«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-18).
El evangelio de este Domingo XXIII sobre la corrección fraterna tiene elementos que llaman la atención más allá incluso del acto de caridad que es corregir al hermano, aunque con ello nos ganemos su eterna enemistad. El primero de ellos es el de la apelación a la comunidad. No deja de ser curiosa esa perspectiva asamblearia en la Iglesia que, obviamente, hoy no existe en absoluto. Al margen de otras consideraciones, es interesante este sistema como forma de resolución de conflictos en el seno de una comunidad local, hablando y debatiendo, sin tener que estar pendiente de una autoridad superior y ajena al grupo que decida. El problema de este tipo de mecanismos empieza desde el inicio, cuando hay que plantear a quién se convoca, es decir, quién forma parte de esa comunidad y quien no. Podemos imaginar la complicación que seria hoy en cualquier parroquia: ¿convocamos al censo de bautizados residentes? ¿O solo a los que acuden a misa? ¿Y los esporádicos? Lo que nos lleva a una pregunta más acuciante si cabe: ¿existe hoy entre la mayoría de los fieles que asisten a misa con cierta regularidad un sentido de comunidad? ¿O se trata más bien de un conjunto de personas que acuden a un mismo lugar en una misma hora y después vuelven a sus casas sin más?
Otro elemento curioso es la consecuencia de esa corrección fraterna para el irredimible que no se deja corregir: ser considerado pagano o publicano. ¿En serio? ¡Pero si Mateo era publicano! ¿Qué clase de sanción es esta? Jesús mismo era conocido por acercarse a paganos y a publicanos y, al final del evangelio, conmina a todos a evangelizar a todos los pueblos de la tierra.
Mt 18, 15 no es lo que parece, pues. No es un juicio hacia el insolidario, ni un reproche al que no se compromete o a aquel que solo busca su interés. Es una legítima forma de protección de la comunidad, una manera de alejar a aquellas personas que entorpecen su labor, pero que en ningún caso dejan de ser considerados hermanos. Se trata de una comunidad que se protege de forma clara, pero que lo hace con delicadeza, sin dejar de dar oportunidades al causante del problema, dejando claro que su exclusión, en el fondo, depende de él. Y que, en todo caso, sigue siendo digno del amor de sus semejantes.
Comienza el verano con sus operaciones salida, bikini y, por encima de todas, la de elaborar la lista de los libros de lectura para las vacaciones. de ahí que me tomo la libertad de sugerir a los lectores de Siguiendo a Flambeau un título que no les decepcionará. Se trata de Moralidad, de Jonathan Sacks , editado en España por Nagrela Editores en 2021.
La tesis principal del libro con la que abre sus páginas es que una sociedad libre es, ante todo, un logro moral y, por tanto, si en esa sociedad decae la moral, como está ocurriendo a su juicio hoy en Occidente, la libertad peligra. Una sociedad libre, advierte el autor, solo puede contruirse a partir del esfuerzo de personas virtuosas y la virtud implica la necesidad de un orden moral objetivo, algo que hoy, explícita o implícitamente, muchos niegan.
Jonathan Sacks, que murió en 2020 a los 72 años, pocos meses después de publicar este libro, era un rabino ortodoxo judío que fue durante años el Gran Rabino de las Congregaciones Hebreas Unidas del Commonwealth y un personaje muy conocido públicamente por sus intervenciones en la BBC y en la prensa británica.
Lejos de cualquier intento apologético, Sacks realiza una ingeniosa crítica a la actual sociedad en la que percibe, en el discurso público, un claro desplazamiento del «nosotros» al «yo», lo que conlleva el riesgo de una fractura social al no existir ya una idea de bien común, dejando con ello la puerta abierta al populismo en sus distintas versiones. Un diagnóstico que, como puede observarse solo con ojear la prensa de estos días, tiene ya hoy poco de predictivo y mucho de descriptivo. Cuando las cosas van mal, el tiempo vuela.
Aunque analiza históricamente los orígenes de este cambio social a lo largo de la Modernidad, arguye Sacks que el punto de arranque definitivo en esa evolución se dio en el último tercio del siglo pasado a través de lo que él denomina las tres grandes revoluciones: la revolución liberal-sexual de los años 60, la revolución económica de los 80 y la revolución tecnológica de los 90. Todo ello ha desembocado en la situación actual en la que prima el individualismo y la ausencia de lazos sociales comunes, que son sustituidos por otros vínculos identitarios que toman como referente la etnia o la orientación sexual, con lo que son vínculos que separan en lugar de unir.
Ataca con fuerza el emotivismo y el victimismo actuales y rechaza lo que denomina la cultura de la venganza que domina hoy sobre todo en las redes sociales, en las que cualquiera puede ser atacado por sus opiniones o por algo que supuestamente hizo, sin capacidad de replica o defensa alguna: sencillamente es «cancelado». Como advierte en una de sus páginas, el sufrimiento de las personas es algo universal e inevitable, pero tras ese sufrimiento, el hecho de sobreponerse o de decidir decidir ser una víctima es algo opcional, algo que cada uno puede elegir.
