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Etiqueta: pecados capitales

Los pecados capitales (2): la pereza

La pereza, el segundo pecado capital sobre el que trataremos, es uno de los que causan más rechazo en nuestra sociedad.  Si lo tuviéramos que definir de una forma rápida, diríamos que la pereza consiste en tener pocas ganas de trabajar, pero también consiste en hacer las tareas a desgana, como quien arrastra pesadamente los pies. Y es que hay distintas variedades de pereza.

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No es lo mismo levantarse tarde de la cama un domingo por la mañana, que dejar de ir a trabajar o dejar que las cosas de casa se estropeen por un mal mantenimiento. Muchas actitudes perezosas provocan un fuerte rechazo social, sobre todo cuando nos encontramos ante una persona improductiva, alguien que sin una razón clara no trabaja ni estudia y vive de los familiares o de alguna prestación social.  En una sociedad en la que nos definimos por lo que producimos y por nuestra capacidad de consumo, estas personas son rápidamente etiquetadas de insolidarias y son marginadas. Una marginación que suele ser irremisible, pues a diferencia del religioso, el dogma económico no entiende de perdón ni redención. En el mundo actual, si no eres productivo, eres una carga.

Pero dedicar nuestra vida a ser productivos tiene también sus inconvenientes. El filósofo coreano Byung-Chul Han afirma que hoy vivimos en lo que denomina muy gráficamente la sociedad del cansancio y por eso defiende la conveniencia de detenernos un poco y dejarnos llevar por la pereza, evitando así las frustraciones y la fatiga que más pronto o más tarde todos acabamos sintiendo.  Actividades como la contemplación, la meditación y el dejarse llevar sin hacer nada pueden resultar, explica Han, de lo más reconfortante. Propuestas que nos recuerdan los ideales de la vida monástica o la soledad silenciosa del eremita, que deja pasar los días orando y buscando lo mínimo necesario para llegar al día siguiente.  Adquiere la pereza un toque casi virtuoso, lo que nos lleva a preguntarnos sobre su verdadera naturaleza. Al fin y al cabo, si este estilo de vida materialmente poco productivo era antes un ideal cristiano, ¿por qué nos dice la Iglesia que la pereza es un pecado?

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Resulta curioso que santo Tomás de Aquino en su Suma de Teología no se refiera directamente a la pereza, sino a la acedia, que podemos definir como una sensación parecida al tedio o al amodorramiento y que supone una falta de ánimo y fuerzas para seguir adelante con el plan de vida trazado. En los tratados antiguos sobre la vida monástica, la acedia era la modorra que sentían los monjes hacia la mitad de su vida, cuando empezaban a dudar de si el camino que habían iniciado en su juventud tenía realmente un sentido.  En una visión más actual, el barcelonés Oriol Quintana identifica la acedia con la crisis de los cuarenta, cuando muchos individuos se plantean si de alguna manera su vida monótona y repetitiva no ha dejado tener sentido, aunque en la mayoría de casos, este planteamiento suele venir acompañado por una insuperable pereza a mandarlo todo al garete e iniciar un nuevo camino vital. Desde el punto de vista de Quintana, la acedia no sería una opción esencialmente mala y de hecho a menudo sirve para practicar una actitud saludable como es la de conformarse con lo que uno tiene y evitar, por ejemplo, un divorcio, la ruptura de lazos afectivos o dejar de golpe y porrazo un trabajo estable y bien pagado.

La visión de santo Tomás es muy diferente a la de Quintana. El aquinate entiende la acedia como el dejar de hacer lo que es bueno. Observemos aquí un importante detalle: pecamos, no cuando dejamos de hacer lo que tenemos el deber de hacer, sino aquello que es bueno para nosotros.  Este matiz es muy importante y tiene mucho que ver con la idea de la libertad que tenía santo Tomás y, más de una docena de siglos antes, Aristóteles.  Para estos autores, la libertad no es la capacidad de decidir entre hacer las cosas bien o hacerlas mal, ni de aquello tan manido de que cada uno pueda hacer lo que quiera siempre que no perjudique al resto.  Al contrario, la libertad es la capacidad de la persona de hacer lo que es bueno y nos hace feliz. La libertad no es un fin sino el medio para decidir hacer lo correcto. ¿Y qué es lo correcto? Aquello a lo que estamos llamados y que nos permite alcanzar la felicidad más plena. Para Aristóteles, lo bueno es la sabiduría; para santo Tomás, lo es el acercamiento a Dios.

Por esa razón, una persona es libre cuando decide hacer aquello que es bueno —por ejemplo, siendo cada vez más sabia— y alcanza así su auténtica meta vital como ser humano. En cambio, quien no lo hace porque prefiere los placeres materiales, el dinero o el prestigio, no es libre, sino que es un esclavo de sus propias pasiones. Y, precisamente por ser una decisión suya dejarse llevar por esas pasiones, podemos hablar claramente de pecado.

