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Etiqueta: postmodernidad

Tradición y verdad

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Conocer la historia es fundamental. Pese a lo que pudiera parecer viendo los paupérrimos planes de estudio de nuestros hijos, el conocimiento histórico sigue siendo un tipo de conocimiento importante en nuestra sociedad, casi a la altura del conocimiento científico en cuanto a prestigio social. Algo que no debería extrañarnos pues nuestra relación con el conocimiento histórico es una parte esencial del ADN de nuestra civilización.

La primacía de la razón en nuestro entorno cultural supuso ya, hace siglos, el abandono de la concepción cíclica del tiempo y la apuesta por una concepción lineal de la historia. No fue ajeno a ello el auge de las religiones monoteístas de raíz hebrea, que interpretaban la historia como la ejecución de un plan divino, el cumplimiento de una promesa a favor del pueblo elegido. El devenir de la humanidad no era una rueda, como la naturaleza parecía indicar al hombre, con su sucesión de días y de estaciones del año, de nacimientos y de muertes, que se repetían como en un perpetuum mobile sin sentido, sino que era un proceso secuencial orientado a fin. La humanidad estaba llamada a algo.

Pero si la historia era un proceso para un fin, lógicamente debía presumirse la existencia de un principio, una creación que solo podía tener origen fuera de esa historia. Un elemento iniciador que no podía ser parte de la naturaleza creada. Pero más importante que el hecho creador en sí es el que la humanidad, en algún momento, debía ser conocedora del sentido y del fin de lo creado. Si algo tenemos claro los humanos, al menos en este rincón del planeta, es que somos parte de la naturaleza, pero, a su vez, somos un elemento singular de ella. A diferencia de los delfines y las lechugas, nosotros presumimos de saber hacia dónde nos dirige el futuro. Pero ¿cómo lo sabemos?

Durante siglos, ese conocimiento ha partido de la idea de una revelación de origen divino. La existencia de una divinidad ordenadora del universo que plantea la creación como un plan para llegar a una meta implica, de algún modo, la necesidad de revelarnos una parte de ese plan, aunque sea para garantizar su correcta ejecución. Las grandes religiones contienen una revelación, realizada normalmente en el marco de un acontecimiento histórico, y resulta por ello de vital importancia custodiarla. Al fin y al cabo, la vida humana es efímera y resulta crucial que se transmita esa información de generación en generación. Es lo que llamamos tradición. Esa tradición forma parte del patrimonio cultural de una comunidad y debe ser preservada, lo que no quiere decir que no tenga su propia evolución y que adapte su contenido a los tiempos y lugares. Pero debe existir un núcleo intocable, una verdad inmutable que permita conocer el plan divino y asegurar su éxito. Al fin y al cabo, el plan es de Dios y no se le permite al hombre tocar ni una coma.

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Esa importancia de la tradición decae, sin embargo, con la Modernidad. Hasta ese momento, el devenir histórico pretendía dar cumplimiento a lo que la tradición marcaba y las acciones humanas se veían legitimadas en la medida que se ajustaban a esa tradición. Con la Modernidad se acaba con esa dinámica de una forma drástica, no tanto porque se destruya esa tradición o se modifiquen sus aspectos esenciales, sino porque se ataca su verdadero fundamento: se prescinde de Dios. El Creador sigue existiendo para el hombre moderno, o al menos para una gran mayoría de ellos, pero su trabajo ha acabado. El hombre ha superado ya su infancia irracional marcada por el peso de los mitos, primero, y la tradición después. Se ha emancipado de las cargas de sus antepasados y ahora está ya dispuesto a tomas sus propias decisiones, a decidir su futuro. El sentido de la existencia humana no se revela al hombre a través de profetas o de teofanías más o menos olvidadas, sino que lo descubre a través de la razón.

Con ello, la humanidad se constituye como su propio dios y dibuja su propio paraíso terreno en el que conseguirá el máximo conocimiento y control de lo existente para ser no solo dueña de sí misma, sino también dueña de todo lo creado. La acción del hombre deja de estar maniatada por la tradición en la creencia de que, empujado por la razón, todo lo nuevo supera lo viejo. Aparece con ello la idea clave de la Modernidad: el progreso.