Esa tendencia actual a aparecer como víctimas de algo, provoca que el discurso político actual ya no se base tanto en defender que cada persona pueda tener el derecho a desarrollar su propio plan de vida, sino en la reivindicación del reconocimiento público de un grupo como marginal o históricamente oprimido. El objetivo de la política no es conseguir una justa distribución de los recursos, sino la obtención de la autoestima por parte de determinados colectivos y la señalización de los culpables de su situación.
Sacks argumenta como un laico sin dejar de lado las raices bíblicas de su fe y defiende, por ello, una moral de tradición judeocristiana para hacer frente tanto a los problemas que señala como al riesgo que suponen determinadas recetas hobbesianas que surgen como reacción ante esta situación. La propuesta del rabino no es otra que recuperar la idea bíblica de alianza, en la que cabe un contrato social renovado que no prescinde de un ideal moral objetivo que sirva de brújula a toda la comunidad.
El libro de Sacks no tiene desperdicio en ninguna de sus páginas. Se lee bien, incluso en el original inglés si alguien se atreve. Sus numerosos ejemplos atinan perfectamente en todas y cada una de sus críticas y al lector español posiblemente le resulte más cercano que otros libros similares de autores americanos, cuyos problemas no siempre tienen un claro paralelismo con lo que vivimos en Europa. Un libro para leer inexcusablemente este verano y para tener a mano el resto del año.
La pereza, el segundo pecado capital sobre el que trataremos, es uno de los que causan más rechazo en nuestra sociedad. Si lo tuviéramos que definir de una forma rápida, diríamos que la pereza consiste en tener pocas ganas de trabajar, pero también consiste en hacer las tareas a desgana, como quien arrastra pesadamente los pies. Y es que hay distintas variedades de pereza.
No es lo mismo levantarse tarde de la cama un domingo por la mañana, que dejar de ir a trabajar o dejar que las cosas de casa se estropeen por un mal mantenimiento. Muchas actitudes perezosas provocan un fuerte rechazo social, sobre todo cuando nos encontramos ante una persona improductiva, alguien que sin una razón clara no trabaja ni estudia y vive de los familiares o de alguna prestación social. En una sociedad en la que nos definimos por lo que producimos y por nuestra capacidad de consumo, estas personas son rápidamente etiquetadas de insolidarias y son marginadas. Una marginación que suele ser irremisible, pues a diferencia del religioso, el dogma económico no entiende de perdón ni redención. En el mundo actual, si no eres productivo, eres una carga.
Pero dedicar nuestra vida a ser productivos tiene también sus inconvenientes. El filósofo coreano Byung-Chul Han afirma que hoy vivimos en lo que denomina muy gráficamente la sociedad del cansancio y por eso defiende la conveniencia de detenernos un poco y dejarnos llevar por la pereza, evitando así las frustraciones y la fatiga que más pronto o más tarde todos acabamos sintiendo. Actividades como la contemplación, la meditación y el dejarse llevar sin hacer nada pueden resultar, explica Han, de lo más reconfortante. Propuestas que nos recuerdan los ideales de la vida monástica o la soledad silenciosa del eremita, que deja pasar los días orando y buscando lo mínimo necesario para llegar al día siguiente. Adquiere la pereza un toque casi virtuoso, lo que nos lleva a preguntarnos sobre su verdadera naturaleza. Al fin y al cabo, si este estilo de vida materialmente poco productivo era antes un ideal cristiano, ¿por qué nos dice la Iglesia que la pereza es un pecado?
Resulta curioso que santo Tomás de Aquino en su Suma de Teología no se refiera directamente a la pereza, sino a la acedia, que podemos definir como una sensación parecida al tedio o al amodorramiento y que supone una falta de ánimo y fuerzas para seguir adelante con el plan de vida trazado. En los tratados antiguos sobre la vida monástica, la acedia era la modorra que sentían los monjes hacia la mitad de su vida, cuando empezaban a dudar de si el camino que habían iniciado en su juventud tenía realmente un sentido. En una visión más actual, el barcelonés Oriol Quintana identifica la acedia con la crisis de los cuarenta, cuando muchos individuos se plantean si de alguna manera su vida monótona y repetitiva no ha dejado tener sentido, aunque en la mayoría de casos, este planteamiento suele venir acompañado por una insuperable pereza a mandarlo todo al garete e iniciar un nuevo camino vital. Desde el punto de vista de Quintana, la acedia no sería una opción esencialmente mala y de hecho a menudo sirve para practicar una actitud saludable como es la de conformarse con lo que uno tiene y evitar, por ejemplo, un divorcio, la ruptura de lazos afectivos o dejar de golpe y porrazo un trabajo estable y bien pagado.
