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Etiqueta: pasión

Resucitado

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Todo cristiano sabe que Jesús resucitó y así lo profesa cada domingo en la recitación del Credo. El día que celebramos la Pascua, esa expresión adquiere una especial notoriedad al ser el gran anuncio de la Iglesia peregrina y motivo de esperanza para todos. Pero, ¿nos paramos a menudo a pensar qué significa realmente ese acontecimiento? ¿Hasta qué punto creemos en la resurrección real de Jesucristo?

Desde sus inicios, la resurrección de Jesús ha sido puesta en tela de juicio. En la Biblia se nos cuenta como los judíos se apresuraron a difundir que se trataba de una invención de los seguidores de Jesús, los cuales habrían ocultado el cadáver de su Maestro para dar pábulo a esa creencia (Mt 28, 11-15). Esa presunta invención contrasta, sin embargo, con la generosidad de detalles en los evangelios, que hubieran sido fáciles de desmentir, como las frecuentes apariciones de Jesús, muchas de ellas extrañas, como las que se dedica a comer o aquellas en las que atraviesa las paredes como si de tratara de un fantasma.

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Que los apóstoles y seguidores de Jesús contasen estas historias no era algo que pudiera esperarse de forma natural. En la cultura judía era común la creencia en la vida tras la muerte y en el ámbito helénico existían numerosas corrientes espiritualistas de corte platónico o gnóstico que creian en laexistencia de una identidad espiritual de la persona –el alma, la mente, el espíritu…– que podía pervivir cuando el cuerpo moría y que de alguna manera mantenía la esencia de aquel ser que había sido dado a luz en algún lugar del planeta. Sin embargo, estas concepciones antropológicas en boga en aquel momento rechazaban la idea de una resurrección corporal como la que plantea el evangelio. De hecho, no está de más recordar como los judíos eran los primeros que evitaban el contacto con un cadáver, que consideraban fuente de impureza.

Algo debió ocurrir, pues, para que los seguidores de Jesús hicieran correr la noticia de la resurrección de su Maestro, no solo en un sentido espiritual, sino también corporal, hasta el punto de hacerse presente y comer con ellos o dejarse tocar. Nada hubiera sido más fácil para esos seguidores que predicar la presencia del Espíritu de Dios o la fuerza de aquel Mesías que iba a regresar para liberar al pueblo oprimido. Optar por explicar la reaparición física de un ejecutado en la cruz era, sin duda, la peor idea, la forma más práctica de hacer el ridículo y de ser objeto de burla y desprecio. Si, pese a ello, lo hicieron e insistieron en ello, solo podía ser por tener un convencimiento real de lo sucedido, por tener claro que lo que ellos habían visto no era una alucinación.

No obstante, los bulos y las burlas de las autoridades del momento no han dejado de tener vigencia. Aún hoy se sigue negando esa realidad y no es difícil escuchar, incluso en algún púlpito, que la resurrección fue una experiencia religiosa de sus seguidores, una vivencia que dio lugar a un movimiento liberador, inspirado por el Espíritu Santo. Es decir, una experiencia subjetiva col·lectiva que, objetivamente, en el mundo de lo real, jamás ocurrió.

No hay forma de demostrar ese error, de la misma manera que no hay forma de acreditar fehacientemente la resurrección de Cristo –ni, dicho sea de paso, la historicidad del relato de la muerte de Sócrates o la de los devaneos de Salomón y la reina de Saba–, pero no deja de ser mucho suponer que una religión de casi dos mil años de antigüedad se deba a una alucinación colectiva de un grupo de galileos, algunos de ellos analfabetos, tras la traumática experiencia de ver como ejecutaban a su líder. Si Jesús no resucitó, ¿qué sentido tiene ser cristiano? ¿Qué aporta Cristo realmente a la humanidad? El amor, el perdón o la compasión som importantes, pero son valores que están en otras religiones. Si negamos la realidad de la resurrección de Jesús o el hecho de que este fuera realmente Dios, ser cristiano acaba siendo, como apuntó C. S. Lewis, el seguimiento y la exaltación de alguien que estaba loco de remate o algo peor.

