No es la primera vez que escucho a personas que me compelen a actuar, a hacer «algo» en defensa de la Iglesia, que se ve atacada por los arrebatos del laicismo imperante hoy. Si somos Iglesia y, como tal, somos atacados, ¿no debemos salir en su defensa? A mi juicio, tras esta soflama se esconde la más pura y letal soberbia.

Ya no se trata de que sea absurdo pensar que la Iglesia pueda ser destruida por sus enemigos «políticos». Baste pensar en las «Iglesias» de los países del Telón de Acero en las peores épocas del comunismo para desbaratar tal pretensión. Pero lo que es el colmo, es que alguien pueda pensar que nosotros, simples personas, podamos pretender erigirnos en defensores de algo que nos supera infinitamente. Dicho de otro modo, ¿es que alguien puede llegar a pensar que Dios necesita de nosotros para defender su Iglesia peregrina? ¿Tan importantes nos creemos?

La defensa de la Iglesia no se da en las barricadas sino en los comedores sociales, en los centros de internamiento de inmigrantes, en los hospitales, en las cárceles, en las familias que deben dejarse la piel por salarios miserables, al lado de los ancianos que ven pasar sus horas en la más triste soledad. Por supuesto, también en los conventos y en las escuelas; en los centros de trabajo y en las familias; en la oración comunitaria y en la penumbra de la habitación, echada la llave (Mt 6,6). Sin gritos, sin estridencias.

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Caer en la provocación

Desde hace unos días se ha instalado en las páginas de los medios y de las redes sociales una polémica importante acerca de un autobús con publicidad aparentemente homófoba. Esta presencia no solo ha puesto en pie de guerra a entidades favorables a lo que se viene denominando la ideología de género, sino que ha provocado la reacción de la administración pública, incluso en su vertiente penal.

Paralelamente, en unas fiestas de Carnaval, se ha otorgado un premio a una representación en la que una persona aparecía vestida de Virgen María y acababa aparentando la figura de Cristo crucificado, todo ello en un contexto festivo y burlesco, lo que ha airado a no pocos creyentes.munilla

Esa coincidencia temporal ha provocado que más de uno compare el tratamiento tan distinto entre ambos acontecimientos. Así, el obispo de San Sebastián, monseñor Munilla, criticaba con ironía como en España se censuraba expeditivamente el mensaje del autocar y, en cambio, se toleraba y amparaba la parodia carnavalesca.

A todo ello, y sin entrar a valorar aspectos concretos de estos hechos, se me ocurren las siguientes reflexiones:

1. Se hace necesario buscar un equilibrio entre la libertad de expresión o de culto y los llamados delitos de odio o similares. No es fácil. Lo vemos cuando se condenan determinados chistes en Internet, o cuando alguien niega el holocausto judío… no siempre es sencillo fijar el límite.

2. Este tipo de delitos tiene un componente cultural muy fuerte y un dinamismo propio. Por tanto, lo que hace años era admitido, hoy no lo es. No hace tanto tiempo era habitual –aunque fuera en tono jocoso- llamar “sexo débil” a las mujeres. No tardaremos mucho en ver gente procesada por proferir esta frase públicamente. Al tiempo.

3. En relación al tema de la ideología de género y derivados, es verdad que choca con la forma de pensar de no pocas personas y, en especial, de muchos creyentes católicos. Pero no podemos olvidar que existe todo un corpus legal que legitima esta ideología, tanto a nivel estatal como autonómico, en muchos casos aprobado con el consenso de la mayoría de partidos, tanto de derecha como de izquierda. Por tanto, no se puede sostener que esta ideología carezca de respaldo social.

4. Que la ideología de género tenga respaldo social nada dice de su legitimidad moral y, por tanto, los que se oponen a ella tienen todo el derecho del mundo a criticarla. Es más, los cristianos tenemos incluso el deber de criticarla en aquello que atenta contra la dignidad humana conforme al Magisterio de la Iglesia.

5. También tenemos el derecho a criticar actuaciones que atentan contra nuestras creencias, pero sin olvidar que hay que exigir el respeto para las creencias de otras personas. No somos los únicos ni debemos pretender un trato especial. Es bueno que queramos que se reconozcan las raíces cristianas de nuestro país, pero estaremos ciegos si no reconocemos que la savia cristiana apenas recorre ya unas pocas ramas del árbol.

6. Sin embargo, más importante que el derecho a criticar a los demás es dar testimonio de nuestra fe. Y este es un hecho diferencial importante para entender por qué pienso que son equivocadas determinadas reacciones de creyentes frente a ciertas actitudes o prácticas.

La actuación de la organización que ha fletado el autobús es una reacción a priori legítima, sin entrar ahora en si el contenido puede infringir preceptos legales o no. Pero no es –o no debería ser- una reacción propia de un grupo que se defina como cristiano, ni por supuesto de personas o grupos vinculados institucionalmente a la Iglesia. ¿Por qué? Porque no es propio del cristiano provocar al contrario ni airar al enemigo. Es propio, sin duda, de las organizaciones del mundo, sin que con ello menoscabe su legitimidad. Pero no es esta la clase de testimonio que Jesús espera de nosotros.

Ello no quiere decir que debamos callar ni asumir las ideologías que la sociedad va imponiendo poco a poco. Ni mucho menos. Pero el cristiano no debe caer en las prácticas mundanas, pues entonces quedará confundido con los demás colectivos. No es posible luchar contra los demás con sus mismas armas, aunque con ello debamos asumir perder algunas batallas.

Recordemos el sermón de la montaña: somos dichosos cuando tenemos hambre de justicia, cuando trabajamos por la paz o cuando somos perseguidos por causa de Jesús. Pero no lo somos cuando actuamos saciados de nuestra justicia, cuando imponemos nuestra paz o cuando perseguimos a aquellos que no conocen a Jesús. Si, de todas formas, nuestro reino no es de este mundo, ¿qué sentido tiene sacrificar uno solo de nuestros principios para una batalla posiblemente perdida de antemano?

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