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Etiqueta: política

«Moralidad», de Jonathan Sacks

Comienza el verano con sus operaciones salida, bikini y, por encima de todas, la de elaborar la lista de los libros de lectura para las vacaciones. de ahí que me tomo la libertad de sugerir a los lectores de Siguiendo a Flambeau un título que no les decepcionará. Se trata de Moralidad, de Jonathan Sacks , editado en España por Nagrela Editores en 2021.

La tesis principal del libro con la que abre sus páginas es que una sociedad libre es, ante todo, un logro moral y, por tanto, si en esa sociedad decae la moral, como está ocurriendo a su juicio hoy en Occidente, la libertad peligra. Una sociedad libre, advierte el autor, solo puede contruirse a partir del esfuerzo de personas virtuosas y la virtud implica la necesidad de un orden moral objetivo, algo que hoy, explícita o implícitamente, muchos niegan.

Jonathan Sacks, que murió en 2020 a los 72 años, pocos meses después de publicar este libro, era un rabino ortodoxo judío que fue durante años el Gran Rabino de las Congregaciones Hebreas Unidas del Commonwealth y un personaje muy conocido públicamente por sus intervenciones en la BBC y en la prensa británica.

Lejos de cualquier intento apologético, Sacks realiza una ingeniosa crítica a la actual sociedad en la que percibe, en el discurso público, un claro desplazamiento del «nosotros» al «yo», lo que conlleva el riesgo de una fractura social al no existir ya una idea de bien común, dejando con ello la puerta abierta al populismo en sus distintas versiones. Un diagnóstico que, como puede observarse solo con ojear la prensa de estos días, tiene ya hoy poco de predictivo y mucho de descriptivo. Cuando las cosas van mal, el tiempo vuela.

Aunque analiza históricamente los orígenes de este cambio social a lo largo de la Modernidad, arguye Sacks que el punto de arranque definitivo en esa evolución se dio en el último tercio del siglo pasado a través de lo que él denomina las tres grandes revoluciones: la revolución liberal-sexual de los años 60, la revolución económica de los 80 y la revolución tecnológica de los 90. Todo ello ha desembocado en la situación actual en la que prima el individualismo y la ausencia de lazos sociales comunes, que son sustituidos por otros vínculos identitarios que toman como referente la etnia o la orientación sexual, con lo que son vínculos que separan en lugar de unir.

Ataca con fuerza el emotivismo y el victimismo actuales y rechaza lo que denomina la cultura de la venganza que domina hoy sobre todo en las redes sociales, en las que cualquiera puede ser atacado por sus opiniones o por algo que supuestamente hizo, sin capacidad de replica o defensa alguna: sencillamente es «cancelado». Como advierte en una de sus páginas, el sufrimiento de las personas es algo universal e inevitable, pero tras ese sufrimiento, el hecho de sobreponerse o de decidir decidir ser una víctima es algo opcional, algo que cada uno puede elegir.

Esa tendencia actual a aparecer como víctimas de algo, provoca que el discurso político actual ya no se base tanto en defender que cada persona pueda tener el derecho a desarrollar su propio plan de vida, sino en la reivindicación del reconocimiento público de un grupo como marginal o históricamente oprimido. El objetivo de la política no es conseguir una justa distribución de los recursos, sino la obtención de la autoestima por parte de determinados colectivos y la señalización de los culpables de su situación.

Sacks argumenta como un laico sin dejar de lado las raices bíblicas de su fe y defiende, por ello, una moral de tradición judeocristiana para hacer frente tanto a los problemas que señala como al riesgo que suponen determinadas recetas hobbesianas que surgen como reacción ante esta situación. La propuesta del rabino no es otra que recuperar la idea bíblica de alianza, en la que cabe un contrato social renovado que no prescinde de un ideal moral objetivo que sirva de brújula a toda la comunidad.

El libro de Sacks no tiene desperdicio en ninguna de sus páginas. Se lee bien, incluso en el original inglés si alguien se atreve. Sus numerosos ejemplos atinan perfectamente en todas y cada una de sus críticas y al lector español posiblemente le resulte más cercano que otros libros similares de autores americanos, cuyos problemas no siempre tienen un claro paralelismo con lo que vivimos en Europa. Un libro para leer inexcusablemente este verano y para tener a mano el resto del año.