La visión de santo Tomás es muy diferente a la de Quintana. El aquinate entiende la acedia como el dejar de hacer lo que es bueno. Observemos aquí un importante detalle: pecamos, no cuando dejamos de hacer lo que tenemos el deber de hacer, sino aquello que es bueno para nosotros. Este matiz es muy importante y tiene mucho que ver con la idea de la libertad que tenía santo Tomás y, más de una docena de siglos antes, Aristóteles. Para estos autores, la libertad no es la capacidad de decidir entre hacer las cosas bien o hacerlas mal, ni de aquello tan manido de que cada uno pueda hacer lo que quiera siempre que no perjudique al resto. Al contrario, la libertad es la capacidad de la persona de hacer lo que es bueno y nos hace feliz. La libertad no es un fin sino el medio para decidir hacer lo correcto. ¿Y qué es lo correcto? Aquello a lo que estamos llamados y que nos permite alcanzar la felicidad más plena. Para Aristóteles, lo bueno es la sabiduría; para santo Tomás, lo es el acercamiento a Dios.
Por esa razón, una persona es libre cuando decide hacer aquello que es bueno —por ejemplo, siendo cada vez más sabia— y alcanza así su auténtica meta vital como ser humano. En cambio, quien no lo hace porque prefiere los placeres materiales, el dinero o el prestigio, no es libre, sino que es un esclavo de sus propias pasiones. Y, precisamente por ser una decisión suya dejarse llevar por esas pasiones, podemos hablar claramente de pecado.
La pereza es, por tanto, un pecado capital grave, pero no por los motivos que nos quieren hacer creer a menudo y que tienden a marginar a aquellas personas que no están dispuestas a someterse a la servidumbre del consumismo y del mercado. Tampoco pecamos cuando nos da pereza salir de la cama o dejamos de ir un día al gimnasio. En cambio sí pecamos cuando decidimos ver como malo aquello que no lo es y nos dejamos llevar por el camino llano y fácil de mirar de ser como los demás, fingiendo una felicidad que nos aleja de lo bueno y que nos condena al desencanto y la frustración.
Es muy probable que la gente de cierta edad recuerde todavía la lista de los pecados capitales de alguna catequesis de su infancia. Otros recordaran la magnífica interpretación de Morgan Freeman y Brad Pitt en una película de los años 90 del siglo pasado: Seven. El título hacía referencia precisamente a los siete pecados capitales, una lista de conductas que comúnmente son consideradas como simples malos hábitos que pueden considerarse incluso banales pero que, de persistir, pueden acabar dando lugar a otras conductas graves que sí serían pecados mortales. De ahí que se les llame capitales.
Tradicionalmente, los pecados capitales son los siguientes: la soberbia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula, la envidia y la avaricia. De estos siete pecados, este último, la avaricia, es uno de los que mejor explica esta fina línea que separa el vicio banal del ilícito moral grave. Es por ello por lo que empezaremos esta serie de entradas refiriéndonos a ese pecado.
Si echamos una ojeada al diccionario, veremos que en general la avaricia aparece como el afán excesivo o desordenado por poseer riquezas. Al referirnos a esa falta, no se censura tanto la posesión de bienes como tal sino la desmesura y, por tanto, es importante determinar cuando este legítimo afán por poseer bienes y riquezas pasa a ser excesivo y pecaminoso. Una cuestión que nos lleva a otra, ya que para saber hasta qué punto es excesivo ese afán es necesario saber respecto a qué es excesivo. Por poner un ejemplo, para una persona que viva en África central, la mera posesión de dos pares de zapatos puede parecer excesivo, cosa que para muchos de los que vivimos en un país desarrollado como el nuestro, tal posesión nos parecería miserablemente trágica.
Por otro lado, y ciñéndonos a nuestro entorno cultural, observamos que el hecho de ser ahorrador y tender a acumular riqueza, lejos de verse con desdén, por lo general se considera un hábito virtuoso y un indicador éxito social. Tal percepción es en cierta forma perturbadora y lleva a menudo a definir la avaricia no como el simple afán de acumular riqueza sino como una conducta extrema que se opondría a otra de análoga radicalidad: la prodigalidad, es decir, el vicio de malgastar lo que se tiene hasta la ruina absoluta. Desde esta perspectiva, se diría que prodigalidad y avaricia son dos conductas radicales y que el comportamiento correcto se situaría, entonces, en un lugar intermedio entre ambas, tal vez algo más cerca de la avaricia ya que, como hemos dicho, la posesión de bienes es vista a priori como símbolo de éxito y de realización personal.
Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo con esta visión, extremadamente complaciente con el modelo económico dominante y, por eso, no pocos prefieren huir de este binomio avaricia-prodigalidad oponiendo la avaricia no a aquel otro vicio sino a una admirable virtud: la generosidad. Tal oposición era defendida ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, que definía la avaricia como una apetencia desordenada de riquezas que era en el fondo la raíz de todos los males, pues en su afán el avaro se olvida de los demás, sobre todo de los que tienen menos cosas o menos capacidades para vivir dignamente. La avaricia es una afrenta a la caridad.
El problema de esta visión actualmente es que, de hacerla nuestra, el comportamiento virtuoso parecería no tener límites y se opondría a la visión socioeconómica hoy dominante. Si se impusiera la generosidad en lugar del afán por enriquecerse, la gente rechazaría acumular riqueza y, por esa razón, posiblemente se sentiría poco incentivada para trabajar más allá de lo necesario, una cuestión que desde nuestro modelo económico es considerada herética.
Siendo más realistas, existiría todavía una tercera visión en relación con este tema de corte más subjetivo y que consiste en entender la avaricia como aquel afán de riqueza al que dejamos que gobierne nuestra vida. La avaricia transforma la persona que pasa a vivir con el único fin de ganar dinero, tanto si es para hacer ostentación de esa riqueza, como si es para ir discretamente acumulando patrimonio para sí mismo o sus descendientes. Se trata de dos formas de amor a la riqueza que no solamente atentan contra los demás –como apuntaba ya el aquinate– sino también contra uno mismo.
Siendo sinceros, no es muy probable que estas razones convenzan al avaro. No obstante, no está de más recordarle que nada se va a poder llevar cuando su paso por este mundo llegue a la meta. Y tarde o temprano esto pasará, para satisfacción de sus ansiosos herederos, que disfrutarán a su manera con todo lo que él habrá acumulado y que de nada le va a aprovechar.
Este artículo y los siguientes de la serie sobre Los pecados capitales han sido previamente publicados en catalán en la revista Llum d’Oli, de la Agrupació Cultural de Porreres (https://agrupacioculturalporreres.cat )
Y un decimocuarto mallorquín, Alfredo M. Barceló Morey, un economista que hace unos años se empeñó en recopilar la opinión de un conjunto de mallorquines sobre Dios, de forma muy similar a la que realizó José María Gironella en el conjunto de España a finales de los años 60 del siglo pasado, cuando publicó 100 españoles y Dios.
En lugar de cien, el libro solo ha conseguido reunir la opinión de trece, que no son pocos en los tiempos que corren en nuestra isla. Pero la calidad de los participantes suple con creces ese menor número de participantes. En el libro, pueden encontrar las respuestas de Norberto Alcover, Camilo José Cela Conde, Carlos Garrido, Román Piña y, así, hasta llegar a los trece entrevistados, entre los que tengo el placer de estar incluido. Más allá de las opiniones de cada participante, diversas todas ellas, el libro no deja de ser un retrato de la sociedad isleña actual en la que descubrimos una mayoría de personas que se mueven entre el agnosticismo más o menos indiferente y un teísmo ecléctico y difuso. El creyente católico es una minoría y en no pocos casos participa de la confusión general tan propia de nuestra era postsecular.
Si algo se puede objetar al libro es el de plantear un sesgo que, por otro lado, resulta inevitable, pese a los sinceros esfuerzos del recopilador para minimizarlo. Este sesgo se percibe de forma inmediata cuando el lector ve que entre los trece participantes no hay ninguna mujer. curiosamente, según se concreta en la introducción del libro, no ha habido suerte en este sentido a la hora de conseguir que alguna mallorquina se prestara a este juego, casi descaradamente extravagante, de hablar de Dios.
Por otra parte, los participantes cumplen un perfil muy concreto y que resulta escasamente generalizable. La inmensa mayoría son personas de una trayectoria intelectual reconocida, profesores universitarios o de enseñanza secundaria y con cincuenta años pasados; muchos ya jubilados. Pero hay que entender también que no estamos ante un trabajo de campo en el ámbito de la sociología de la religión, sino ante un intento de reunir a un grupo de personas que se encuentren dispuestas a hablar de Dios. Algo que, salvo contadas excepciones como esta página web, es cada día más insólito.
Les dejo, a modo de muestra, mi intervención y les animo, por supuesto, a hacerse con su ejemplar.
¿Cree usted en Dios? (En caso negativo, indicar la teoría que más le seduce en cuanto al posible origen de la Creación. En caso afirmativo, indicar si cree usted simplemente en un Dios-Creador, o si cree que ese Dios es también personal, es decir, relacionado de alguna manera con el hombre y con nuestra conciencia individual.)
Sí, creo en Dios. En singular, pues solo hay un Dios, aunque existan ídolos distintos a él, entes a los que los humanos divinizamos de alguna forma y rendimos culto (idolatría), como la salud, el dinero, el prestigio y tantos otros.