Pero ese progreso tuvo también una vertiente social e histórica. Los seres humanos forman parte de esa naturaleza a dominar y, por tanto, también debería ser posible orientar su devenir histórico. Aunque los profetas del progreso predicaban la libertad y la emancipación del individuo, las personas eran concebidas como meros individuos, como átomos formando un sistema que puede ser modificado y dirigido hacia un fin. A partir de ahí empiezan a eclosionar los grandes modelos de sociedad que, en no pocos casos, se materializaron en regímenes totalitarios con devastadores efectos.

El resultado de estos experimentos conllevó una crisis de ese ideal de progreso. La humanidad se dio cuenta de que no podía manipular la historia, pero a su vez rechaza volver a la etapa anterior y buscar un fundamento más allá de la razón inmanente y –como se ha demostrado– falible. Hoy el hombre se ha resignado a no dominar la historia, pero ha aprendido a manipular con ella.

En esa postmodernidad desengañada, el hombre usa la historia para crear nuevas realidades y legitimar determinadas concepciones del mundo. La historia deja de manejar hechos para jugar con las interpretaciones. Al igual que aprendimos de las ciencias físicas que incluso la naturaleza de determinadas partículas varía por el mero hecho de ser observadas, también el hecho histórico se ve transformado por el ojo del observador. Ello tiene sin duda aspectos positivos, pues la historia deja de ser monopolio de los vencedores. Pero el precio que se paga por ello es el de un relativismo que conduce a una zozobra constante.

El relato histórico permite al hombre crear identidades y etnias, dar relevancia a minorías silenciadas durante siglos y transformar el imaginario social hasta consolidar una nueva visión del propio ser humano. El sexo se disocia del género, la familia tradicional se desmorona y las principales instituciones sociales son cuestionadas. Lo minoritario adquiere una visibilidad muy superior a la del grupo formado por la mayoría de individuos, que se evaden sumergiéndose en la mediocridad del streaming televisivo y en la autodisciplina del gimnasio.

El abandono de la denostada tradición y de cualquier tipo de fundamento trascendente nos aboca a la sociedad sin sentido, movida solo por el ansia de la novedad tecnológica del momento y por un culto desmedido a la salud y al aspecto físico, ignorando infantilmente la inevitable fatiga del tiempo y la certeza de la finitud. El gran problema del hombre actual es que se ha acostumbrado a vivir como si la verdad no existiera, como si todo fuera razonablemente posible en la medida que pueda ser deseable. Citando a Gregorio Luri en La imaginación conservadora, cuando los hombres creen ser como dioses y se empeñan en sustituir la prudencia por la ciencia, tarde o temprano acaban desembocando en el nihilismo.

 

Artículo publicado en El Mundo/El Día de Baleares el 2 de diciembre de 2019

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La esclavitud de la inmediatez

Es asombroso contemplar como la avalancha de información apenas ya nos abruma. Nos hemos acostumbrado a ese ritmo vertiginoso que nos compele a decidir con excesiva precipitación. La inmediatez de la información requiere inmediatez en la opinión, sea en Twitter o en una reunión ejecutiva. Pero ¿no es esta una nueva y sutil forma de (auto)censurar(nos)?fair-540127_1280

Casi no hay tiempo para hablar pero lo poco que decimos se traslada a la velocidad de la luz y dejamos de controlar unas palabras que pasan a ser nuestras acusadoras. No hay tiempo para la reflexión. Nuestras decisiones adolecen de una miserable inanición. ¿Qué podemos esperar de ellas cuando precisamente ya no hay tiempo para esperar más?

Sin darnos cuenta hemos sido hechos esclavos de una urgencia imaginaria. Vivimos aterrorizados por el «ya pasó» que nos deja fuera de un juego que apenas se ha iniciado y termina ya. Cuanto más nos asusta el futuro, más parece que consumimos el presente de forma compulsiva. Todo fluye y es por ello que cada vez nos cuesta más mantener la mirada con un interlocutor y esperar un gesto de afecto o de aceptación. No somos capaces ya de entender que comunicar no es dialogar. Opinamos ante el mundo sin buscar un interlocutor, cayendo en un mero exhibicionismo narcisista de la palabra. Y al final queda el vacío. La palabra se desvanece sin la necesaria memoria del que la debería escuchar y con ello se derrumba nuestra cordura.

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