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Radicales

A la gente educada y respetable no le gusta que la califiquen de radical. Aunque este atributo no se puede considerar un insulto, está mejor visto ser moderado y situarse en el siempre saludable y conciliador término medio. Esta defensa del centro en una controversia a menudo obtiene un valor añadido de equilibrio y cordura que no siempre se justifica. Buscar el equilibrio entre el frío y el calor puede resultar tan sensato como es de idiotas defender la equidistancia entre el bien y el mal o entre ponerse dos zapatos o no llevar ninguno.

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Un efecto perverso de esta actitud miope es que a menudo se confunde el radical con el exaltado. Este último es el que provoca reacciones a los demás que los hacen actuar de forma irracional, con sentimientos de odio, indignación o compasión ante asuntos ajenos a sus intereses más inmediatos. Podemos comprobar el buen trabajo de los exaltados observando la conducta de muchos de nuestros conocidos cuando de forma repentina empiezan a pegar gritos ante el aparato de televisión. El exaltado genera con habilidad lo que los periódicos llaman crispación y que no es sino un subproducto más de la demagogia que usan muchas fuerzas políticas y grupos de opinión.
El radical, en cambio, es un ser marginal que se sitúa de forma consciente en un extremo, alejándose del término medio y ofreciendo una visión crítica de la realidad. El radical sencillamente cuestiona que lo que considera importante, como la verdad, la justicia o la belleza, deba someterse a una regla geométrica. No se opone a lo que la gente piensa, sino a lo que la gente da por bueno por haber ya sido pensado. El radical no busca imponer y por eso no siempre es coherente en todo lo que dice ni busca evitar contradicciones. Donde el demagogo persigue la adhesión, el radical se limita a predicar la conversión.
Como se puede intuir, la radicalidad por excelencia se da al ámbito político, pero también hay radicales en la religión o en el arte. Por otra parte, la radicalidad no se manifiesta sólo en una visión crítica de la realidad. Los desafíos radicales pueden adoptar otras formas. En el actual contexto de crispación y rabia contenida en tantos lugares, la capacidad de sentarse y hablar con personas que piensan de forma diferente puede ser también una forma de radicalidad.
El ámbito de la religión nos aporta ejemplos de radicalidad extrema, pero la visión secularizada de Occidente sólo da visibilidad a los que se fundamentan en el fanatismo y la violencia. En el caso del cristianismo, su aportación más radical no tiene que ver con la intolerancia sino con su mandato de perdonar a los demás y aprender a convivir con los que consideramos enemigos. Perdonar no supone olvidar ni cambiar la historia, pero si ensalzar la memoria de las injusticias vividas y permitir la derrota de la soberbia de los vencedores. Nada de esto parece sencillo, y más en un país que se resiste a cauterizar las viejas heridas de la guerra civil o del conflicto vasco. Por eso hay que reivindicar la figura de los radicales, porque son necesarios, aunque nunca dejarán de ser marginales.

(Traducción más o menos automática del artículo «Radicals«, publicado en el semanario Ara Balears el 26 de diciembre de 2020)

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Vendrán días malos

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Sin que nadie lo esperara, en este 2020 que debía ser olímpico ha aparecido un protagonista más que destacado: el virus SARS-CoV-2, que provoca en los humanos una enfermedad que todos conocemos por el extraño nombre de COVID-19. La propagación del virus ha sido tan rápida que apenas ha dado un respiro a nadie y los gobiernos de los diferentes países se han apresurado a adoptar medidas de salud pública extraordinarias cuyos efectos, en el momento en que escribo este artículo, no están todavía muy definidos.

Lo que sí está claro es que la adopción de estas medidas tendrá una trascendencia capital no solo en lo que es el desarrollo y la conclusión de la crisis sanitaria actual sino también en lo que van a ser sus impactos sociales y económicos. Nada será lo mismo, como dicen algunos, aunque tal vez se esté exagerando. En momentos de tribulación siempre hay personas que manifiestan su parecer más apocalíptico pero el número de seguidores que aglutinan no acredita, por elevado que sea, la racionalidad de sus argumentos. Por grave que sea la COVID-19, ni es la peste negra ni estamos en la Edad Media. No hay cadáveres en las calles ni la enfermedad se está cebando con los jóvenes. De hecho, hoy por hoy parece que, al menos en Occidente, sus efectos más perniciosos serán de naturaleza económica.