Aunque sea indemostrable, la hipótesis de la existencia de Dios es, a mi juicio, la más razonable para explicar la existencia del universo, desde la complejidad biológica de una célula al inmenso y enigmático vacío del cosmos. Caben otras hipótesis, todas ellas igualmente indemostrables, pero en general menos plausibles. Análogamente, cuando observamos formas de suelas de zapatos en el barro de un camino, alguien puede sostener que se trata de formas azarosas creadas por el agua y el viento, pero la mayoría considerará poco plausible esta hipótesis y creerá que alguien ha pasado por allí, aunque lleve horas esperando y no haya visto a nadie. Incluso cuando se trate de formas desconocidas pero regulares y dispuestas de forma uniforme, difícilmente nos conformaremos con la hipótesis del azar y buscaremos que ser vivo o qué tipo de fenómeno físico ha producido aquello. El universo en cualquiera de sus escalas se halla repleto de huellas de Dios, aunque algunos sigan pensando que todo es fruto de una desordenada sucesión de casualidades.
Pero creer en Dios es algo más que sostener la razonabilidad de una hipótesis, como la de la existencia de universos paralelos o la suposición de que vivimos en una simulación al estilo de la trilogía cinematográfica The Matrix (1999-2003). Creer en un sentido religioso implica una creencia que transforma la vida del creyente, que lo convierte. Es por ello por lo que la fe no es tanto un proceso intelectual como una vivencia personal, una experiencia, a menudo originada de forma puntual por un acontecimiento crítico, que provoca esa conversión que, más adelante, da lugar a la creencia en un plano más intelectual. Diría que, por lo general, uno no se da cuenta de la existencia de Dios y se vuelve religioso, sino que al ser objeto de una experiencia espiritual llega a la conclusión de que lo que experimenta supone que debe existir Dios.
En este sentido, creer en Dios es en cierta forma equivalente a experimentar a Dios. Ello supone que Dios se nos presenta como un alguien, no como un algo. Dios es Otro, diferente de nosotros y de los demás, pero con quien interactuamos. Esa experiencia conforma la religiosidad humana. La mera creencia en un Dios creador o en el gran arquitecto del universo es una hipótesis atractiva intelectualmente, pero es espiritualmente vacía, no es una fe ni supone una experiencia religiosa en el sujeto.
Evidentemente, esto tiene importantes consecuencias. La primera de ellas es que, si experimentamos de alguna forma esa otredad de Dios, ello quiere decir que sigue presente y, de alguna manera, interviene en la historia humana. Dios nunca se ha desentendido de nosotros, sino que ha creado en el ser humano una cierta ansiedad de trascendencia, una agitación interior que solo logra apaciguarse precisamente ante la presencia divina en determinados momentos y espacios, que son los que definen aquello que denominamos sagrado. La segunda consecuencia es que esa búsqueda y ese retorno a Dios, que se produce en mayor o menor medida en esta vida terrena y que culminará tras superar la barrera de la muerte, ofrece un nuevo sentido a la vida humana. Vivimos para algo, para un fin superior a nosotros, para participar de la inmensidad de nuestro creador.
¿Cree usted que hay algo en nosotros que sobrevive a la muerte corporal? (Alma inmortal, premio y castigo, eternidad.)
Que la muerte no es el final de nuestra existencia es algo hasta cierto punto lógico si asumimos la existencia de Dios como he defendido en la cuestión anterior. Dios no ha creado al ser humano como un entretenimiento, sino que ha pretendido una criatura a su imagen, en el sentido de crear un interlocutor, alguien en quien poder proyectar su amor y sentirse correspondido. En la medida que creamos esto, en que rechacemos la idea de que somos un juego de mesa divino para solaz de la corte celestial, es obvio que la muerte no puede tener la última palabra pues ello sumiría al ser humano en el sinsentido, en un devenir absurdo que resulta incompatible con la idea de un dios que ama a sus criaturas.
Creo, por tanto, que existe una eternidad en la que nos encontramos con Dios, si bien no puede descartarse que ese encuentro se vea frustrado por el rechazo del ser humano, asumiendo así una eternidad de espaldas al creador y a la plenitud de la existencia. El infierno sería, por tanto, una eternidad de desgarradora e insoportable insatisfacción. En este sentido, el juicio no sería tanto un proceso al estilo de los juicios humanos, sino más bien la confirmación de que podrán hallar a Dios aquellos que han creído en Él o, al menos, no lo han rechazado, no tanto en un sentido formal o intelectual, sino en el sentido de que han obrado pertinazmente en contra de su voluntad (Jn 3, 17-21).
¿Cree usted que Cristo era Dios? ¿En cualquier caso cómo sitúa el papel de Jesús de Nazareth en la historia del pensamiento y del hombre?