La pereza es, por tanto, un pecado capital grave, pero no por los motivos que nos quieren hacer creer a menudo y que tienden a marginar a aquellas personas que no están dispuestas a someterse a la servidumbre del consumismo y del mercado.  Tampoco pecamos cuando nos da pereza salir de la cama o dejamos de ir un día al gimnasio. En cambio sí pecamos cuando decidimos ver como malo aquello que no lo es y nos dejamos llevar por el camino llano y fácil de mirar de ser como los demás, fingiendo una felicidad que nos aleja de lo bueno y que nos condena al desencanto y la frustración.

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Los pecados capitales (1): la avaricia

Es muy probable que la gente de cierta edad recuerde todavía la lista de los pecados capitales de alguna catequesis de su infancia. Otros recordaran la magnífica interpretación de Morgan Freeman y Brad Pitt en una película de los años 90 del siglo pasado: Seven. El título hacía referencia precisamente a los siete pecados capitales, una lista de conductas que comúnmente son consideradas como simples malos hábitos que pueden considerarse incluso banales pero que, de persistir, pueden acabar dando lugar a otras conductas graves que sí serían pecados mortales. De ahí que se les llame capitales.

Tradicionalmente, los pecados capitales son los siguientes: la soberbia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula, la envidia y la avaricia. De estos siete pecados, este último, la avaricia, es uno de los que mejor explica esta fina línea que separa el vicio banal del ilícito moral grave. Es por ello por lo que empezaremos esta serie de entradas refiriéndonos a ese pecado.

Si echamos una ojeada al diccionario, veremos que en general la avaricia aparece como el afán excesivo o desordenado por poseer riquezas. Al referirnos a esa falta, no se censura tanto la posesión de bienes como tal sino la desmesura y, por tanto, es importante determinar cuando este legítimo afán por poseer bienes y riquezas pasa a ser excesivo y pecaminoso. Una cuestión que nos lleva a otra, ya que para saber hasta qué punto es excesivo ese afán es necesario saber respecto a qué es excesivo. Por poner un ejemplo, para una persona que viva en África central, la mera posesión de dos pares de zapatos puede parecer excesivo, cosa que para muchos de los que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, tal posesión nos parecería miserablemente trágica.

Por otro lado, y ciñéndonos a nuestro entorno cultural, observamos que el hecho de ser ahorrador y tender a acumular riqueza, lejos de verse con desdén, por lo general se considera un hábito virtuoso y un indicador éxito social. Tal percepción es en cierta forma perturbadora y lleva a menudo a definir la avaricia no como el simple afán de acumular riqueza sino como una conducta extrema que se opondría a otra de análoga radicalidad: la prodigalidad, es decir, el vicio de malgastar lo que se tiene hasta la ruina absoluta. Desde esta perspectiva, se diría que prodigalidad y avaricia son dos conductas radicales y que el comportamiento correcto se situaría, entonces, en un lugar intermedio entre ambas, tal vez algo más cerca de la avaricia ya que, como hemos dicho, la posesión de bienes es vista a priori como símbolo de éxito y de realización personal.

Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo con esta visión, extremadamente complaciente con el modelo económico dominante y, por eso, no pocos prefieren huir de este binomio avaricia-prodigalidad oponiendo la avaricia no a aquel otro vicio sino a una admirable virtud: la generosidad. Tal oposición era defendida ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, que definía la avaricia como una apetencia desordenada de riquezas que era en el fondo la raíz de todos los males, pues en su afán el avaro se olvida de los demás, sobre todo de los que tienen menos cosas o menos capacidades para vivir dignamente. La avaricia es una afrenta a la caridad.

El problema de esta visión actualmente es que, de hacerla nuestra, el comportamiento virtuoso parecería no tener límites y se opondría a la visión socioeconómica hoy dominante. Si se impusiera la generosidad en lugar del afán por enriquecerse, la gente rechazaría acumular riqueza y, por esa razón, posiblemente se sentiría poco incentivada para trabajar más allá de lo necesario, una cuestión que desde nuestro modelo económico es considerada herética.

Siendo más realistas, existiría todavía una tercera visión en relación con este tema de corte más subjetivo y que consiste en entender la avaricia como aquel afán de riqueza al que dejamos que gobierne nuestra vida. La avaricia transforma la persona que pasa a vivir con el único fin de ganar dinero, tanto si es para hacer ostentación de esa riqueza, como si es para ir discretamente acumulando patrimonio para sí mismo o sus descendientes. Se trata de dos formas de amor a la riqueza que no solamente atentan contra los demás –como apuntaba ya el aquinate– sino también contra uno mismo.

Siendo sinceros, no es muy probable que estas razones convenzan al avaro. No obstante, no está de más recordarle que nada se va a poder llevar cuando su paso por este mundo llegue a la meta. Y tarde o temprano esto pasará, para satisfacción de sus ansiosos herederos, que disfrutarán a su manera con todo lo que él habrá acumulado y que de nada le va a aprovechar.

Este artículo y los siguientes de la serie sobre Los pecados capitales han sido previamente publicados en catalán en la revista Llum d’Oli, de la Agrupació Cultural de Porreres (https://agrupacioculturalporreres.cat )

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