Algunos de estos efectos de la COVID-19 y de las medidas de protección adoptadas ya están aquí. El parón económico de estas semanas nos está pasando la factura a modo de un súbito incremento del desempleo, lo que llevará a una caída del consumo y del poder adquisitivo de muchas familias, al cierre de empresas y a más paro. Este trance será temporal y en cuestión de un periodo de tiempo esperemos que no muy largo se superará, aunque conlleve un nuevo aumento de la desigualdad social que, como hemos visto desde la recesión de 2008, no para de crecer. No obstante, en algunos lugares como en las Baleares la remontada será más complicada.

El sector turístico previsiblemente quedará tremendamente tocado. La afluencia de visitantes será mínima y difícilmente veremos este verano las playas abarrotadas, suponiendo que lleguen a llenarse. Las medidas de seguridad posteriores al confinamiento, las distancias de seguridad y el miedo de la gente llevará al cierre de muchos establecimientos de restauración y ocio. Los típicos bares de tapas donde uno se sienta en la barra codo con codo con desconocidos comensales tienen un futuro poco halagüeño y si se ven obligados a reducir su aforo, en muchos casos la rentabilidad del local se irá al garete. Incluso aquellos que queden abiertos habrá que ver cómo nos acostumbramos a acercarnos a ellos. Uno puede asumir con cierta normalidad ir con guantes y mascarilla a comprar al hipermercado o incluso ir al cine, pero lo de tomarse con tales atuendos una tapa con una cañita resulta más extraño.

En la realidad post-confinamiento las cosas no serán lo mismo. Veremos como la tecnología jugará su papel y proliferará seguramente la comida a domicilio, en unos hogares que se habrán reconvertido en centros de teletrabajo. No pocas empresas habrán experimentado estas semanas las ventajas de esta práctica laboral con la que pueden ahorrarse muchos miles de euros en alquileres de oficinas, energía, comunicaciones, etc. La tecnología actual permite monitorizar al trabajador con una eficacia que ni se imagina e incluso ello podría suponer, de rebote, un cierto alivio a los problemas de movilidad de las ciudades. Quién sabe si la inminente popularización del coche eléctrico también se habrá visto afectada por esta inopinada pandemia. Pero no solo para trabajar vive el hombre, o al menos esto es lo que prefiere creer. La tecnología también le presta servicio en sus compras diarias y en los momentos de ocio. Posiblemente los grandes centros comerciales y de entretenimiento deban reinventarse, si bien los que con seguridad lo pasarán peor serán los pequeños comercios, cuyos clientes antes eran reacios al comercio online hasta que lo habrán probado con el confinamiento.

Desde una perspectiva más cercana, probablemente el nuevo paisaje que se configura en la época post-confinamiento se caracterizará por un acentuado grado de aislamiento social. Sin llegar a extremos de mantener un autoconfinamiento voluntario obsesivo, que algún caso habrá, tardaremos bastante en ver grandes aglomeraciones de personas y, cuando empiecen a darse, no nos extrañe ver también reacciones en contra con cierta virulencia. Quién sabe lo que tardaremos en volver a ver fiestas de moros y cristianos, tomatinas y demás jolgorios populares, si bien es verdad que ese autocontrol no será homogéneo y no se comportarán igual los más jóvenes que los adultos y mayores. Los primeros, más joviales por naturaleza, lamentarán durante tiempo su suerte por haber nacido en una época que les ha condenado a vivir crisis económicas que parecen perpetuas. El sueño del progreso con el que ha vivido Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial es ya, para la mayoría de ellos, un mito ancestral ridículo.

Pero también los mayores, los que ya hemos superado la barrera del medio siglo en este planeta, habremos sufrido una fuerte sacudida. Las ansias de eterna juventud, la aspiración para hacer de los cincuenta los nuevos treinta, como decían algunos, se han desvanecido. Con los años nos volvemos más frágiles y envejecemos, por mucho que gastemos en cosmética y gimnasios. El virus no se combate ni con coaching ni con libros de autoayuda y nuestra vida terrena solo conoce una dirección, la que lleva a la vejez y la muerte. Es bueno recordar esa gran verdad que leemos en el Eclesiastés: Por muchos años que uno viva, debería disfrutar de todos ellos, teniendo presente que los días tenebrosos serán incontables. ¡El futuro solo es vanidad!