Como tantas otras, la divinidad de Cristo es una verdad de fe y que es difícil explicar o justificar racionalmente. Por otro lado, son pocas las personas que dudan de su historicidad, habida cuenta de los diferentes testimonios escritos, tanto cristianos como paganos. Lo cierto es, sin embargo, que Jesús de Nazaret fue en vida un personaje marginal que logró aglutinar un grupo de seguidores en la zona de Galilea pero que fue perdiendo empuje a medida que la gente dejó de ver en él al líder político anticolonial que pensaban que era. Al final, se arriesgó a predicar en Jerusalén criticando las autoridades religiosas del Templo y acabó ajusticiado como un vil criminal.
Sin embargo, fue en ese momento en el que comenzó todo. La noticia de su resurrección impulsó de nuevo a sus seguidores a relanzar su mensaje y a profundizar en sus palabras y sus acciones. Jesús estaba vivo y seguía con ellos en espíritu construyendo un Reino que nada tenía que ver con las estructuras de poder humanas. A partir de ahí, se inició un proceso de racionalización de lo que había ocurrido, un intento de explicar qué estaba ocurriendo con los cada vez más numerosos seguidores de Cristo y un esfuerzo por transmitir la experiencia de un grupo de hebreos a judíos mucho más helenizados y próximos culturalmente a los griegos y a otros paganos, cuyos referentes culturales eran muy diferentes de los de los seguidores del nazareno. Con el tiempo apareció la idea de la divinidad de Jesús y sus relaciones con el Dios hebreo, con el Padre. Y aparecieron diversas formas de entender esa naturaleza humana y divina de Cristo, muchas de ellas declaradas heréticas con el tiempo. La pregunta que subyace a todo ello, sin embargo, no es otra que pensar si es concebible que de la vida y muerte de un fracasado líder judío puede surgir una religión como el cristianismo, que llevó a miles de personas a sentirse fascinadas por la figura de Cristo hasta el punto de ser perseguidos y ajusticiados por no renunciar a esa nueva fe. Al igual que ocurrió en los primeros siglos del cristianismo, según como intentemos contestar a esta pregunta llegaremos fácilmente a dar por supuesto que Jesús no era un simple ser humano más.
¿Cree usted que el Concilio Vaticano II fue eficaz? En cualquier caso, ¿considera necesario algún tipo de renovación similar en la Iglesia Católica?
Cuando en 1517 Lutero clavó sus famosas tesis en el portal de la Iglesia de Wittemberg posiblemente era factible pensar que existía una posibilidad de enderezar la situación en la Iglesia católica, pero al final triunfó la intransigencia por ambas partes y cuando llegó el Concilio de Trento, tarde, a partir de 1545, solo pudo certificar una ruptura más que consolidada.
Cuando en 1962 se inicia el Concilio Vaticano II la pretensión era llevar a cabo una actualización (aggiornamento) del papel de la Iglesia en un mundo agitado por las guerras mundiales, la amenaza nuclear y la industrialización y el consumismo. Es fácil criticar el concilio pensando que también se llegó tarde, pues su conclusión coincidió con una deserción en masa de millones de católicos hasta llegar al paisaje actual de iglesias semivacías. Muchas veces se oye aquello de que el Concilio pretendió abrir las puertas de la Iglesia para que entrara más gente y solo logró que la que había saliera de ella. Creo que esta apreciación es injusta, pues la actual secularización se había ya iniciado mucho antes y era difícil que un concilio la pudiera detener. Francamente, dudo mucho que la situación actual de la Iglesia fuera muy diferente si el Concilio no se hubiera celebrado. Creo que, con el tiempo, su importancia irá relativizándose.
Todo ello no quiere decir que no considere importante que la Iglesia cambie y se adapte a los nuevos tiempos, evidentemente sin renunciar a lo que es nuclear de la fe cristiana ni a la idea de comunidad que peregrina unida. Otra cosa muy distinta es que los mecanismos tradicionales para ello, como los concilios o los sínodos, sirvan a ese fin. La realidad es que la Iglesia católica sigue instaurada en una estructura monárquica en la que un soberano y sus cortesanos son los que detentan un poder al que no están dispuestos a renunciar. Que la jerarquía eclesial se reúna consigo misma para decidir qué hacer no parece la forma más razonable de ejecutar grandes cambios, sobre todo cuando existe la sospecha de que es esa misma jerarquía la que obstaculiza la mayoría de los intentos de renovación.
¿A qué atribuye usted que la Iglesia española se vea perseguida periódicamente por una parte del pueblo español?
Aunque han existido persecuciones por causas diversas en momentos diferentes, actualmente no percibo que exista algún tipo de persecución hacia los creyentes más allá de algunas polémicas mediáticas de grupos muy concretos o ciertos miembros de la jerarquía. No creo equivocarme si digo que más del 80% de las personas de nuestro país viven como si la Iglesia no existiera, por mucho que les pese a algunos, que preferirían algún tipo de confrontación, aunque solo sirviera para hacer ver que están ahí.
¿En qué sentido cree usted que la ciencia, la técnica y la intercomunicación de los pueblos, influirán sobre lo que pueda restar del sentimiento religioso?
