Pueden escuchar aquí mi participación en el programa de Radio Ecca Diálogos de Medianoche, con Lucas López Pérez, el 23 de octubre de 2018
Comentarios cerradosJoan Mesquida Sampol
Pueden escuchar aquí mi participación en el programa de Radio Ecca Diálogos de Medianoche, con Lucas López Pérez, el 23 de octubre de 2018
Comentarios cerradosLa vinculación entre la salud y las creencias religiosas es tan antigua como la propia cultura humana. En la prehistoria, el desconocimiento de los factores que desencadenaban las enfermedades provocaba su fácil atribución a entes misteriosos o a fuerzas invisibles. A partir de las primeras civilizaciones, en las que aparecen las grandes religiones que han marcado la historia humana, continúa el desconocimiento de la naturaleza biológica de las enfermedades, pero se adopta una postura más antropocéntrica y se empieza a pensar acerca de la responsabilidad de los individuos en la aparición de enfermedades y otras calamidades. No solo resultaba imprudente provocar la ira de los dioses, sino que la enfermedad podía ser el resultado de una mala conducta, de un pecado, propio o de un antepasado que ni siquiera habían conocido.
En ese momento encontramos ya codificaciones normativas de autenticas medidas de salud pública, aunque revestidas de precepto religioso. El aislamiento de los leprosos o las largas listas de alimentos prohibidos o declarados impuros son una buena muestra de ello. Preceptos que han sobrevivido en algunos casos hasta hoy, como en el caso del islam y el judaísmo.
A lo largo de los siglos y hasta mediados del siglo pasado, la religión ha sido un factor de cohesión social y no pocas veces de corrección en aspectos ligados a la salud. A lo largo del siglo XIX, por ejemplo, surgieron muchos movimientos renovadores religiosos como reacción a la secularización promovida por el liberalismo y su laxitud moral. Y, entre estos, no pocos tuvieron como eje estructurador la lucha contra determinados vicios muy arraigados en las clases populares, como el alcoholismo o la promiscuidad sexual. Campañas especialmente combativas que en algunos lugares consiguieron éxitos importantes, incluso en el siglo XX, como fue el caso de la famosa Ley seca en EE.UU., que prohibía la fabricación y comercialización de bebidas alcohólicas.
Actualmente, sin embargo, el paisaje ha cambiado de forma rotunda en las sociedades de raíz cristiana (no así, por ejemplo, entre los musulmanes). El papel de las religiones tradicionales es casi marginal mientras que aquellas personas que buscan algún tipo de espiritualidad, se sienten motivadas por una búsqueda interior que parte de la necesidad de que cada persona encuentre su yo auténtico. El resultado de todo ello es una pluralidad de creencias que carecen de referentes de autoridad sólidos y en un marco de amplia tolerancia religiosa. Este tipo de espiritualidad no necesita la hipótesis de un dios creador. No obstante, resulta llamativo que sea la dominante entre muchas personas que se definen como católicas: creen en Dios, aceptan los valores evangélicos o defienden el poder de la oración para conseguir favores divinos, pero no aceptan algunos postulados morales (por ejemplo, en materia sexual), ni participan en actos comunitarios como la asistencia a la misa dominical. Para el caso que uno crea que existe, el creyente ya no sirve a Dios, sino que se sirve de él.
Volviendo, sin embargo, a esa nueva espiritualidad, ya hemos dicho que se mueve en un marco de generosa tolerancia y que promueve una cierta laxitud moral en algunos ámbitos como el sexual (de hecho, el sexo es considerado en muchos casos una vía para encontrar esa interioridad más profunda). Sin embargo, no pocos aspectos relacionados con la salud vuelven a gozar de un importante protagonismo. La diferencia, respecto a situaciones anteriores, es que en pleno siglo XXI la religión ya no forma parte del canon civilizatorio de la sociedad y los vicios que la nueva espiritualidad censura no son conductas antisociales, sino elementos tóxicos que obstaculizan, a nivel individual, esa búsqueda de la autenticidad.
A medida que esta nueva espiritualidad se va desembarazando de sus conexiones con las religiones tradicionales, aparecen sus propios credos a partir, por ejemplo, de determinadas pautas alimentarias, como puede ser el caso del veganismo, o de la práctica de disciplinas como el yoga. En general, se defiende una conexión entre la salud corporal y la espiritual, vistas desde una perspectiva holística que busca un bienestar general del cuerpo, incluida la propia psique. Pese a su carácter individualizador, con frecuencia esta visión integral va más allá del individuo y alcanza el entorno inmediato o incluso el medio ambiente en general. Se predica, en estos casos, un retorno a la naturaleza y el sujeto busca confundirse con ella, rechazando desde los productos tecnológicos a los alimentos procesados.