No debemos descartar, sin embargo, haber aprendido alguna lección de todo ello. No todos los cambios son exclusivamente malos y afortunadamente (o no) los humanos tendemos a ser optimistas, un atributo que nos lleva a soportar mejor las cosas, aunque no necesariamente a verlas con más claridad. Inevitablemente algunos de nuestros congéneres lo pasarán mal y se sumirán en la desesperación y la angustia. Otros, en cambio, seguirán pensando que los humanos somos los únicos dueños de nuestro destino y que nada puede pararnos. Son la fracción de los que no han entendido nada, pues la soberbia seguramente es la única faceta humana inmune incluso al más feroz de los patógenos. El resto quizás aprendamos a asumir las limitaciones de nuestra existencia, tal vez con el auxilio de virtudes que hoy parecen exóticas, como la paciencia o la templanza. La clave seguirá estando en no olvidar, en ningún momento, que el futuro no es otra cosa que ese lugar que nunca existió.

 

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 17 de abril de 2020

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Tradición y verdad

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Conocer la historia es fundamental. Pese a lo que pudiera parecer viendo los paupérrimos planes de estudio de nuestros hijos, el conocimiento histórico sigue siendo un tipo de conocimiento importante en nuestra sociedad, casi a la altura del conocimiento científico en cuanto a prestigio social. Algo que no debería extrañarnos pues nuestra relación con el conocimiento histórico es una parte esencial del ADN de nuestra civilización.

La primacía de la razón en nuestro entorno cultural supuso ya, hace siglos, el abandono de la concepción cíclica del tiempo y la apuesta por una concepción lineal de la historia. No fue ajeno a ello el auge de las religiones monoteístas de raíz hebrea, que interpretaban la historia como la ejecución de un plan divino, el cumplimiento de una promesa a favor del pueblo elegido. El devenir de la humanidad no era una rueda, como la naturaleza parecía indicar al hombre, con su sucesión de días y de estaciones del año, de nacimientos y de muertes, que se repetían como en un perpetuum mobile sin sentido, sino que era un proceso secuencial orientado a fin. La humanidad estaba llamada a algo.

Pero si la historia era un proceso para un fin, lógicamente debía presumirse la existencia de un principio, una creación que solo podía tener origen fuera de esa historia. Un elemento iniciador que no podía ser parte de la naturaleza creada. Pero más importante que el hecho creador en sí es el que la humanidad, en algún momento, debía ser conocedora del sentido y del fin de lo creado. Si algo tenemos claro los humanos, al menos en este rincón del planeta, es que somos parte de la naturaleza, pero, a su vez, somos un elemento singular de ella. A diferencia de los delfines y las lechugas, nosotros presumimos de saber hacia dónde nos dirige el futuro. Pero ¿cómo lo sabemos?

Durante siglos, ese conocimiento ha partido de la idea de una revelación de origen divino. La existencia de una divinidad ordenadora del universo que plantea la creación como un plan para llegar a una meta implica, de algún modo, la necesidad de revelarnos una parte de ese plan, aunque sea para garantizar su correcta ejecución. Las grandes religiones contienen una revelación, realizada normalmente en el marco de un acontecimiento histórico, y resulta por ello de vital importancia custodiarla. Al fin y al cabo, la vida humana es efímera y resulta crucial que se transmita esa información de generación en generación. Es lo que llamamos tradición. Esa tradición forma parte del patrimonio cultural de una comunidad y debe ser preservada, lo que no quiere decir que no tenga su propia evolución y que adapte su contenido a los tiempos y lugares. Pero debe existir un núcleo intocable, una verdad inmutable que permita conocer el plan divino y asegurar su éxito. Al fin y al cabo, el plan es de Dios y no se le permite al hombre tocar ni una coma.

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Esa importancia de la tradición decae, sin embargo, con la Modernidad. Hasta ese momento, el devenir histórico pretendía dar cumplimiento a lo que la tradición marcaba y las acciones humanas se veían legitimadas en la medida que se ajustaban a esa tradición. Con la Modernidad se acaba con esa dinámica de una forma drástica, no tanto porque se destruya esa tradición o se modifiquen sus aspectos esenciales, sino porque se ataca su verdadero fundamento: se prescinde de Dios. El Creador sigue existiendo para el hombre moderno, o al menos para una gran mayoría de ellos, pero su trabajo ha acabado. El hombre ha superado ya su infancia irracional marcada por el peso de los mitos, primero, y la tradición después. Se ha emancipado de las cargas de sus antepasados y ahora está ya dispuesto a tomas sus propias decisiones, a decidir su futuro. El sentido de la existencia humana no se revela al hombre a través de profetas o de teofanías más o menos olvidadas, sino que lo descubre a través de la razón.