En un sentido estricto, no creo que vayan a tener una gran influencia. Vivimos en un mundo tecnificado y global en el que la religiosidad (término más adecuado y omnicomprensivo, a mi juicio, que el de sentimiento religioso) se ha mantenido en general, pese a la crisis de ciertas religiones institucionales y a la secularización general. Este proceso de secularización, que ha cambiado la forma como entendemos el mundo y las personas, tiene mucho que ver con el racionalismo y el conocimiento científico, pero los efectos que debía producir sobre la religiosidad ya se han producido.
Muy diferente es la aparición de una curiosa veneración por el conocimiento científico, que alimentaria la esperanza de que la humanidad puede lograr una salvación propia a partir de sus propios esfuerzos, llegando en algunos casos a pensar que la ciencia puede lograr la inmortalidad del ser humano, bien por su capacidad para mantener la vida de forma indefinida, bien por ser capaz de transferir la conciencia humana en algún tipo de soporte físico diferente al cuerpo humano. Son los defensores del transhumanismo o de los seres humanos mejorados con elementos electrónicos. Naturalmente, y sin perjuicio de la base científica que puede fundamentar tales posturas, en su conjunto no dejan de ser idolatrías que elevan a la ciencia y a la razón humana a la categoría de dioses.
En lo que se refiere a la influencia que puede tener la facilidad con la que contactamos con culturas distintas, sin duda ello aporta cambios en la religiosidad de un grupo al admitir posibles variantes o nuevos ritos y creencias exóticos que pueden gozar de mayor predicación en un momento dado. El eclecticismo actual que hallamos en no pocas personas que adaptan a una base más o menos cristiana creencias propias de otros cultos, como la admisión de la metempsicosis, o determinados ritos y prácticas ascéticas o de meditación, son un claro ejemplo de ello. Sin embargo, esta situación no es tan diferente de la convergencia de cultos y creencias que existían en el Imperio Romano en el siglo I de nuestra era. Que prácticas religiosas ajenas influyan en las grandes religiones del mundo es, hasta cierto punto, normal e incluso enriquecedor. Diferente es cuando la debilidad intrínseca de una religión se ve incapaz de detener un exceso de estas nuevas prácticas que pueden llevar a su propia destrucción. Algunas personas piensan que este es un peligro grave y real para el catolicismo hoy. Personalmente, no creo que los grandes peligros para el cristianismo europeo vengan por ahí.
¿Ha experimentado usted alguna vivencia (enfermedad física, trauma psíquico, sensación de peligro, rapto o iluminación, conocimiento de culturas exóticas, etcétera) que haya influido en su actual vivencia religiosa?
No. Sin duda puede haber momentos concretos en mi vida que han influido en mi vivencia religiosa, pero ninguno puede ser calificado de traumático o extraordinario. Diferente es, entiendo yo, experimentar una mayor intensidad de la experiencia religiosa en momentos cruciales, sin que estos se vivan de forma traumática. Pienso, por ejemplo, en el día de la muerte de mi padre y en algunos momentos en los que me resultaba más perceptible la cercanía de Dios. Aunque fuera un momento fuerte no deja de ser, en cierta forma, una experiencia religiosa desde lo cotidiano.
Considerando que estamos en una sociedad totalmente secularizada ¿cuáles cree que son las principales aportaciones de las raíces cristianas a la legislación o jurisprudencia vigente?
Siempre se ha dicho que Occidente se sustenta fundamentalmente a partir de tres pilares: la filosofía grecolatina, el derecho romano y la Biblia. El cristianismo es una religión que surge en Asia pero que tiene un especial desarrollo en Europa, sin duda porque el Imperio Romano favorece su expansión y consolidación, siendo fácil diferenciar aspectos particulares del cristianismo occidental del de las iglesias orientales. Es inevitable que una parte importante de estos aspectos que han acabado definiendo el catolicismo y las iglesias surgidas de la reforma protestante presenten también rasgos e influencias propios de la filosofía grecolatina y del derecho romano, además de otros aspectos de origen judío. Ejemplos de ello son el platonismo de san Agustín, la configuración del sacramento del matrimonio, la constitución de las primeras comunidades cristianas, eminentemente urbanas y que tomaban como modelo los collegia romanos, o la propia organización interna de la Iglesia con sus obispos, presbíteros y diáconos. Pero a medida que esa nueva Iglesia iba consolidándose en el Imperio y a lo largo de la Antigüedad Tardía, acabaría influyendo también en los ordenamientos jurídicos y en el orden social en innombrables aspectos y situaciones, hasta el punto de que hoy es difícil encontrar una institución jurídica que no guarde alguna conexión con las raíces cristianas.
