La consultora Ipsos Global Advisor ha publicado una interesante encuesta sobre las creencias religiosas en 26 países realizada a principios de 2023. La publicación se titula Two global religious divides: geographic and generational y puede consultarse aquí.
Les dejo una muestra con uno de los gráficos más llamativos del documento.
A la gente educada y respetable no le gusta que la califiquen de radical. Aunque este atributo no se puede considerar un insulto, está mejor visto ser moderado y situarse en el siempre saludable y conciliador término medio. Esta defensa del centro en una controversia a menudo obtiene un valor añadido de equilibrio y cordura que no siempre se justifica. Buscar el equilibrio entre el frío y el calor puede resultar tan sensato como es de idiotas defender la equidistancia entre el bien y el mal o entre ponerse dos zapatos o no llevar ninguno.
Un efecto perverso de esta actitud miope es que a menudo se confunde el radical con el exaltado. Este último es el que provoca reacciones a los demás que los hacen actuar de forma irracional, con sentimientos de odio, indignación o compasión ante asuntos ajenos a sus intereses más inmediatos. Podemos comprobar el buen trabajo de los exaltados observando la conducta de muchos de nuestros conocidos cuando de forma repentina empiezan a pegar gritos ante el aparato de televisión. El exaltado genera con habilidad lo que los periódicos llaman crispación y que no es sino un subproducto más de la demagogia que usan muchas fuerzas políticas y grupos de opinión. El radical, en cambio, es un ser marginal que se sitúa de forma consciente en un extremo, alejándose del término medio y ofreciendo una visión crítica de la realidad. El radical sencillamente cuestiona que lo que considera importante, como la verdad, la justicia o la belleza, deba someterse a una regla geométrica. No se opone a lo que la gente piensa, sino a lo que la gente da por bueno por haber ya sido pensado. El radical no busca imponer y por eso no siempre es coherente en todo lo que dice ni busca evitar contradicciones. Donde el demagogo persigue la adhesión, el radical se limita a predicar la conversión. Como se puede intuir, la radicalidad por excelencia se da al ámbito político, pero también hay radicales en la religión o en el arte. Por otra parte, la radicalidad no se manifiesta sólo en una visión crítica de la realidad. Los desafíos radicales pueden adoptar otras formas. En el actual contexto de crispación y rabia contenida en tantos lugares, la capacidad de sentarse y hablar con personas que piensan de forma diferente puede ser también una forma de radicalidad. El ámbito de la religión nos aporta ejemplos de radicalidad extrema, pero la visión secularizada de Occidente sólo da visibilidad a los que se fundamentan en el fanatismo y la violencia. En el caso del cristianismo, su aportación más radical no tiene que ver con la intolerancia sino con su mandato de perdonar a los demás y aprender a convivir con los que consideramos enemigos. Perdonar no supone olvidar ni cambiar la historia, pero si ensalzar la memoria de las injusticias vividas y permitir la derrota de la soberbia de los vencedores. Nada de esto parece sencillo, y más en un país que se resiste a cauterizar las viejas heridas de la guerra civil o del conflicto vasco. Por eso hay que reivindicar la figura de los radicales, porque son necesarios, aunque nunca dejarán de ser marginales.