Con ello, la humanidad se constituye como su propio dios y dibuja su propio paraíso terreno en el que conseguirá el máximo conocimiento y control de lo existente para ser no solo dueña de sí misma, sino también dueña de todo lo creado. La acción del hombre deja de estar maniatada por la tradición en la creencia de que, empujado por la razón, todo lo nuevo supera lo viejo. Aparece con ello la idea clave de la Modernidad: el progreso.

Pero ese progreso tuvo también una vertiente social e histórica. Los seres humanos forman parte de esa naturaleza a dominar y, por tanto, también debería ser posible orientar su devenir histórico. Aunque los profetas del progreso predicaban la libertad y la emancipación del individuo, las personas eran concebidas como meros individuos, como átomos formando un sistema que puede ser modificado y dirigido hacia un fin. A partir de ahí empiezan a eclosionar los grandes modelos de sociedad que, en no pocos casos, se materializaron en regímenes totalitarios con devastadores efectos.

El resultado de estos experimentos conllevó una crisis de ese ideal de progreso. La humanidad se dio cuenta de que no podía manipular la historia, pero a su vez rechaza volver a la etapa anterior y buscar un fundamento más allá de la razón inmanente y –como se ha demostrado– falible. Hoy el hombre se ha resignado a no dominar la historia, pero ha aprendido a manipular con ella.

En esa postmodernidad desengañada, el hombre usa la historia para crear nuevas realidades y legitimar determinadas concepciones del mundo. La historia deja de manejar hechos para jugar con las interpretaciones. Al igual que aprendimos de las ciencias físicas que incluso la naturaleza de determinadas partículas varía por el mero hecho de ser observadas, también el hecho histórico se ve transformado por el ojo del observador. Ello tiene sin duda aspectos positivos, pues la historia deja de ser monopolio de los vencedores. Pero el precio que se paga por ello es el de un relativismo que conduce a una zozobra constante.

El relato histórico permite al hombre crear identidades y etnias, dar relevancia a minorías silenciadas durante siglos y transformar el imaginario social hasta consolidar una nueva visión del propio ser humano. El sexo se disocia del género, la familia tradicional se desmorona y las principales instituciones sociales son cuestionadas. Lo minoritario adquiere una visibilidad muy superior a la del grupo formado por la mayoría de individuos, que se evaden sumergiéndose en la mediocridad del streaming televisivo y en la autodisciplina del gimnasio.

El abandono de la denostada tradición y de cualquier tipo de fundamento trascendente nos aboca a la sociedad sin sentido, movida solo por el ansia de la novedad tecnológica del momento y por un culto desmedido a la salud y al aspecto físico, ignorando infantilmente la inevitable fatiga del tiempo y la certeza de la finitud. El gran problema del hombre actual es que se ha acostumbrado a vivir como si la verdad no existiera, como si todo fuera razonablemente posible en la medida que pueda ser deseable. Citando a Gregorio Luri en La imaginación conservadora, cuando los hombres creen ser como dioses y se empeñan en sustituir la prudencia por la ciencia, tarde o temprano acaban desembocando en el nihilismo.

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 2 de diciembre de 2019

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El hombre del tanque

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Han pasado treinta años desde aquel mítico 1989 en el que el comunismo se disolvió ante los estupefactos ojos de un incrédulo Occidente. Los que vivimos aquel noviembre en el que las televisiones retransmitían en directo la caída del Muro de Berlín, tuvimos por primera vez la sensación de estar viendo, junto a millones de personas, lo que acabaría siendo un capítulo esencial en la historia europea y mundial.  

Es fácil intentar comparar lo que ocurrió entonces con otros acontecimientos vividos globalmente, como pueden ser los atentados del 11-S en Estados Unidos o como vivimos aquí el 23-F, pero sigue existiendo una diferencia cualitativa importante. Los acontecimientos de finales de 1989 finiquitaron los regímenes comunistas europeos, algo que para la mayoría de los occidentales era como pensar en agarrar la luna con una cuerda.  

El bloque soviético formaba una estructura casi perfecta, admirada por muchos y temida por todos. Durante la Guerra Fría nadie descartaba del todo la posibilidad de un conflicto armado, lo que evidentemente daría lugar a una destrucción a escala planetaria. Pero, más allá de esa terrorífica posibilidad, nada parecía amenazar los cimientos de la URSS y sus satélites.  