En cualquier caso, si hubiera que destacar una aportación especialmente relevante del cristianismo en el ámbito del Derecho yo apuntaría al concepto de persona y de dignidad humana y, relacionados con ella, a los derechos humanos universales. Esta aportación es importante e innovadora en la medida que reconoce un valor absoluto a la persona, que no puede ser objeto de instrumentalización o transacción. No se permite dominar a otra persona o esclavizarla, ni siquiera con el consentimiento de esta. Esto último va ligado a al hecho de que la persona se conciba como la unidad de cuerpo y alma —o, si lo prefieren, cuerpo y mente— sin que uno predomine sobre el otro. Con ello, la doctrina cristiana rechaza el dualismo de raíces platónicas que defiende que la humanidad del individuo se halla en su conciencia, en su voluntad, y que su cuerpo no es más que un envoltorio necesario para moverse e interactuar en un entorno físico. Esa visión dual, que la Iglesia rechaza, se encuentra hoy muy presente en las normas que permiten o legalizan determinadas decisiones en las que la voluntad prevalece sobre el cuerpo como son el suicidio asistido, la eutanasia o la denominada ideología de género, en la que se hace prevalecer con todos los efectos jurídicos el género de la persona (entendido como aquello que su mente o su voluntad siente que es) por encima del sexo físico con el que ha nacido esa persona.
Por otra parte, el cristianismo deja patente que esta visión de la persona y su dignidad no proviene de una decisión humana actual, histórica ni de un suceso primordial hipotético, sino que es así porque así lo ha querido Dios y lo ha expresado en la creación. El ser humano no se ha dado a sí mismo la dignidad, sino que es consustancial a su existencia. Esta visión fundamentó en su momento la idea de que existe un derecho natural que surge de esa voluntad divina y al que las leyes humanas deben sujetarse. Aunque hoy cueste a muchos admitir ese origen, a partir de esta idea de fundamentaron los derechos humanos universales que hoy conocemos, así como la persecución y condena de los crímenes de lesa humanidad, aunque los que los cometieran fueran autoridades y funcionarios cumpliendo las leyes de su país, como ocurrió en los conocidos juicios de Nuremberg.
A la gente educada y respetable no le gusta que la califiquen de radical. Aunque este atributo no se puede considerar un insulto, está mejor visto ser moderado y situarse en el siempre saludable y conciliador término medio. Esta defensa del centro en una controversia a menudo obtiene un valor añadido de equilibrio y cordura que no siempre se justifica. Buscar el equilibrio entre el frío y el calor puede resultar tan sensato como es de idiotas defender la equidistancia entre el bien y el mal o entre ponerse dos zapatos o no llevar ninguno.
Un efecto perverso de esta actitud miope es que a menudo se confunde el radical con el exaltado. Este último es el que provoca reacciones a los demás que los hacen actuar de forma irracional, con sentimientos de odio, indignación o compasión ante asuntos ajenos a sus intereses más inmediatos. Podemos comprobar el buen trabajo de los exaltados observando la conducta de muchos de nuestros conocidos cuando de forma repentina empiezan a pegar gritos ante el aparato de televisión. El exaltado genera con habilidad lo que los periódicos llaman crispación y que no es sino un subproducto más de la demagogia que usan muchas fuerzas políticas y grupos de opinión. El radical, en cambio, es un ser marginal que se sitúa de forma consciente en un extremo, alejándose del término medio y ofreciendo una visión crítica de la realidad. El radical sencillamente cuestiona que lo que considera importante, como la verdad, la justicia o la belleza, deba someterse a una regla geométrica. No se opone a lo que la gente piensa, sino a lo que la gente da por bueno por haber ya sido pensado. El radical no busca imponer y por eso no siempre es coherente en todo lo que dice ni busca evitar contradicciones. Donde el demagogo persigue la adhesión, el radical se limita a predicar la conversión. Como se puede intuir, la radicalidad por excelencia se da al ámbito político, pero también hay radicales en la religión o en el arte. Por otra parte, la radicalidad no se manifiesta sólo en una visión crítica de la realidad. Los desafíos radicales pueden adoptar otras formas. En el actual contexto de crispación y rabia contenida en tantos lugares, la capacidad de sentarse y hablar con personas que piensan de forma diferente puede ser también una forma de radicalidad. El ámbito de la religión nos aporta ejemplos de radicalidad extrema, pero la visión secularizada de Occidente sólo da visibilidad a los que se fundamentan en el fanatismo y la violencia. En el caso del cristianismo, su aportación más radical no tiene que ver con la intolerancia sino con su mandato de perdonar a los demás y aprender a convivir con los que consideramos enemigos. Perdonar no supone olvidar ni cambiar la historia, pero si ensalzar la memoria de las injusticias vividas y permitir la derrota de la soberbia de los vencedores. Nada de esto parece sencillo, y más en un país que se resiste a cauterizar las viejas heridas de la guerra civil o del conflicto vasco. Por eso hay que reivindicar la figura de los radicales, porque son necesarios, aunque nunca dejarán de ser marginales.