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Sábado Santo

Tras la muerte de Jesús llega el silencio del sábado. Se trata de un silencio roto que contrasta con el día de la Pascua judía, un día importante y alegre para todos aquellos que se encontraban en Jerusalén, o para casi todos. Una alegría que ahoga el dolor de María y las mujeres que acompañaron a Jesús hasta el final. Un jolgorio que contrasta con la pesada carga de vergüenza y cobardía de los seguidores de Jesús, que se refugiaron en la indiferencia de la multitud para no ser reconocidos. Es un sábado de silencio para aquellos que tuvieron puestas las esperanzas en un galileo bueno y que ahora sienten que todo ha acabado. No pudo ser.

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Esa dolorosa decepción solo puede explicarse a partir de la constatación de que los seguidores de Jesús no lo veían como lo que era: el Hijo de Dios. Un hecho que es la clave para entender que no se trataba solo del ajusticiamiento de un inocente, sino de un acontecimiento cósmico que suponía la radical humanización de Dios hasta el punto de llegar a hacer aquello que en ningún caso Dios puede hacer: morir.

Pero ese acontecimiento cósmico pasó desapercibido aquella víspera de la Pascua judía de hace casi dos mil años, como pasa desapercibido hoy para tanta gente para los que este sábado no es más que un sábado más, un día festivo que aprovechamos para desconectar y olvidar. Hoy desconocemos también que ese acontecimiento cósmico sigue produciéndose, pues la muerte humana de Dios supera la dimensión temporal y no puede ser solo algo que pasó un día concreto de un año concreto. En su eternidad, las heridas de Jesús jamás cicatrizan.

Al vivir como si Dios no existiera, nos asentamos en un interminable Sábado Santo en el que el bullicio diario nos lleva a pensar que al final todo acaba en algún momento, que la vida sigue y que el mundo permanece en la misma indiferencia en la que muchos habremos vivido. Un bullicio que, en cualquier caso, no logrará ahogar del todo el vacío silencioso de nuestro interior. Salvo que seamos capaces de asomarnos a lo que ocurrió el tercer día…

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Viernes Santo

En la transición entre el Jueves y el Viernes Santo, Jesús es prendido por las autoridades judías. El Evangelio de Mateo lo relata con todo detalle y finaliza esa narración con la frase que Tomas Halik calificó como la más triste del Evangelio: Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.

Jesús es abandonado en primer lugar por los que se decían sus amigos. En ese mismo Evangelio, Jesús clama por otro abandono, el de su Padre: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?

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El dolor y la angustia de Jesús no son diferentes a las de tantos miles de personas que hoy y cada día viven su particular Viernes Santo. La tortura a la que sometieron a Jesús no fue peor de la que sufren miles de prisioneros en cárceles inhumanas a lo largo del planeta.

Jesús se mantuvo firme, pero muy lejos de ser un héroe o un mártir para una causa que en aquellos momentos apenas tenía seguidores. En la cruz, apenas pudieron escucharlo sus verdugos. Jesús muere solo en la víspera de la Pascua judía que tantas veces habría celebrado con su familia o sus amigos, y su muerte no tiene sentido, como no lo tiene la muerte de ningún inocente.

Cuando hoy caigamos en la tentación de querer entender el sentido de esa muerte, no estará de más meditar las palabras de Pablo de Tarso en su Carta a los Corintios:

Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles (…) un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina, más fuerte que las personas”.

Para encontrar a Dios y el sentido a todo esto debemos buscar desde esa locura divina y no desde la sabiduria humana. Nadie dijo que fuera fácil.

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Jueves Santo

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Jueves Santo. La Iglesia celebra el día del Amor Fraterno para conmemorar la institución de la Eucaristía y el inicio del Triduo Pascual. Se trata de un día importante en el que las celebraciones y los ritos se suceden al ritmo de las procesiones, sin descanso, y este es solo el principio hasta el domingo de Resurrección. Ello nos lleva dejar de lado otros aspectos del relato evangélico que nos resultan menos llamativos, menos festivos. Pero están ahí.