Daban fe de esta fortaleza los testimonios de muchas personas que, en los años 70, solían viajar a Moscú para conocer qué era el socialismo real. A su regreso, relataban sus impresiones ante la visión de las grandes colas de gente comprando en las tiendas y como no siempre era posible encontrar aquellos víveres que uno buscaba. Paradójicamente, sin embargo, aún narraban con mayor admiración la belleza del metro moscovita o el orden y la paz que se respiraba en la ciudad.  

Pese a sus evidentes carencias, en Occidente siguió habiendo hasta el final una curiosa fascinación por el régimen totalitario comunista. La estética soviética, su simbolismo, la marcialidad de los soldados en la Plaza Roja, creaban un aura de admiración que embriagaba al viajero, que en ningún momento dudaba de la solidez del régimen.  

Es por ello por lo que sorprendió tanto el que se desmoronara de aquella manera, desde dentro, casi sin querer. Como un extraño dominó cayó el muro berlinés aquel otoño y en dos años la URSS desaparecía para siempre, como si todo hubiera sido un malentendido 

Aunque el derrumbe fue más un suicido que una derrota, Occidente se apropió rápidamente del mérito y se empezó hablar de un nuevo orden mundial, de la globalización del modelo democrático occidental e incluso del fin de la historia, al menos tal y como se la conocía hasta ese momento. Tan asombrados quedamos ante un final tan sorprendente, que nos olvidamos de que el otoño de 1989 tuvo un prólogo agridulce. 

Este prólogo, trágica premonición de lo que por derroteros muy distintos iba a suceder en Europa, tuvo lugar en la China comunista. Ocurrió tras la súbita muerte de Hu Yaobang, exsecretario general del comité central del Partido Comunista en los años ochenta, y que fue relevado de su cargo en 1987 al ser considerado demasiado liberal. Dado que oficialmente nunca se explicaron tales razones, al morir en abril de 1989 se organizó un funeral multitudinario en el que, para sorpresa de los dirigentes, fue aprovechado por grupos opositores para reclamar una mayor apertura democrática del país 

En aquel momento el hombre fuerte de China, Deng Xiaoping, dirigía una reforma profunda del régimen, introduciendo medidas de desregulación económica con el fin de favorecer el desarrollo económico a través de mecanismos propios del capitalismo, pero evitando cualquier atisbo de democratización. Ello provocó el malestar de grupos estudiantiles que iniciaron manifestaciones y protestas en diversas ciudades, si bien estas se focalizaron sobre todo en una serie de manifestaciones en la plaza de Tiananmen de Pekín. Estos acontecimientos derivaron en la adopción de la ley marcial por parte de las autoridades ya a mediados de mayo, hasta que el ejército chino acabó disolviendo toda manifestación, a lo que siguieron fuertes medidas represivas y un indeterminado pero elevado número de muertos.  

La imagen que simboliza esa resistencia pacífica frente al mayor régimen dictatorial del mundo fue la fotografía tomada el 5 de junio, en la que puede verse a un anónimo ciudadano que se planta delante de una columna de tanques en la plaza de Tiananmen. Naturalmente, la aventura duró unos minutos y al poco tiempo el susodicho ciudadano desapareció entre la multitud. Nunca se ha sabido a ciencia cierta quién era ni qué fue de él. Como es fácil suponer, los tanques siguieron su camino y fulminaron todo intento de protesta. La rebelión se había acabado.  

Treinta años después, el aniversario de Tiananmen apenas ha tenido alguna relevancia en las páginas de los periódicos. China hoy es una potencia económica mundial, pero sigue siendo un sistema totalitario de primer orden, donde no existe libertad de pensamiento, ni religiosa, ni la dignidad humana vale un pimiento. Sin embargo, justo es reconocer el gran éxito de las reformas del régimen, iniciadas hace más de tres décadas 

Al igual que cierta izquierda ilustrada europea se dejaba fascinar por la estética soviética en los años setenta, gracias a Deng Xiaoping hoy China provoca una enfermiza admiración en no pocos capitalistas deslustradosSon muchos los que viajan allí y vuelven asombrados de ver el capitalismo en estado puro, los grandes complejos industriales trabajando a destajo, al mínimo coste y con una eficiencia casi de laboratorio.  