Pero como ocurre con la mayoría de credos, surge aquí también la idea de pecado, referido no tanto al ataque a los demás como al propio cuerpo. Se penalizan los excesos, sea en forma de sobrepeso o debido al consumo de sustancias consideradas tóxicas, como el tabaco o el alcohol. Paralelamente, aparecen las inevitables listas de alimentos prohibidos o impuros: los azúcares, determinadas grasas o según qué productos de origen animal. También los ritos expiatorios a seguir, esta vez en forma de dietas, ingesta de pócimas depurativas o programas de ejercicio físico.
Al contrario de lo que ocurría con las religiones tradicionales, la actual diversidad de creencias hace que sea muy difícil fijar un patrón común en esta espiritualidad ligada a la salud. Sí que destaca, como ya hemos indicado, la individualidad -cada uno se preocupa de su cuerpo/mente- y la inmediatez en cuanto a los objetivos. Si en las religiones tradicionales la salvación prometida se ubicaba más allá de la vida terrena, en esta espiritualidad moderna la salvación se sitúa en la vida presente, en esforzarse para ser uno mismo cuanto antes y vivir el día a día de la forma más auténtica posible.
Como contrapartida, y aunque no es así en todos los casos, se manifiesta con ello una espiritualidad laxa y autosuficiente, que tiende al narcisismo más que a la gratuidad y al amor a los demás. Es por ello que la aparición de un cierto grado de egoísmo resulta imparable: si se rechaza la idea de un Ser supremo por encima del individuo, resulta inevitable que cada uno de los individuos acabe siendo el centro de su propio universo. Pero lejos de tratarse de una liberación, la ausencia de Dios no evitará la proliferación de falsos profetas que prometen equilibrios cósmicos o elixires de una juventud infinita. Lo cual no debería sorprendernos, pues una espiritualidad proyectada en uno mismo, eliminando el componente interpersonal, no deja de ser una espiritualidad castrada.
Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 23 de setiembre de 2018
Comentarios cerrados¿Puede ser hoy deseable creer en Dios? es el título de mi nuevo artículo en la revista Razón y Fe y que puede leerse íntegramente en la web de la revista: www.razonyfe.org
Comentarios cerradosUna de las características más definitorias de la actual sociedad secularizada es la relación de la religión respecto del ciudadano. Aun cuando muchos ven en el mundo actual un cierto revival de la religiosidad, se dan hoy aspectos novedosos que nos llevan a pensar más en una nueva religiosidad que en una vuelta a décadas atrás.
Efectivamente, en la sociedad previa a la secularización, la religión se imponía al individuo y conformaba su espacio vital. La persona que no aceptaba estos valores, tradiciones o ritos, podía perfectamente ser objeto de rechazo social pues se colocaba en una situación de disidencia.
En la sociedad actual la religión no aparenta imponer reglas, valores, hábitos. Tan solo los ofrece y con frecuencia de forma flexible, aun pretendiendo la exclusividad. El individuo no se siente sometido sino que busca –o no– la religión para que satisfaga sus inquietudes o colme sus anhelos espirituales. Pero ojo, es el individuo el que busca y elige, en un mercado libre donde nadie tiene el monopolio.
Este nuevo paradigma tiene sus consecuencias;
a) No hay compromiso de permanencia. El individuo que se adhiere a una religión la puede abandonar libremente cuando desee, sin cargas adicionales ni penalizaciones sociales.
b) No hay exclusividad en cuanto a la adhesión. Aunque cada religión pretenda ser exclusiva y global, nada impide hoy considerarse seguidor de la moral solidaria del Evangelio a la vez que se busca la evolución personal a través del budismo o uno acaba el día mediando con frases de doctrina taoísta extraídas de algún manual de autoayuda.
c) No existe al obligación de aceptar la autoridad institucionalizada. Prácticamente nadie se ve hoy obligado por los dictados morales de una doctrina religiosa. La religión sirve al individuo y, por tanto, los preceptos morales, aun los más rigurosos, son aceptados en la medida que satisfacen el anhelo individual. Muchos son los que quieren ser buenos y misericordiosos, pero lo hacen para sentirse bien consigo mismos. La ayuda a los demás es algo accesorio.
Este es, naturalmente, un esquema simple, incluso caricaturizado, de la realidad. Pero apunta a una situación difícilmente conciliable con las religiones tradicionales. Desde luego con el cristianismo. Lo que no quiere decir que la nueva evangelización no sea una misión importante e irrenunciable para los creyentes, Pero sería un error creer que ciertos sincretismos de religiosidad light pueden ser la semilla de una revitalización de la Iglesia. Al contrario, en muchos casos pueden ser incluso un serio obstáculo para conseguir el compromiso que exige la adhesión a Jesús y a su mensaje.
Todo ello no quiere decir que entre la gente que busca una alternativa espiritual no haya quien esté dispuesto a entregarse al mensaje del Evangelio. Sin embargo, confundir la nueva religiosidad con el abono de la nueva evangelización puede ser un error que desemboque en la incomprensión del mensaje y, en última instancia, en el fracaso. Algo que, naturalmente, conviene evitar.
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