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El Jueves Santo es el día que Jesús cenó con sus amigos. Fue una cena de despedida, cargada de simbolismo y de recuerdos, pero también de perplejidad y anonadamiento. Un grupo de seguidores que seguían sin entender a su anfitrión. Uno de ellos lo traicionaría; los demás le darán la espalda. Jesús se va a quedar solo.

El Jueves Santo es la noche de Jesús. Es su soledad. En ningún momento el Dios encarnado ha sentido la pesada carga de su humanidad como en esa noche. El Cristo debe enfrentarse al dolor y a la muerte solo, como un hombre cualquiera. Como nos acabará ocurriendo a todos. La vida se vive en compañía solo hasta el penúltimo minuto. La muerte llega siempre en la soledad absoluta.

Jesús acepta la voluntad del Padre, sí, pero debe enfrentarse a la amarga indiferencia de sus seguidores. Su mayor tristeza no es dejar a sus amigos, sino darse cuenta de que estos no entienden el sentido de su sacrificio. Así ocurrió aquel Jueves Santo y vuelve a ocurrir en tantos lugares en el que Jesús se encuentra solo ante la miseria y el dolor de tantos otros crucificados, mientras las procesiones y las celebraciones siguen su camino, sin descanso.

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Era de noche

Así empezó todo y así nos lo relata el Evangelio de Juan (13, 21-30). Es su relato de la última cena. Como es sabido, él no describe la fundación de la institución eucarística y, en cambio, sí relata el conocido lavatorio de los pies de los apóstoles. Acto seguido, narra el anuncio de Jesús de su traición, en una escena tan enigmática como la de los sinópticos, en las que esa delación aparece misteriosamente desapercibida  por los allí presentes, por lo que el final amargo de Jesús deviene inevitable.

San Juan lo relata así: «Entonces [Jesús] mojó el bocado, lo tomó y se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Pero ninguno de los comensales entendió porqué se lo decía. Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que diera algo a los pobres. En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche».

KissOfJudasTan difícil es explicar el anonadamiento de los discípulos como la conducta de Judas, su acto vil. Pese a los relatos evangélicos —siempre escritos, no lo olvidemos, a toro pasado— y a lo que la sabiduría popular haya ido añadiendo al personaje, lo cierto es que nada nos lleva a pensar que Judas fuera un sujeto especialmente siniestro ni un malo de los de película. Al contrario, era uno de los doce elegidos directamente por Jesús, ni más ni menos, y el encargado de algo tan delicado como el manejo de los fondos.

También nos parece infantil comparar la imagen del repulsivo traidor a la de los beneméritos discípulos. No olvidemos que la «noche» empieza también para ellos, pues serán testigos de acontecimientos graves a los que reaccionarán, primero con un adormecido interés hacia la angustia vital de su maestro y amigo, y luego, tras una efímera subida de testosterona de algunos en el momento del apresamiento, se evidenciará en muchos de ellos una sonora y cobarde apostasía.

Mucho se ha dicho y contado de la motivación de Judas. Su decepción acerca de la misión de Jesús fue posiblemente creciendo hasta derivar en una frustración insostenible que le llevó a tomar medidas drásticas. Es muy posible que la acción no fuera especialmente premeditada y que aprovechara el escándalo de la entrada en Jerusalén para intentar provocar una crisis en el movimiento del nazareno. Nada nos lleva a pensar que Judas tuviera en mente la muerte de Jesús ni que su detención derivara en tan luctuoso destino. Incluso su aparente arrepentimiento posterior, devolviendo las monedas fruto de su felonía, pueden ser una reacción de impotencia ante el cariz que iban tomando los acontecimientos.

En todo caso, la decepción, en la noche de Judas, se torna desesperación. Una desesperación que lo lleva a alejarse de Dios ajusticiándose a sí mismo. Porque también Judas tiene su propia pasión, pero cuán diferente es a la de Jesús. En la suya, no hay lugar para Dios ni para la misericordia. Él no se perdona a sí mismo ni perdona a Jesús haberle llevado a este callejón sin salida. No hay, en él, ni un solo resquicio para que brille la luz del Dios que ama con infinita paciencia. Esa luz que estallará el domingo en la atónita visión del sepulcro vacío. Para Judas, como para tantos otros, sigue siendo de noche.

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