Para el capitalista arquetípico del siglo XXI, ese que sueña con ganar dinero hablando por el móvil mientras se compra un traje, China es ese gran campo de algodón repleto de esclavos con el que siempre ha soñado y que ahora es posible observar desde un rascacielos en Hong-Kong o Singapur. Porque el gran logro de Deng Xiaoping ha sido demostrar que el capitalismo puede prescindir de esa molesta lacra de la democracia y de los derechos humanos. Se ha corregido así el gran “error” de la Ilustración de pensar que la riqueza está al servicio del hombre y no al revés.  

En China el comunismo no se ha liberalizado, sino que el capitalismo ha iniciado su evolución hacia formas de colectivismo en las que el ciudadano carece de papel alguno, salvo el formar parte del colectivo trabajador-consumidor. Y Asia es el gran laboratorio de pruebas. Los hijos de los que protestaron en Tiananmen hoy son felices porque, trabajando a destajo, tienen un Iphone con el que navegar por Internet, aunque nunca podrán leer un artículo como este. 

Transcurridos treinta años, seguimos sin saber quién era el hombre del tanque. Ni siquiera queda claro cuál fue su papel. Algunos llegaron a especular que era un policía de paisano. De hecho, el régimen usó la famosa imagen como demostración de la delicadeza con que su ejército trataba a los manifestantes. Lo cierto es que, hoy, apenas importa a nadie. Como tampoco parece importar a nadie que China, ansiado socio de muchos gobiernos occidentales y de las grandes empresas transnacionales, pisotee los derechos humanos de sus ciudadanos y carezca del más mínimo escrúpulo ético en cuestiones que afectan a todos, como el medio ambiente o la aplicación de ingeniería genética en las personas. Al fin y al cabo, dirán los grandes gurús económicos, nos hace ganar dinero. Recuerden que ya lo decía Deng Xiaoping en una famosa frase: tanto da que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones. Ni el mismo diablo lo habría dicho más claro. 

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 30 de junio de 2019

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Mentiras

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Quiso Dios, o ese ente inexistente que los ateos supersticiosos llaman casualidad, que casi en la misma semana tuviéramos noticia del fallecimiento del exvicepresidente y exsecretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba y de la actriz norteamericana Doris Day.

Asociar estos dos personajes en un mismo párrafo parecerá extraño a más de uno. Desde luego, carecen de un mínimo común denominador que permita establecer un encuentro emulando las famosas “vidas paralelas” que escribió Plutarco. Ni siquiera la circunstancia de sus muertes permiten una última convergencia en la trayectoria de ambos. Uno murió de pronto, relativamente joven, si atendemos a la razón estadística sobre la esperanza de vida en nuestro país. La otra, en cambio, casi muere tarde, pues no pocos pensábamos ya que su tránsito había discurrido tiempo atrás con la debida discreción.

No obstante, algo parece conectar sendos óbitos: la relación de estas personas con la mentira. “La más bella mentira de América” fue el título con el que Luis Martínez, en este mismo periódico, nos dio cuenta del fallecimiento de la actriz, a la vez que glosaba su vida y obra. Doris Day encarnaba, en sus personajes más conocidos, la imagen de la esposa perfecta en una América próspera y luminosa, donde cada uno alcanzaba sus sueños sin perder la sonrisa. Una imagen ficticia que, fuera de las salas de cine, tarde o temprano acababa padeciendo el encontronazo con los tonos grises de una realidad mucho más cruel: la América de la segregación racial, de las injusticias sociales o la de los engaños que envolvieron toda su participación en la Guerra de Vietnam –recuerden los famosos Papeles del Pentágono–. Tal vez para evitar descubrir la imagen falaz, asumió la actriz su prematura retirada, consiguiendo mantener así vivo su recuerdo eternamente joven en el imaginario americano.

Pérez Rubalcaba, del que desconocemos su rostro juvenil, aguantó más tiempo su presencia en la vida pública, aunque a cambio fuese menos querido que la actriz. O fue al menos así hasta que, con su muerte, no sé si para simular la sensación de alivio de algunos, ha sido obsequiado con honores (casi) de jefe de Estado, aunque en vida no pasara de vicepresidente del Gobierno. Sin embargo, su imagen política fue siempre compleja y cuestionada. Tras ser uno de los padres de la desdichada LOGSE, allá por los noventa del siglo pasado, fue el portavoz del Gobierno de Felipe González en sus últimos años, atrincherado entre múltiples escándalos de corrupción y con la que era cada vez más evidente implicación del ejecutivo socialista con los terroristas del GAL. Una época en la que la mentira era la primera línea de defensa de un gobierno en descomposición.

Paradójicamente, sin embargo, una de las frases más recordadas de Rubalcaba fue pronunciada estando ya en la oposición. Ocurrió durante la noche de la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004, mientras las televisiones ofrecían imágenes en directo sobre el asedio de una muchedumbre a las sedes del PP en las principales ciudades del país: “los ciudadanos españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”.

Mucho se ha hablado acerca de lo ocurrió aquellos cuatro días de marzo, tras el atentado del 11-M, y la influencia que tuvo, en el resultado electoral de los siguientes días, tanto la torpeza del gobierno como la calculada astucia de una oposición que supo aprovecharse de las circunstancias. Con el nuevo gobierno, sin embargo, la mentira no desapareció. En algunas ocasiones llegó a salpicar al propio Rubalcaba, como el famoso caso Faisán. La alternancia natural al gobierno socialista vino con los gobiernos del PP –abruptamente finiquitados tras demostrarse una corrupción sistémica en el aparato del partido– y estos fueron seguidos por el del único mandatario europeo que ha sobrevivido en la política pese a plagiar su tesis doctoral. No solo eso, sino que ha sido refrendado por buena parte de los españoles en las recientes elecciones generales. ¿Se equivocó Rubalcaba al suponer que no merecíamos gobiernos que mientan? ¿Nos repugna realmente tanto la mentira?

Decía Jean-François Revel hace ya varias décadas, antes de que se pusieran de moda las fake news, que la mentira es la primera de las fuerzas que dirigen el mundo. Hoy casi me atrevería a decir que es una fuerza hegemónica. La mentira está presente en todas partes y nos hemos acostumbrado tanto a ella que ya ni la notamos.

La mentira nos entretiene, aunque sea en la forma de esos debates precocinados de la tele o como reality shows protagonizados por individuos con el cerebro de cartón piedra. Pero también nos ilusiona. ¿Qué hay sino detrás del voto populista, nacionalista o sensiblero, tras ese emotivismo de colonia barata en el que se esconden los demagogos de derecha e izquierda? En el fondo, queremos creer en un mundo mejor, sin ricos ni emigrantes, en el que podamos echar a los pobres y a los banqueros, y todos vivamos felices con futbol gratis. Y lo deseamos, aunque sabemos que también es mentira.

Nuestra vida puede llegar a fundamentarse en la mentira, empezando por nuestra colección de desconocidos “amigos” que creemos tener en las redes sociales, y acabando por aquello que poseemos, un patrimonio cuyo valor puede desvanecerse como el recuerdo de una mala película. Recordemos sino la última crisis, con miles de viviendas embargadas porque su valor era mentira, porque nunca fue verdad aquello de que los precios siempre suben sin parar. Era mentira.

Uno llega a pensar, por tanto, si no será que deseamos un gobierno que nos mienta, que nos mantenga en esa irrealidad inane y tranquila. El problema es que, incluso la mentira más bella de América acabó por languidecer. Dicen que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. No porque el mentiroso corra menos, sino por el esfuerzo que debe hacer para mantener la mentira. Mentir es fácil, pero no lo es mantenerse en la mentira. Si no hay una labor constante, la mentira envejece y acaba por delatarse.

Pero la mentira tiene otro efecto más perverso aún. Su capacidad para minar la confianza. A los niños se les conmina a no mentir con la advertencia amenazante de que cuando digan la verdad, nadie les va a creer. No se fiarán de ellos. La mentira crea desconfianza y esta conduce al rechazo a los demás, al individualismo más abyecto e insolidario.

No es posible vivir siempre en la mentira, en la ficción de algo que no es. Lo entendió Doris Day y se retiró, manteniendo así perpetuamente su angelical rostro de mujer de la acomodada clase media americana. Rubalcaba no hizo lo mismo y aquellos que ahora han ensalzado su figura en su propio partido, fueron los mismos que echaron fuera a los suyos borrando todo rastro de su legado.

Tal vez es posible vivir en una mentira constante, pero no es fácil, y tarde o temprano esa mentira caerá, como un castillo de naipes. Es posible que no nos afecte a nosotros, pero acabará afectando a nuestros hijos. Y nadie merece vivir en un mundo de mentiras, aunque a veces la mentira sea más atractiva que la verdad.

 

Publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 28 de mayo de 2019

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